INICIO

LIBRO FIRMAS

SUGERENCIAS

 

 Memoria Histórica.


 

 José Antonio Primo de Rivera (1903 - 1936).

Por Eduardo Palomar Baró.
Tercer marqués de Estella, Grande de España y primer duque de Primo de Rivera, hijo de don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja y de doña Casilda Sáenz de Heredia, nació en Madrid el 24 de abril de 1903, en la calle Génova 22. El mayor de seis hermanos (Miguel, Carmen, Angelita, Pilar y Fernando), estudió Derecho en la Universidad de Madrid y se licenció en 1922. Ejerció la abogacía desde 1925 a 1930 sin manifestar la menor intención política, quizá debido al puesto que su padre ocupaba.

En 1930, a la caída de la Dictadura presidida por el general don Miguel Primo de Rivera, ingresó en la Unión Monárquica Nacional con el propósito de reivindicar la memoria de su padre, y que poco tiempo después protagonizó un incidente con el general Gonzalo Queipo de Llano, al cual abofeteó públicamente en un café de Madrid por haberse permitido juzgar desdeñosamente a su progenitor, lo que, dada su condición de oficial de complemento del ejército, le obligó a comparecer ante un consejo de guerra que le condenó a la pérdida de tal condición y a su expulsión de la milicia. Tras la proclamación de la II República se presentó a diputado, pero no obtuvo los votos suficientes. Se manifestó a sus electores de esa forma:

“No me presento a la elección ni por vanidad ni por gusto a la política, que cada instante me atrae menos... ¡Quiero un puesto en las Cortes para defender la memoria de mi padre!”. 

Tras los sucesos del 10 de agosto de 1932, fue detenido por orden de Ángel Galarza, a la sazón director general de Seguridad, por suponérsele implicado en la sublevación encabezada por el general Sanjurjo. A uno de los agentes que le practicaron la detención, le dijo: “Llevar el nombre de un padre honrado y conocido resulta un pretexto suficiente para configurar un delito político. Dígale a quien le ha mandado, a Angelito Galarza, que a él no le podrán detener por igual causa.” Puesto en libertad, proyectó con el diario “La Nación” crear una revista que nunca salió a la luz al ser secuestrada por el Gobierno de Azaña. Colabora en “El Fascio”, que dirige Manuel Delgado Barreto y en el que escriben Rafael Sánchez Mazas, Ramiro Ledesma Ramos y Ernesto Giménez Caballero. Por orden gubernativa, suspenden la publicación. Con el aviador y héroe del Plus Ultra, Julio Ruiz de Alda y Migueleiz, funda el Movimiento Sindicalista Español, embrión de lo que poco tiempo después sería Falange Española.

El 29 de octubre de 1933, acompañado por Alfonso García-Valdecasas y Ruiz de Alda, interviene en un acto de “afirmación nacional”, celebrado en el teatro de la Comedia de Madrid. En este mitin se concretó la fundación de un nuevo movimiento político: Falange Española (FE).

