El 31 de
agosto de 1811, las Cortes de Cádiz instituyeron la orden
militar llamada Orden Nacional de San Fernando, y el decreto
que la creó señalaba una modalidad excelente en el sentido
de las recompensas. “Establecer
en los premios un orden regular con el que consigan dos
saludables fines, a saber: que sólo el distinguido mérito
sea convenientemente premiado, y que nunca pueda el favor
ocupar el lugar de la justicia”. En estas sobrias
palabras, descargadas de toda retórica, se encuentra el
sentido íntimo de esta distinción eminente, que en el
curso de siglo y medio no ha tenido una sola claudicación.
En realidad,
la institución de la Laureada equivale a una nueva orden de
Caballería, con una particularidad, que en las órdenes
caballerescas, el caballero juraba por lo que tenía que
hacer y no había hecho todavía, y en esta nueva orden, que
implica el timbre más relevante de aristocracia moderna, el
caballero ingresa en la orden no por lo que se dispone a
hacer, sino por lo que ya ha realizado.
ARRIBA
Es la más
preciada condecoración militar española al valor heroico.
Se otorga como recompensa a acciones, hechos o servicios
militares, bien individuales o colectivos, con inminente
riesgo de la propia vida y siempre en servicio y beneficio
de la Patria o de la paz y seguridad de la Comunidad
Internacional. Pueden recibirla los miembros de las Fuerzas
Armadas, la Guardia Civil (cuando realicen actividades de
carácter militar) y aquellos civiles que presten servicio
en las anteriores.
Su prestigio
y categoría vienen avalados por las rigurosas exigencias
necesarias para iniciar el expediente de concesión y el trámite
estricto que conlleva.
La Real y
Militar Orden de San Fernando, en su reglamento, hace clara
referencia a los méritos necesarios y a los requisitos
indispensables para la concesión de ésta condecoración.
Son los siguientes:
• Que el
hecho realizado no esté originado como único impulso por
el propósito de salvar la vida, o por ambición impropia y
desmesurada que pueda conducir al interesado o a las fuerzas
de su mando a un riesgo inútil o excesivo.
• Que se
hayan tomado las medidas necesarias para obtener el mayor
rendimiento de la acción con el mínimo número de bajas,
incluso en el caso de que cumpliendo órdenes o por
circunstancias tácticas se llegue deliberadamente al
sacrificio propio o al de sus fuerzas, si se tuviera mando,
y con los menores daños materiales.
• Que el
hecho tenga lugar en momentos críticos o difíciles,
circunstancias que vendrán determinadas por las incidencias
de la batalla o combate, o por que la acción se lleve a
efecto encontrándose el interesado y sus tropas o efectivos
en manifiesta inferioridad frente a los del enemigo. Esta
inferioridad se debe valorar en función de las fuerzas o
armamento, posición en el terreno y defensas,
abastecimientos, estado físico, heridas sufridas, moral
relajada en las tropas propias o recientes reveses que
ocasionaron cuantiosas pérdidas.
• Que el
acto heroico produzca extraordinarios cambios favorables y
señaladas ventajas tácticas para las fuerzas
propias.
• En la
estimación que se haga del hecho será mérito destacable
del autor del mismo que se haya prestado voluntariamente o
ejecutarlo, previstas las extraordinarias dificultades y
grandes riesgos que supongan su realización.
• También
será acreedor a esta recompensa sin reunir las condiciones
anteriores, quien haya realizado un hecho heroico tan
destacado que su ejemplaridad constituya incentivo y
repercuta en elevar y afianzar la moral en los Ejércitos.
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ARRIBA
José Pemartín
Sanjuán, hijo de una familia de bodegueros terratenientes
jerezanos, recibió su formación en Francia, viajando por
diversos lugares de Europa. Se comprometió desde un principio
con la Dictadura de Primo de Rivera, ocupando puestos de
responsabilidad, llegando a ser designado como miembro de la
Asamblea Consultiva en 1927. Dio a conocer su pensamiento a
través de artículos en diarios, conferencias, y sobre todo,
en su obra Los valores históricos en la Dictadura española (1928). Durante
la II República fue uno de los fundadores de Unión Monárquica
Nacional, pasando después a militar en Renovación Española.
Fue uno de los mentores más destacados de José Antonio Primo
de Rivera. Se adhirió al alzamiento de julio de 1936, siendo
nombrado Jefe del Servicio Nacional de Enseñanza Superior y
Media del Ministerio de Educación Nacional (1938).
