Todo empezó en la mañana del 29 de Octubre de 1933, en el teatro
de la Comedia de la calle del Príncipe, de Madrid. Su
propietario lo había cedido gratuitamente para que en él se
celebrara un acto político de afirmación nacional, presidido
por Narciso Martínez Cabezas, en el que intervendrían por
este orden: Alfonso García Valdecasas, conocido por su
preparación jurídica y tendencias conservadoras, Julio Ruiz
de Alda -uno
de los compañeros de Ramón Franco en el vuelo transoceánico
del Plus Ultra-
y José Antonio Primo de Rivera, el mayor de los hijos del
General Don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja que, entre 1923
y 1930 presidió un Directorio, primero militar y luego civil,
conocido comúnmente como Dictadura.
El discurso de José Antonio fue una pieza oratoria magnífica, capaz de
despertar el entusiasmo de quienes estuviesen dispuestos a
captar la riqueza y densidad de su pensamiento. Dicho discurso
contenía un planteamiento sorprendente e inesperado para
muchas de las casi tres mil personas que llenaban por completo
el aforo del local, ya que en vísperas electorales, y
figurando Primo de Rivera como candidato independiente dentro
de listas del bloque de derechas para la circunscripción de Cádiz,
podía esperarse que el acto de afirmación nacional fuese
planteado por él dentro de la línea de propaganda de la
derecha conservadora. Pero el joven abogado, que acababa de
cumplir treinta años de edad, no hizo la menor concesión en
tal sentido: habló de la unidad de España, de la justicia
social, de la libertad profundad, tan distinta de la vana
palabrería liberal, rechazó abiertamente el sistema
capitalista tanto como el socialista.
Entre los asistentes figuraba el dirigente de las JONS (Juntas de Ofensiva
Nacional Sindicalista) Ramiro Ledesma Ramos, que
ocupaba un palco por expresa invitación de José Antonio, así
como Pilar y Carmen Primo de Rivera, hermanas del orador, sus
primas Inés y Dolores, y una amiga de ellas, Luisa María
Aramburu, las cuales se sintieron inmediatamente captadas por
aquel discurso: en medio de la gris opacidad que dominaba el
ambiente político, las palabras de José Antonio restallaban
luminosas y coloristas, llenas sobre todo de sentido poético.
Cuando el 2 de Noviembre, como consecuencia inmediata del discurso,
se fundó Falange Española, las cinco acudieron a
inscribirse, sin vacilar, pero se las rechazó: siendo
mujeres, y todavía muy jóvenes, no parecía que tuviesen
cabida en el Movimiento antipartido como José Antonio lo
concebía, grupo para una lucha tensa. Fueron informadas de
que podían afiliarse al SEU.
El 6 de noviembre de 1933, Manolo Valdés, estudiante de
arquitectura y campeón nacional de natación, presentaba ante
el Ministerio de Gobernación los estatutos del SEU (Sindicato
Español Universitario). Pilar, Inés y Dolores se
inscribieron, encontrándose con otras dos muchachas,
estudiantes universitarias, Justina Rodríguez de Viguri y
Mercedes Fórmica, que llegaría, años más tarde, a
convertirse en una importante escritora. De este modo tan
simple, nació la Sección Femenina. Pocas veces se ha
producido una identificación tan completa entre una persona y
su obra como en el caso de Pilar Primo de Rivera y la
organización de mujeres falangistas. Ella misma explicó cómo
en aquella mañana del 29 de Octubre de 1933, “tomé la
decisión de entregarme a Falange con todas mis
fuerzas”.
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José Antonio llegó a sentir, entre 1931 y 1936, una auténtica obsesión
reivindicatoria por la memoria de su padre, pero nunca
identificó esta memoria con el sistema político, sino con el
comportamiento humano.
Todos los hijos del General Miguel Primo de Rivera maduraron con la
conciencia de que su padre había sido objeto de profunda
ingratitud. En esto coincidía también el Generalísimo
Franco que, en unas notas manuscritas para su uso personal,
incluyó estas aceradas palabras: “Ingratitud de la Monarquía
con el general Primo de Rivera que con tanta eficacia la había
servido durante siete años”
De los hijos de don Miguel, sólo Fernando sintió la vocación militar.
Oficial del Arma de Caballería, aviador militar y licenciado
en Medicina, sirvió de enlace a su hermano José Antonio -cuando
éste se hallaba en la cárcel-
con los militares que preparaban el alzamiento militar.
Detenido en Madrid al comienzo de la guerra civil por orden de
las autoridades republicanas, fue asesinado, poco tiempo después,
en la cárcel Modelo de dicha ciudad.
