Los
tendenciosos debates en la televisión democrática.
Por Manuel
Clemente Cera.
Durante el transcurso de nuestra historia, no
constan testimonios escritos en los que se abuse del término
democracia ante la mínima coyuntura como sucede actualmente. Un
concepto hipervalorado, como si fuera un reciente hallazgo
atribuible a la segunda restauración, tras cuatro décadas fecundas
de autarquía.
La partitocracia
dominantes es incapaz de pronunciar unas palabras -por
breves que sean-
sin recurrir con énfasis y reiteración a esta acepción. Es la típica
muletilla que suelen utilizar los oradores mediocres carentes en sus
discursos de ingenio.
El uso
indiscriminado del término democracia, no coincide con los
criterios políticos gubernamentales que se siguen y difiere
esencialmente de la definición de la Real Academia Española: “Régimen
político en el que el pueblo ejerce la soberanía”. Del mismo
modo dista un abismo de lo que entendemos por liberalismo, obviando
el principio de que ser liberal es admitir que puede tener razón el
que piensa de otro modo.
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Vivimos en una
democracia adulterada, fundamentalmente autoritaria, en cuya
estructura prevalece la opinión de aquellos que transitoriamente
detentan el poder. Todo argumento alejado de la pauta estatal
preestablecida, no es admisible, ni digno de diálogo, por
considerarse políticamente incorrecto. La dialéctica sobre estas
premisas es totalmente inoperante, además de comprometida para una
democracia vacilante.
La opinión
mayoritaria del pueblo español no concuerda con el resultado
reflejado en las urnas, sesgado por la absurda ley electoral en
vigor, en la que prevalece la proporcionalidad sobre la totalidad.
Siguiendo este sistema equívoco -que
los políticos no pretenden cambiar-
suelen conseguir ocasionalmente
más escaños partidos minoritarios que otros más numerosos,
al no aplicarse formalmente los principios matemáticos de la
totalidad, independientemente de la categoría de la ciudad o
población.
Una vez instaurada -más
que restaurada-
la nueva democracia, puesto que durante la Segunda República -hoy
tan reivindicada por los ingenuos de turno-
desde el momento de su proclamación por métodos fraudulentos, fue
la antítesis del liberalismo, surge vigorosamente un nuevo
periodismo profesional político, estimulado por los medios de
comunicación de masas.
Aparecen por primera
vez nuevos programas propagandísticos en el ente público,
destacando los debates políticos entre personajes de diversos
estamentos y tendencias, predominando la clase política de turno y
la periodística, dirigidas por un moderador relevante de la
información.
Una de las primeras
controversias emitida fue La Clave, dirigida por José Luis
Balbín, que tuvo al principio respetable audiencia y notorio éxito.
Con el tiempo fue declinando su imparcialidad, predominando el
favoritismo tendencioso, hasta su inesperada desaparición.
Actualmente se emite
un programa similar vespertino, con diversos matices, como el escaso
tiempo de exposición -59
Segundos-
de los contertulios. Una controversia política que arbitra una
bella periodista, con diversos representantes del mundo de la
Prensa, adscritos al pensamiento de heterogéneas ideas políticas.
Una emisión
interesante si existiera un equilibrio entre las diversas tendencias
de sus interlocutores. Predominan mayoritariamente los defensores de
la tesis gubernamental, en menoscabo del ideario sostenido por una
exigua minoría, y últimamente cada vez más reducida. Por otra
parte, los defensores de la postura gubernamental -según
ellos en posesión de la única verdad en cada tema abordado-
exhibiendo una arrogancia inadmisible de aspecto dictatorial,
descalificando con frecuencia de una forma maquiavélica al
adversario, cuya argumentación suele ser más sólida, académica y
convincente sin recurrir al ostensible histerismo y falta de modos
del grupo progresista.
Si realmente estamos
y vivimos en una democracia -muy
dudosa-,
en las controversias televisivas debe exigirse igualdad de
oportunidades -que
no se reflejan en la práctica-
para que el público pueda formar su criterio razonablemente con
verdadero conocimiento de causa, sin dirigismo tendencioso, que
pueda alterar el verdadero juicio.
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