En 1933 fue elegido diputado a Cortes por Cádiz, desarrollando una brillante labor parlamentaria, interviniendo en todos los grandes debates, teniendo sus discursos  una gran resonancia nacional, manifestando la doctrina de la Falange. En febrero de 1934 se produce un primer acercamiento y posterior fusión con las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) de Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo, que se hace real el 4 de marzo de 1934, en el teatro Calderón de Valladolid, bajo el triunvirato formado por José Antonio, Ramiro Ledesma y Ruiz de Alda. Pronto queda como jefe único José Antonio. Con la revolución de Asturias y Cataluña del 6 de octubre de 1934, Falange Española estuvo presente en la manifestación contrarrevolucionaria, celebrada  en la Puerta del Sol de Madrid. Sus discrepancias con Ledesma Ramos le llevaron a la ruptura con un sector de las JONS. En las elecciones de febrero de 1936, José Antonio, candidato por Cuenca, fue desposeído de su triunfo mediante diversos artilugios del Frente Popular. Sin su inmunidad parlamentaria fue detenido junto a otros dirigentes falangistas de Madrid en marzo de 1936 y en el mes de junio fue trasladado a la prisión provincial de Alicante. En el mes de noviembre de 1936, el embajador soviético, el judío Marcel Rosenberg, da la orden de matar a José Antonio, para lo que se monta rápidamente un procedimiento “legal” a base de un Tribunal Popular compuesto por destacados enemigos del acusado: socialistas, comunistas y anarquistas. Los procesados son José Antonio, su hermano Miguel y la esposa de éste, Margarita Larios. El sumario tenía treinta y ocho folios. El juicio oral se señaló para el día 16. José Antonio se encargó de la defensa de sus hermanos y de la suya propia. El fiscal pide la pena de muerte para el fundador de la Falange, como autor, por inducción, de un delito de rebelión militar. A Miguel, treinta años de reclusión y a su esposa, seis años y un día. El mismo día 17 de noviembre, José Antonio otorga testamento ológrafo. Es separado de su hermano Miguel y conducido a la celda número 1: la de los condenados a muerte. Pidió, y obtuvo del Director de la prisión, un confesor. Fue mosén Planellas, que se encontraba preso y que fue fusilado pocos días después, el que confesó a José Antonio. Al regresar a su celda, el sacerdote dijo a sus compañeros: “Hoy he confesado a un hombre que va a morir por todos”.

José Antonio en su celda, sentado en una banqueta y sobre una mesa de pino, escribió su maravilloso testamento: 

“Condenado ayer a muerte, pido a Dios que si todavía no me exime de llegar a este trance, me conserve hasta el fin la decorosa conformidad con que lo preveo y, al juzgar mi alma, no me aplique la medida de mis merecimientos sino la de su infinita misericordia. Me acomete el escrúpulo de si será vanidad y exceso de apego a las cosas de la tierra el querer dejar en esta coyuntura cuentas sobre algunos de mis actos; pero como, por otra parte, he arrastrado la fe de muchos camaradas míos en medida muy superior a mi propio valer (demasiado bien conocido de mí, hasta el punto de dictarme esta frase con la más sencilla y contrita sinceridad), y como incluso he movido a innumerables de ellos a arrostrar riesgos y responsabilidades enormes, me parecería desconsiderada ingratitud alejarme de todos sin ningún género de explicaciones.

No es menester que repita ahora lo que tantas veces he dicho y escrito acerca de lo que los fundadores de Falange Española intentábamos que fuese. Me asombra que aún, después de tres años, la inmensa mayoría de nuestros compatriotas persista en juzgarnos sin haber empezado ni por asombro a entendernos, y hasta sin haber procurado y aceptado la más mínima información. Si la Falange se consolida en cosa duradera, espero que todos perciban el dolor de que se haya vertido tanta sangre por no habérsenos abierto una brecha de serena atención entre la saña de un lado y la antipatía de otro. Que esa sangre vertida me perdone la parte que he tenido en provocarla, y que los camaradas que me precedieron en el sacrificio me acojan como el último de ellos.

Ayer, por última vez, expliqué ante el Tribunal que me juzgaba lo que es la Falange. Como en tantas ocasiones, repasé y aduje los viejos textos de nuestra doctrina familiar. Una vez más observé que muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban primero con el asombro y luego con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: «¡Si hubiéramos sabido que era esto, no estaríamos aquí!» Y ciertamente no hubiéramos estado allí: ni yo ante un Tribunal Popular, ni otros matándose por los campos de España. No era ya, sin embargo, la hora de evitar esto, y yo me limité a retribuir la lealtad y la valentía de mis entrañables camaradas ganando para ellos la atención respetuosa de sus enemigos.