José Antonio, la tuvo, muy fuerte, por la abogacía. Ejerció muy pronto
y montó un bufete, en la calle de Los Madrazo, en Madrid, que
contaba con cuatro pasantes: todos ellos serían detenidos
después por falangistas y dos de ellos murieron asesinados al
comienzo de la guerra. Después de las elecciones de noviembre
de 1933, José Antonio se convirtió en diputado a Cortes.
Gobernaban los radicales de Lerroux, una minoría dentro de la
Cámara, gracias al apoyo que les prestaba la CEDA.
El 6 de junio de 1934, Primo de Rivera tomó la palabra para
defender la memoria de su padre, que también las derechas
parecían interesadas en oscurecer.
En poco tiempo, “el chico de Primo de Rivera” -como
más o menos irónicamente se le llamaba en ciertos ambientes
sociales-
se convierte en José Antonio a secas, un político
dotado de gran personalidad con el que, a pesar de la escasa
importancia del movimiento que acaudilla, se hace preciso
contar en el futuro. Elegido en 1933 diputado a Cortes por Cádiz
(Falange Española), desarrolla una brillante labor
parlamentaria, interviniendo en todos los grandes debates y
pronunciando, entre otros, un documentadísimo discurso contra
la reforma agraria, que desde el poder pretenden llevar a cabo
las derechas.
En el año 1934, tras la fusión de Falange Española con las Juntas de
Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), que capitanean Ramiro
Ledesma y Onésimo Redondo, pasa a formar parte del
triunvirato que dirige la nueva organización -Falange
Española de las JONS-,
erigiéndose poco tiempo después en el jefe único e
indiscutible de la misma. |
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Discurso
de la Fundación de Falange Española. |
Discurso
pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid, el día 29
de octubre de1933
Nada de un párrafo de gracias.
Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo
militar de nuestro estilo.
Cuando, en marzo de 1762, un hombre
nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El
contrato social, dejó de ser la verdad política
una entidad permanente. Antes, en otras épocas más
profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones
históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun
sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo
Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no
eran categorías permanentes de razón, sino que eran,
en cada instante, decisiones de voluntad.
Juan Jacobo Rousseau suponía que el
conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma
superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras
almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad
infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo
injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa
voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio
–conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en
la adivinación de la voluntad superior–, venía a resultar
que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una
urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante
si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o
no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era
mejor que, en un momento, se suicidase.
Como el Estado liberal fue un servidor
de esa doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor
resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las
luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era lo
importante que en las mesas de votación hubiera sentado un
determinado número de señores; que las elecciones empezaran
a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las
urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas
las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las
urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir,
que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su
misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí
cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara
lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas
o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo
que los, guardianes del Estado mismo a defenderlo.
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De ahí vino el sistema democrático,
que es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche
de energías. Un hombre dotado para la altísima función de
gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones
humanas, tenía que dedicar el ochenta, el noventa o el
noventa y cinco por ciento de su energía a sustanciar
reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a
dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los
electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los
electores iba a recibir el Poder; a soportar humillaciones y
vejámenes de los que, precisamente por la función casi
divina de gobernar, estaban llamados a obedecerle; y si, después
de todo eso, le quedaba un sobrante de algunas horas en la
madrugada, o de algunos minutos robados a un descanso
intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre
dotado para gobernar podía pensar seriamente en las funciones
sustantivas de Gobierno.
Vino después la pérdida de la unidad espiritual de
los pueblos, porque como el sistema funcionaba sobre el logro de las mayorías,
todo aquel que aspiraba a ganar el sistema ,tenía que
procurarse la mayoría de los sufragios. Y tenía que procurárselos
robándolos, si era preciso, a los otros partidos, y para ello
no tenía que vacilar en calumniarlos, en verter sobre ellos
las peores injurias, en faltar deliberadamente a la verdad, en
no desperdiciar un solo resorte de mentira y de
envilecimiento. Y así, siendo la fraternidad uno de los
postulados que el Estado liberal nos mostraba en su
frontispicio, no hubo nunca situación de vida colectiva donde
los hombres injuriados, enemigos unos de otros, se sintieran
menos hermanos que en la vida turbulenta y desagradable del
Estado liberal.
Y, por último, el Estado liberal vino
a depararnos la esclavitud económica, porque a los obreros,
con trágico sarcasmo, se les decía: "Sois libres de
trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis
unas u otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los
ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; vosotros,
ciudadanos libres, si no queréis, no estáis obligados a
aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis
las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de
hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal". Y así
veríais cómo en los países donde se ha llegado a tener
Parlamentos más brillantes e instituciones democráticas más
finas, no teníais más que separamos unos cientos de metros
de los barrios lujosos para encontramos con tugurios infectos
donde vivían hacinados los obreros y sus familias, en un límite
de decoro casi infrahumano. Y os encontraríais trabajadores
de los campos que de sol a sol se doblaban sobre la tierra,
abrasadas las costillas, y que ganaban en todo el año,
gracias al libre juego de la economía liberal, setenta u
ochenta jornales de tres pesetas.
