El mito del millón de muertos
Demografía contra leyenda
Consideraciones finales |
Por Ramón Salas Larrazábal
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Establecido el balance
definitivo de lo que supuso la guerra civil y su difícil y larga
posguerra para la demografía del país, sólo queda subrayar, una vez más,
el carácter provisional y aproximado de las cifras que hemos aventurado.
Los totales son altamente fiables, y los errores, estadísticamente
despreciables. En los balances provinciales, éstos pueden ser de mayor
consideración, pero nunca demasiado elevados. A pesar de ello, nuestras
cifras chocan tanto con las que de modo habitual vienen barajándose desde
hace cuarenta años, que a las gentes les resultan muy difíciles de
aceptar, y no son pocos los que, sólo porque no les gusta, las impugnan
airadamente. En general, se trata de personas que no han estudiado en
absoluto el tema, que no se han acercado jamás por el Instituto Nacional
de Estadística, que no han visitado, ni por curiosidad, un registro
civil, que ni tan siquiera se han tomado la molestia de leer mi libro.
Toda discusión con ellas resulta imposible, aunque yo haya sido tan
ingenuo como para intentarlo. Poco hay de constructivo en cuanto se ha
escrito en tomo a este tema, y lo que he dicho sobre Jackson, Tamames o
Elena de la Souchere sirve para todos ellos. Sin embargo, se me han hecho
dos objeciones importantes que merecen ser consideradas: Alcofar Nassaes
me ha aclarado que en Barcelona las víctimas de los bombardeos fueron
superiores a las estimadas por mí, y este mismo autor y Alberto Reig han
llamado mi atención sobre el echo, innegable, de
las muchas defunciones sin inscribir que se han puesto de manifiesto a la
hora de otorgar pensiones a los familiares de las víctimas de la guerra
civil.
La primera objeción está suficientemente aclarada en mi texto, en el que repetidas veces hago hincapié en los posibles defectos de mis estimaciones provinciales. Concretamente en Barcelona, bastaría que en los años de la guerra el número de los accidentados casuales fuera bastante inferior al de los producidos el año 1935 para que mis cifras resultaran claramente erróneas, pero si hubiera sucedido así en aquella provincia, en otras se habría producido el efecto contrario, y las cifras finales seguirían siendo válidas.
La segunda objeción es más seria, pero tampoco produce una incidencia importante en mis cifras, que, por supuesto, es nula cuando se trata de la represión en la posguerra. Reconozco que a mí me ha asombrado que el número de los negligentes sea tan alto. Todos los españoles contaban con el instrumento jurídico adecuado para conseguir la inscripción legal de sus muertos y desaparecidos. Todos sus familiares, hasta los de cuarto grado, podían solicitar las inscripciones de defunción, desaparición o declaración de ausencia de sus deudos, y de ahí que yo partiera del supuesto de que todos habían ejercitado ese derecho para regularizar su situación jurídica; pero, al parecer, no fue así, aunque la cifra relativa de los que no cumplieron estos trámites no fue tan importante como pudiera creerse, y en los expedientes de tramitación de pensiones no pasa de una fracción muy minoritaria de los solicitantes, y no siempre con la certeza de que no exista la inscripción. Si todos nuestros registros civiles dispusieran de ordenador, sería posible comprobar la inscripción o no inscripción de cualquier difunto, pero en la situación actual esto no resulta fácil y cabe la posibilidad de que la familia no logre enterarse nunca de dónde se registró el fallecimiento de su deudo. Normalmente, ésta se hacía o bien en el registro del municipio en que se produjo el fallecimiento, o en el del domicilio habitual del mismo, pero no son escasas las que se efectuaron en el municipio en que radicaba la plana mayor de su unidad militar, en el de la localidad en que se produjo el enterramiento, en el de naturaleza, en el que estaba establecida la Jefatura de Sanidad de su brigada, etc. En otras ocasiones, el cadáver no fue identificado, y se registró la defunción de un hombre desconocido. El conjunto de todas estas inscripciones, más las de extranjeros registrados en España en vez de en sus consulados respectivos, equilibra ampliamente el número de los no inscritos, y el total por mí indicado, calculado con amplio exceso, cubre perfectamente estas lagunas.
Por último, no quiero dejar de señalar, aunque el mal de muchos sea remedio de tontos, que lo sucedido en España no fue nada anormal ni excepcional en el contexto europeo y mundial en que se encuadró nuestra guerra civil. En Francia no fueron menos de 85.000 los represaliados por los vencedores a partir de 1944, y de ellos 826 ejecutados judicialmente; en Italia éstos se elevaron a 2.675, y los partisanos asesinaron a no menos de 67.000 personas. A esto es a lo que me refería cuando terminaba mi libro diciendo que «todos tenemos mucho de qué avergonzarnos y muy poco que echarnos en cara». En definitiva, la guerra ocasionó la muerte violenta de 275.000 españoles, en números redondos, lo que no resultó un impacto excesivo para nuestra demografía, que lo encajó perfectamente. Por el contrario, la fuerte caída de la natalidad, que se tradujo en 557.185 niños menos en relación a los esperados y la muerte de 138.030 por encima de lo que era de prever, supuso un tremendo golpe cuyas repercusiones se sufren todavía. En nuestras pirámides de población, donde las muertes violentas no dejaron apenas huella perceptible, aún es profunda la muesca que denuncia la fuerte pérdida que sufrieron las generaciones nacidas entre 1934 y 1942.
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© Generalísimo Francisco Franco. Junio 2005