El mito del millón de muertos

Demografía contra leyenda


 

La enfermedad

 

 

Por Ramón Salas Larrazábal


 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Generalísimo visitando a los heridos

 

 

 

 

 

 

 

Está claro que cuantos han estudiado el problema, siquiera sea superficialmente, coinciden en que la sobremortalidad en el período 1936-1943, año en el que se restablece el número de defunciones normal, afectó a algo más del medio millón de personas, sin que pueda rebasarse el de las 600.000. Mis trabajos me han llevado a señalar como la más aceptable la cifra de 567.075 personas, que responde a un cálculo que se apoya en la diferencia entre las defunciones realmente observadas y aquellas que presumiblemente se hubieran producido de no haber estallado la guerra. Estas últimas son, consecuentemente, teóricas, y, por lo tanto, no podemos pretender que aquélla sea una cifra exacta, pero sí muy aproximada.

 

Del exceso de muertes sobrevenidas durante esos años, 346.899 se inscribieron en el Registro Civil durante los cuatro años de guerra, 220.176 en los inmediatamente posteriores, correspondiendo muy cerca de 100.000 de estas últimas a inscripciones demoradas de personas fallecidas en el período inmediatamente anterior, por lo que podemos afirmar que la sobremortalidad real afectó a unas 425.000 personas durante la guerra y a unas 150.000 en el período inmediatamente posterior, y que de este total de 575.000 personas fallecidas prematuramente, una parte importante se debió a la enfermedad, azote que siempre acompaña a las guerras.

 

Por el movimiento natural de población conocemos el número exacto de las defunciones que se registraron durante esos años, pero sólo por estimación podemos inducir las que se hubieran producido de no haber estallado la guerra. La probabilidad nos indica que debieron haber seguido la línea de tendencia de los años anteriores, y las inscripciones nos detallan el número de las que se observaron efectivamente. Pues bien, de haber seguido los óbitos el ritmo que llevaban en el primer quinquenio de los años treinta, esto es lo que hubiera pasado, pero nadie puede comprobar la exactitud de este dato, que se basa exclusivamente en lo que debió haber sucedido, pero no sucedió.

 

Con esta incertidumbre, y de la mano del cálculo, podemos establecer que las defunciones por causas naturales registradas entre los años 1936 a 1943 fueron 324,831 más de las previstas, y que el ritmo normal se recuperó plenamente en 1944. De esas 324.831 muertes, 165.612 corresponden al período propiamente bélico de 1936-1939, y 159.219 a los cuatro años de la inmediata posguerra. Sin embargo, resulta un tanto arriesgado cargar estas últimas, al menos en su totalidad, al haber de la contienda civil, pues aun de no haberse desencadenado, los años cuarenta hubieran sido difíciles para nosotros, como lo fueron para toda Europa. Incluso suponiendo, lo que es mucho suponer, que una España republicana con gobierno de frente popular hubiera sido capaz de mantenerse neutral en la segunda guerra mundial, lo que resulta casi inimaginable, es evidente que a partir de 1940 las dificultades para abastecer nuestro mercado interior hubieran sido prácticamente insalvables y que, como consecuencia de ellas, hubiera aparecido pronto el espectro de la penuria, con su acompañamiento de hambre, enfermedad y muerte. En Francia, donde lo débil de su resistencia hizo que la guerra se alejara muy pronto de su territorio, se alcanzó, a partir de 1942, la tasa más elevada de mortalidad del continente, muy por delante de la nuestra, que en aquel año ocupó un quinto lugar, a continuación de Francia, Portugal, Hungría y Bélgica, a pesar de que en todos estos países se excluía de las estadísticas a los muertos por heridas de guerra, que eran objeto de una clasificación especial, y de que ninguno de ellos participó directamente en la guerra durante aquel año. Portugal se mantenía al margen de ella, Hungría intervenía teóricamente, y Francia y Bélgica, ocupadas, gozaban de una paz octaviana, la dura paz impuesta por el conquistador. Todos los países europeos, incluso Suecia y Suiza, vieron cómo aumentaba su mortalidad en aquella época. La nuestra no es probable que hubiera sostenido su marcha descendente, ni tan siquiera que la hubiera conservado estática. Las cosas no hubieran sido mucho mejores para la España de los años cuarenta incluso de no haberse enzarzado antes los españoles en lucha fratricida. Durante ellos no hubiéramos disfrutado la engañosa prosperidad de que gozaron nuestros abuelos entre 1914 y 1918, aunque, por el contrario, es muy fácil que sí hubiéramos presenciado un nuevo 1918, tan funesto en consecuencias.