Por eso tuvo que nacer, y fue justo su
nacimiento (nosotros no recatamos ninguna verdad), el
socialismo. Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel
sistema, que sólo les daba promesas de derechos, pero no se
cuidaba de proporcionarles una vida justa.
Ahora, que el socialismo, que fue una
reacción legítima contra aquella esclavitud liberal, vino a
descarriarse, porque dio, primero, en la interpretación
materialista de la vida y de la Historia; segundo, en un
sentido de represalia; tercero, en una proclamación del dogma
de la lucha de clases.
El socialismo, sobre todo el socialismo
que construyeron, impasibles en la frialdad de sus gabinetes,
los apóstoles socialistas, en quienes creen los pobres
obreros, y que ya nos ha descubierto tal como eran Alfonso
García Valdecasas; el socialismo así entendido, no ve en la
Historia sino un juego de resortes económicos: lo espiritual
se suprime; la Religión es un opio del pueblo; la Patria es
un mito para explotar a los desgraciados. Todo eso dice el
socialismo. No hay más que producción, organización económica.
Así es que los obreros tienen que estrujar bien sus almas
para que no quede dentro de ellas la menor gota de
espiritualidad.
No aspira el socialismo a restablecer
una justicia social rota por el mal funcionamiento de los
Estados liberales, sino que aspira a la represalia; aspira a
llegar en la injusticia a tantos grados más allá cuantos más
acá llegaran en la injusticia los sistemas liberales.
Por último, el socialismo proclama el dogma
monstruoso de la lucha de clases; proclama el dogma de que las
luchas entre las clases son indispensables, y se producen
naturalmente en la vida, porque no puede haber nunca nada que
las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica
justa del liberalismo económico, nos trajo, por otro camino,
lo mismo que
el liberalismo económico: la
disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo
de hermandad y de solidaridad entre los hombres.
Así resulta que cuando nosotros, los
hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos
encontramos con un mundo en ruina moral, un mundo escindido en
toda suerte de diferencias; y por lo que nos toca de cerca,
nos encontramos en una España en ruina moral, una España
dividida por todos los odios y por todas las pugnas. Y así,
nosotros hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma
cuando recorríamos los pueblos de esa España maravillosa,
esos pueblos en donde todavía, bajo la capa más humilde, se
descubren gentes dotadas de una elegancia rústica que no
tienen un gesto excesivo ni una palabra ociosa, gentes que
viven sobre una tierra seca en apariencia, con sequedad
exterior, pero que nos asombra con la fecundidad que estalla
en el triunfo de los pámpanos y los trigos. Cuando recorríamos
esas tierras y veíamos esas gentes, y las sabíamos
torturadas por pequeños caciques, olvidadas por todos los
grupos, divididas, envenenadas por predicaciones tortuosas,
teníamos que pensar de todo ese pueblo lo que él mismo
cantaba del Cid al verle errar por campos de Castilla,
desterrado de Burgos:
¡Dios, qué buen vasallo si
oviera buen señor!
Eso vinimos a encontrar nosotros en el
movimiento que empieza en ese día: ese legítimo soñar de
España; pero un señor como el de San Francisco de Borja, un
señor que no se nos muera. Y para que no se nos muera, ha de
ser un señor que no sea, al propio tiempo, esclavo de un
interés de grupo ni de un interés de clase.
El movimiento de hoy, que no es de
partido, sino que es un movimiento, casi podríamos decir un
antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de
izquierdas. Porque en el fondo, la derecha es la aspiración a
mantener una organización económica, aunque sea injusta, y
la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una
organización económica, aunque al subvertiría se arrastren
muchas cosas buenas. Luego, esto se decora en unos y otros con
una serie de consideraciones espirituales. Sepan todos los que
nos escuchan de buena fe que estas consideraciones
espirituales caben todas en nuestro movimiento; pero que
nuestro movimiento por nada atará sus destinos al interés de
grupo o al interés de clase que anida bajo la división
superficial de derechas e izquierdas.
La Patria es una unidad total, en que
se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria
no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido
mejor organizado. La Patria es una síntesis trascendente, una
síntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y
nosotros lo que queremos es que el movimiento de este día, y
el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al
servicio de una unidad indiscutible, de esa unidad permanente,
de esa unidad irrevocable que se llama Patria.