A esto atendí y no a granjearme con gallardías de oropel la póstuma reputación de héroe. No me hice “responsable de todo” ni me ajusté a ninguna otra variante del patrón romántico. Me defendí con los mejores recursos de mi oficio de abogado, tan profundamente querido y cultivado con tanta asiduidad. Quizá no falten comentadores póstumos que me afeen no haber preferido la fanfarronada. Allá cada cual. Para mí, aparte de no ser primer actor en cuanto ocurre, hubiera sido monstruoso y falso entregar sin defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos artificiales. Además, que ni hubiera descendido a ningún ardid reprochable ni a nadie comprometía en mi defensa, y sí, en cambio, cooperaba a la de mis hermanos Margot y Miguel, procesados conmigo y amenazados de penas gravísimas. Pero como el deber de defensa me aconsejó no sólo ciertos silencios, sino ciertas acusaciones fundadas en sospechas de habérseme aislado adrede en medio de una región que a tal fin se mantuvo sumisa, declaro que esta sospecha no está, ni mucho menos, comprobada por mí, y que si pudo sinceramente alimentarla en mi espíritu la avidez de explicaciones exasperada por la soledad, ahora, ante la muerte, no puede ni debe ser mantenida.

Otro extremo me queda por rectificar: El aislamiento absoluto de toda comunicación en que vivo desde poco después de iniciarse los sucesos, sólo fue roto por un periodista norteamericano que, con permiso de las autoridades de aquí, me pidió unas declaraciones a primeros de octubre. Hasta que hace cinco o seis días conocí el sumario instruido contra mí no he tenido noticia de las declaraciones que se me achacaban, porque ni los periódicos que las trajeron ni ningún otro me eran asequibles. Al leerlas ahora declaro que entre los distintos párrafos que se dan como míos, desigualmente fieles en la interpretación de mi pensamiento, hay uno que rechazo  del todo: el que afea a mis camaradas de la Falange el cooperar en el movimiento insurreccional con «mercenarios traídos de fuera». Jamás he dicho nada semejante, y ayer lo declaré rotundamente ante el Tribunal aunque el declararlo no me favoreciese. Yo no puedo injuriar a unas fuerzas militares que han prestado a España en África heroicos servicios. No puedo desde aquí lanzar reproches a unos camaradas que ignoro si están ahora sabia o erróneamente dirigidos, pero que a buen seguro tratan de interpretar de la mejor fe, pese a la incomunicación que nos separa, mis consignas y doctrina de siempre. Dios haga que su ardorosa ingenuidad no sea nunca aprovechada en otro servicio que el de la gran España que sueña la Falange.

Ojalá fuese la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia.

Creo que nada más me importa decir respecto a mi vida pública. En cuanto a mi próxima muerte la espero sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad, pero sin protesta. Acéptela Dios nuestro Señor en lo que tenga de sacrificio para compensar en parte lo que ha habido de egoísta y vano en mucho de mi vida. Perdono con toda el alma a cuantos me hayan podido dañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego que me perdonan todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio grande o chico”.

En la madrugada del 20 de noviembre de 1936, tras despedirse de su hermano Miguel, es conducido al patio de la prisión y minutos después, junto con dos requetés y dos falangistas, cayó abatido por las balas. “Apuntaron los fusileros y se confundieron los ecos de los disparos y la voz recia del Jefe de la Falange que lanzaba su último ¡Arriba...!”

Una vez finalizada la guerra civil, los restos de José Antonio fueron trasladados desde Alicante hasta El Escorial, por las tierras de España, a hombros de sus camaradas durante diez días, haciendo su entrada en el patio de los Reyes del monasterio de El Escorial, a las cinco de la tarde del jueves 30 de noviembre de 1939, donde recibió cristiana sepultura, al pie del altar mayor.

Francisco Franco le dedicó estas palabras: 

“José Antonio, símbolo y ejemplo de nuestra juventud: en los momentos en que te unes a la tierra que tanto amaste, cuando en el horizonte de España alborea el bello resurgir que tú soñabas, repetiré tus palabras ante el primer caído: Que Dios te dé el eterno descanso y a nosotros nos lo niegue hasta que hayamos sabido ganar para España la cosecha que siembre tu muerte”.

Pasados unos años, los restos mortales de José Antonio fueron trasladados, previa autorización de sus familiares, al Valle de los Caídos, donde reposan en la actualidad. El 18 de julio de 1948, el jefe del Estado Generalísimo Franco le hizo merced del título de duque de Primo de Rivera.

ATRÁS


 Más información:

© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.008. - España -

E-mail: generalisimoffranco@hotmail.com