Pero dejemos el movedizo terreno de las presunciones y vayamos a lo que realmente sucedió.

Durante 1936, el número total de defunciones naturales fue bastante inferior (10.046) al registrado el año precedente, y  casi todas las provincias mejoraron sus índices de salubridad. La guerra apenas había tenido incidencia, todavía, en la población civil.

En los años siguientes, las cosas cambiarían; la mortalidad crecería progresivamente, hasta alcanzar un máximo en el año 1938, que fue francamente malo para los españoles. Luego, en 1939, con la finalización de la guerra, se produjo una apreciable mejoría, que sería transitoria. La repartición de la sobremortalidad no fue, en modo alguno, uniforme. Recayó casi íntegramente sobre territorio republicano, y dentro de él, con una acusada incidencia, en el sudeste de España y en las provincias costeras catalanas. Bueno es indicar que tanto unas como otras provincias recibieron una importante oleada de refugiados que, lógicamente, modificaron de manera considerable la composición de su población, pero, en cualquier caso, los índices de mortalidad en todas ellas superaron el promedio del 120 por 100 con relación a los de 1935, cuando, en buena lógica, hubieran debido descender hasta poco más del 90 por 100.

En el conjunto de España, y durante los cuatro años de guerra, el índice de mortalidad se situó en la cota 108 con respecto a 1935, y lo superaron 19 provincias, de las que 14 eran de la zona gubernamental y sólo cinco de la nacional, siendo de advertir la enorme mejoría que se produjo en aquellas provincias que cambiaron de bando. Dos provincias -Jaén y Almería- superaron el índice 130, cinco -Ciudad Real, Murcia, Valencia, Gerona y Barcelona- oscilaron entre el 120 y el 130, y seis -Alicante, Santander, Cuenca, Madrid, Tarragona y Santa Cruz de Tenerife- superaron el 110. Lograron situarse por debajo de la cota 100 de 1935: Navarra, Orense, León, Salamanca, Valladolid, Soria, Guipúzcoa, Logroño, Baleares, Burgos, Guadalajara, Segovia, Zamora, Ávila, Palencia, Toledo, Huesca y Teruel, por este orden decreciente. 

En definitiva, durante la guerra murieron por enfermedad 121.212 personas, más de las que fallecieron en 1935, y de acuerdo con nuestras previsiones, como las defunciones debieron disminuir durante el cuadrienio, la sobremortalidad real, de ser correcto nuestro cálculo, afectó a 165.612 personas. Según esta estimación, el índice ponderado para 1939 debió ser el de 95,28, aunque si en vez de fiarnos de nuestras apreciaciones lo hiciéramos de las del doctor Villar Salinas, la cifra se reduciría a 160.412 vidas, y si pusiéramos nuestra confianza en el INE, a 154.902. En cualquier caso, resulta evidente que durante nuestra guerra murieron de muerte natural unas 160.000 personas más de las que era razonable esperar, y de ellas, según mis cálculos, 80.809 eran niños menores de cinco años y 25.098 ancianos que murieron de senilidad, pero prematuramente. Las muertes se las reparten principalmente las enfermedades infecciosas (25.366), diarreas y enteritis (22.000) y enfermedades del corazón (37.783).

 

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© Generalísimo Francisco Franco. Junio 2005