Tuvo el alto
honor de encargarse, en el colectivo Laureados
de España, editado en Madrid en el Año de la Victoria,
del capítulo dedicado a «La
Cruz Laureada del Generalísimo Franco»
ARRIBA
Para alcanzar
el honor –fácil y difícil– de escribir leal, sincera y
cumplidamente sobre la Cruz Laureada del Generalísimo Franco,
basta dejar latir al corazón con sencillo y cálido
patriotismo y guiar la pluma por la inspiración augusta e
imperiosa de tres soberanas Musas, bellas y solemnes Diosas de
los grandes destinos humanos: la Historia, la Valentía y la
Justicia.
En la
desgraciada y majestuosa derivación de España hacia un fin
de románticas y cortesanas ruinas, de señoriles oquedades y
paralíticos oropeles, que van marcando con sello refinado la
decadencia Isabelina –hoy artísticamente añorada tras el
miraje opalescente del tiempo– el cúmulo de vacíos
espirituales y sociales va abriendo abismos bajo todas las
nobles mansiones y todos los poderes políticos, en los
primeros lustros del siglo XX.
El brutal
estremecimiento de una guerra universal que acaba de desatar
los nervios tensos, y de poner a flor de carne todos los
apetitos, ha liberado los efluvios eléctricos de la anarquía
intelectual. En lo que queda de Europa, desmoronados tres
antiguos Imperios, detentado el poder por las grandes fuerzas
inferiores que se yerguen en los derrumbamientos cual reptiles
entre ruinas –los juristas ideólogos, los demagogos
arribistas y los financieros judíos– la post-guerra produce
la inflación crematística, la hipocresía jurídica y la
hipertrofia de masas; propicio ambiente para una segunda catástrofe.
En España, más decadente en todo menos en fiereza de raza,
se había de llegar con el tiempo “al servicio de la República”
y a través de caricaturas de democracia, a la más sangrienta
guerra civil conocida.
Aquella locura
de Europa –de la que Erasmo escéptico, y Saavedra Fajardo
sentencioso, habían de comentar ya en la brillante rasgadura
inicial del Renacimiento– ha culminado, en efecto, en el
siglo XX, en la monstruosa cópula de la perfección
cartesiana del comunismo utópico con el cuerpo inmenso, místico
y bestial de la masa rusa. Y esta gigantesca experiencia de
criminal utopismo había de contagiar a todas las mesocracias
europeas, impregnadas con el jugo agrio y corrosivo de
extensos y vengativos resentimientos. El racionalismo se
vengaba sobre sus propios adeptos; y todas las burguesías
incrédulas y egoístas de Europa, cultivadoras de la herejía
cartesiana y liberal, iban a ver con miserable miedo creciente
a su creación propia, al comunismo, hijo natural de la
democracia, socavar y disolver con su acidez lógica,
inexorable y fina como filo de acero, todos los falsos
cimientos de una civilización materialista, sin caridad, sin
creencias, sin honor y sin fe.
El bolchevismo
amenazaba a Europa con su masa por el Oriente; pero además la
quemaba en sus propias entrañas por todas partes. Y su
rescoldo, atizado por la orgía de los Frentes Populares, la
invadía ya, hasta los mismos bordes de la civilización básica
humana, del clasicismo y del Cristianismo; hasta la azul pila
bautismal del Mundo, el Mediterráneo, el de los blancos
templos peristílicos, de los olivos y de la vid…
En vano
grandes figuras gigantescas hipnotizan a las masas en regímenes
de disciplina y de totalidad. El incendio se propaga insidioso
hacia Occidente. Y en aquella Nación Terminal de Europa que
asoma su faz hacia América, un día Cabeza del Imperio
Cristiano de la Hispanidad, la llamarada roja ha brotado con
todo su horror destructivo en aquel trágico verano de 1936…
Y en este
momento crucial del destino, he aquí que –llamado por la
Providencia de Dios– en la planicie del Llano Amarillo
–allí en aquella África Hispana, clave del Mundo, paso de
invasiones, puerta de Océanos, donde el viejo Atlas,
encorvado y rugoso, sostiene incansable el Firmamento– baja
de una aeronave, sobrio y breve, un hombre, un español, un
militar. Saludos, entusiasmo contenido, gravedad, tensión
alegre y resuelta, gestos rápidos, resonar de tacones y de
espuelas… Y la Historia del Mundo cambia súbita de rumbo; y
España se salva del abismo.
Por eso, en
aquel Desfile de la Victoria de Madrid en el cual se iba a
clavar en el pecho del Caudillo la más alta y honrosa
distinción militar española, flameaban al pie de su Tribuna
el Guión de las Navas y la Senyera Valenciana, y el Pendón
de Sevilla, y el Estandarte de Lepanto. Porque todos aquellos
grandes Caudillos de España, Jaime I, el Conquistador;
Alfonso VIII, el de las Navas; Juan de Austria, el de Lepanto;
Fernando el Santo, el de Sevilla, todas las grandes figuras
históricas españolas –de esas que surgen en nuestra
Universal y Cristiana Historia, para salvar al Mundo, en
momentos decisivos,
de la barbarie, de la irreligión y de la maldad– estaban
allí espiritualmente, para consagrar en nombre de esa
Historia el honor del Caudillo, salvador de la Patria Española,
y, con ella, de la verdadera Civilización.