Y con eso ya tenemos todo el motor de
nuestros actos futuros y de nuestra conducta presente, porque
nosotros seríamos un partido más si viniéramos a enunciar
un programa de soluciones concretas. Tales programas tienen la
ventaja de que nunca se cumplen. En cambio, cuando se tiene un
sentido permanente ante la Historia y ante la vida, ese propio
sentido nos da las soluciones ante lo concreto, como el amor
nos dice en qué caso debemos reñir y en qué caso nos
debemos abrazar, sin que un verdadero amor tenga hecho un mínimo
programa de abrazos y de riñas.
He aquí lo que exige nuestro sentido
total de la Patria y del Estado que ha de servirla.
Que todos los pueblos de España, por
diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable
unidad de destino.
Que desaparezcan los partidos políticos.
Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político; en
cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos todos
vecinos de un Municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de
un trabajo. Pues si ésas son nuestras unidades naturales, si
la familia y el Municipio y la corporación es en lo que de
veras vivimos, ¿para qué necesitamos el instrumento
intermediario y pernicioso de los partidos políticos, que,
para unimos en grupos artificiales, empiezan por desunimos en
nuestras realidades auténticas?
Queremos menos palabrería liberal y más
respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se
respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como
nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se
le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de
condenarse y de salvarse. Sólo cuando al hombre se le
considera así, se puede decir que se respeta de veras su
libertad, y más todavía si esa libertad se conjuga, como
nosotros pretendemos, en un sistema de autoridad, de jerarquía
y de orden.
Queremos que todos se sientan miembros
de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones
a realizar son muchas: unos, con el trabajo manual; otros, con
el trabajo del espíritu; algunos, con un magisterio de
costumbres y refinamientos. Pero que en una comunidad tal como
la que nosotros apetecernos, sépase desde ahora, no debe
haber convidados ni debe haber zánganos.
Queremos que no se canten derechos
individuales de los que no pueden cumplirse nunca en casa de
los famélicos, sino que se dé a todo hombre, a todo miembro
de la comunidad política, por el hecho de serio, la manera de
ganarse con su trabajo una vida humana, justa y digna.
Queremos que el espíritu religioso,
clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado
y amparado como merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya
en funciones que no le son propias ni comparta –como lo hacía,
tal vez por otros intereses que los de la verdadera Religión–
funciones que sí le corresponde realizar por sí mismo.
Queremos que España recobre
resueltamente el sentido universal de su cultura y de su
Historia.
Y queremos, por último, que si esto ha
de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos
ante la violencia. Porque, ¿quién ha dicho –al hablar de
"todo menos la violencia"– que la suprema jerarquía
de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha
dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que
reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien
está, sí, la dialéctica como primer instrumento de
comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la
dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a
la justicia o a la Patria.
Esto es lo que pensamos nosotros del
Estado futuro que hemos de afanamos en edificar.
Pero nuestro movimiento no estaría del
todo entendido si se creyera que es una manera de pensar tan sólo;
no es una manera de pensar: es una manera de ser. No debemos
proponemos sólo la construcción, la arquitectura política.
Tenemos que adoptar, ante la vida entera, en cada uno de
nuestros actos, una actitud humana, profunda y completa. Esta
actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio, el
sentido ascético y militar de la vida. Así, pues, no imagine
nadie que aquí se recluta para ofrecer prebendas; no imagine
nadie que aquí nos reunimos para defender privilegios. Yo
quisiera que este micrófono que tengo delante llevara mi voz
hasta los últimos rincones de los hogares obreros, para
decirles: sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis
decir que somos señoritos. Pero traemos el espíritu de lucha
precisamente por aquello que no nos interesa como señoritos;
venimos a luchar porque a muchos de nuestras clases se les
impongan sacrificios duros y justos, y venimos a luchar por
que un Estado totalitario alcance con sus bienes lo mismo a
los poderosos que a los humildes. Y así somos, porque así lo
fueron siempre en la Historia los señoritos de España. Así
lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores, porque
en tierras lejanas, y en nuestra Patria misma, supieron
arrostrar la muerte y cargar con las misiones más duras, por
aquello que precisamente, como a tales señoritos, no les
importaba nada.
Yo creo que está alzada la bandera.
Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque
hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que
para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más
tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que
pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica
y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han
movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa
levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que
promete!
En un movimiento poético, nosotros levantaremos
este fervoroso afán de España; nosotros nos sacrificaremos;
nosotros renunciaremos, y de nosotros será el triunfo,
triunfo que –¿para qué os lo voy a decir?– no vamos a
lograr en las elecciones próximas. En estas elecciones votad
lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí vuestra
España, ni está ahí nuestro marco. Esa es una atmósfera
turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche
crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy
candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo
ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los
votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a
los habituales los restos desabridos de un banquete sucio.
Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de
paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la
noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas, Que
sigan los demás con sus festines. Nosotros fuera, en
vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el
amanecer en la alegría de nuestras entrañas.
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