Hermanos concelebrantes,
Señora Duquesa, Hermanos todos:
En la Liturgia de
la Iglesia, las memorias de los difuntos celebradas junto al Altar,
o incluso junto a sus tumbas se unen siempre a la memoria de la
muerte de Cristo renovadas sobre los altares cada vez que se celebra
el sacrificio eucarístico. Es lo que va a suceder en el curso de
esta Misa que hoy aplicamos en sufragio del Fundador de esta
Basílica don Francisco Franco y por coincidir la fecha del
fallecimiento también por José Antonio. En espíritu podemos unir
también al mismo Santo Sacrificio los restos de los Caídos que desde
sus nichos en esta Basílica hoy y todos los días participan de algún
modo con vosotros en la Misa conventual diaria. Ellos ya no tienen
honores ni bandos porque en presencia de Dios sólo hay lugar para la
unidad en la verdad y en el amor. Lo mismo debiera suceder para
todos nosotros junto a la cruz en la que Dios ha abolido las
hostilidades para reconstruir sobre sí mismo una humanidad única que
debía hacer de los hombres y los pueblos opuestos una sola comunidad
en que quedaran cumplidas todas las diferencias contrarias.
En el Valle este es
un mensaje que se escucha desde la Cruz más alta de la tierra o
junto a esta Cruz que preside el altar desde la que Cristo eleva sus
ojos al Padre en demanda de perdón, por los que le han arrancado de
la tierra de los vivos y por aquellos otros que saben que van a ser
promotores o víctimas de antagonismos irreconciliables.
En el Valle la
presencia de la Cruz lo llena todo como ha ocurrido durante tanto
tiempo en el mundo de España y en toda Europa. Es el signo que en el
pasado ha unido a todos los pueblos y en torno al cual volverá a
reconstruirse un día la casa europea cuando reparemos que estamos
edificando la actual sobre el vacío del hombre y de Dios.
Pero Dios no se
deja vaciar ni suplantar por el hombre aunque simule momentáneamente
dejarse vencer por él, como en aquella lucha de Jacob con el Ángel.
Tenemos ante nosotros en este momento la perspectiva del Altar y de
la cúpula que componen una visión teológica en la que se encierra la
historia del hombre y del tiempo del cielo y de la tierra. Un altar,
una cruz y sobre ellos la representación de la imagen de Cristo como
Pantocrátor, la imagen de la Asunción de María, de almas en vuelo
hacia su creador y juez o ya en presencia de Él.
En este conjunto
contemplamos a Cristo sobre dos tonos bien distintos, uno el de la
Cruz, en el que le hemos situado nosotros cuando hemos querido
desposeerle de su condición divina mesiánica de su magisterio y su
señorío.
Ha sido sin embargo
el trono desde el que ha ejercido y ejerce su reinado espiritual
como Señor y Maestro como camino y vida del hombre. Como canta la
liturgia de la Iglesia, Dios reina desde la Cruz. Pero contemplamos
al mismo tiempo como desde el trono de la Cruz ha pasado al mismo
tiempo al soleo celeste, del Cristo crucificado y muerto al Cristo
triunfante sentado en trono de Gloria con el libro de la ley y de la
vida en sus manos y al que rodean la multitud de los elegidos de
los que dice el libro del Apocalipsis: “abatieron sus coronas
delante del trono y se postraron delante del Cordero y adoraron al
que vive por los siglos de los siglos”·
Cristo no va a
descender de ninguno de esos tronos no va a desistir de seguir
salvando al hombre desde la Cruz ni va a renunciar a su condición
divina ni va a entregar a nadie su potestad soberana por el cielo y
la tierra, ni va a permitir que nadie arrebate de su mano a los que
son hijos de su sangre y de su amor. A pesar de que esta es la
tentativa en que estamos empeñados cuando acentuamos la decisión de
vivir de espaldas a Dios y al orden natural, a la razón y a la
conciencia, de espaldas a los principios elementales de la sabiduría
y la prudencia.
Es una inversión
del orden espiritual moral e histórico, que se nos antoja como la
aspiración suprema de nuestro tiempo, cuando más bien ese supuesto
apogeo ha sido siempre el final de las civilizaciones humanas. Pero
la ley y la autoridad divinas no representan en ningún caso una
amenaza para el hombre. Más bien son la garantía máxima de que la
historia y el orden humanos siguen en manos del Creador, de las que
proceden y en las que encontrarán su plenitud total y entretanto la
posibilidad máxima para su desarrollo armónico. Este es el mensaje
de la Fe, ella es la riqueza, la fuerza y la esperanza de España y
del mundo. La Cruz encierra para nosotros el alma de España, esa
Cruz está enraizada en la tierra, pero que como todo lo que brota de
ella se eleva hacia las alturas señalando el camino de la libertad y
de los espacios ilimitados.
Es esa doble
dimensión donde todos estamos llamados a atender como hijos a la vez
de la tierra y del tiempo. En la Cruz hemos vencido todos, porque la
victoria de Cristo en ella es el triunfo de la humanidad sobre sí
misma, sobre sus pecados y desvaríos, sobre sus errores y rencores,
sobre sus egoísmos y hostilidades y sobre todo sobre la muerte. Por
eso con el apóstol san Juan afirmamos, esta es la victoria que vence
al mundo. Nuestra Fe de que con Cristo todos volveremos a la vida y
con la liturgia proclamamos: Salve Cruz, esperanza única.
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