*
* *
La Historia ha
de dar paso ahora a la Valentía. Porque para bien del Mundo
aun existe una España carlyniana, que no hace nada, como no
sea a golpes de heroísmo, en la que todavía el valer se mide
por el valor. En la que para ganar la Cruz Laureada de San
Fernando hace falta no sólo tener un valor indomable, una
insuperable gallardía, un desprecio total a la muerte, sino
que, además, se exigen tales circunstancias de dificultad y
de heroísmo, que sólo consiguen aquella preciadísima
insignia los que tienen la buena suerte de tener una muy mala
suerte: por ejemplo, de verse copados, de perder la mayoría
de los efectivos, de ser mal heridos y sin evacuar, de
intentar lo insensato, de realizar lo imposible…
Y lo
insensato, lo inverosímil, lo imposible, lo intentó Franco,
resuelto, tenaz, heroico, con la buena suerte de la más mala
suerte que jamás tuvo General alguno. Porque Hernán Cortés
quemó sus naves; pero tenía naves… Y sin naves tuvo Franco
que hacer pasar el Estrecho al Ejército de África. Y el
encontrarse dividido en tres o cuatro partes por el enemigo,
es la peor posición para un Ejército, la clásica del final
de la derrota; y Franco tuvo que enfrentarse con esta posición
–dividido y aislado entre África, Sevilla, Granada, y el
Norte– desde el principio. Y la peor pérdida militar es la
del mando, la de la oficialidad… y la mayor parte de la magnífica
oficialidad de África la perdió gloriosamente el Ejército,
sembrando un inmortal reguero de muertos heroicos en la ruta
de Badajoz a la Ciudad Universitaria. Y el oro –dijo Napoleón,
que sabía de guerras– es el nervio de la guerra. Y Franco
no tenía oro. Y la aviación es el arma moderna
indispensable. Y en aquel comienzo fabuloso y legendario todos
los aviones españoles estaban en manos del enemigo.
Un matemático
probabilista hubiera apostado uno a veinte en contra de la
empresa del General Franco. Y éste la intentó, la realizó,
tenaz, sereno, sonriente. Y era que salía de esa magnífica
escuela de militares de temple de acero y de valor
sobrehumano, de esa almáciga de héroes incomparables que es
el Tercio español.
Pero este
valor físico, este valor concreto y de acción, que le hizo
ser bordeado por las balas en tantas ocasiones sin perder jamás
su serenidad ni su sonrisa, ser atravesado por ellas, regando
con su sangre el suelo español de África, ha sido sublimado
por Franco hasta la calidad más superior y decisiva del valor
moral.
Nobilísimo es
el asalto al enemigo, fusta y pistola en mano, al grito de ¡viva
la muerte!; pero también lo es el saber tomar la tremenda
responsabilidad de ordenar aquel asalto en una coyuntura difícil
y definitiva. Heroico el resistir días y días en una posición
cercada y batida; pero también la angustia infinita de
mantener firme la voluntad, y mandar resistir, y ordenar el
sacrificio a los hermanos de armas, porque lo exige así la
dura finalidad estratégica que lleva a la victoria.
De valioso mérito
y sin par heroísmo es pasar largas noches vigilante en la
cruda intemperie de la posición o de la trinchera; pero hay
también otro preciso y duro heroísmo nocturno: el de una
cabeza –que los cuidados van encaneciendo de noche en
noche– inclinada bajo la lámpara sobre una mesa cubierta de
mapas hasta la alta madrugada o el amanecer; y que recibe por
el teléfono, devorando tribulaciones y angustias, los partes
del ataque brutal de Brunete, o del sublime aniquilamiento de
Belchite, o de la dolorosa herida de Teruel, o del súbito
paso del Ebro… Y que sabe con firmeza impertérrita seguir
sus planes inconmovibles y mandar resistir, el corazón
sangrante, hasta el límite matemático posible de las fuerzas
humanas; y hacer reaccionar maravillosamente el tablero escasísimo
de elementos, y producir como resultado de aquellas
dificultades supremas, la toma de Santander, la ofensiva de
Aragón, la victoria del Alfambra, el aplastamiento del Ejército
enemigo en la bolsa del Ebro. Y aquella irresistible oleada
que inundó a Cataluña y colocó victoriosa la bandera sangre
y oro en la linde fronteriza de Port-Bou.
Y ¡qué lección
para todos nosotros, para este magnífico y desordenado pueblo
español que alguien definió: “sublime tropel de vagos
heroicos”! Y que han visto en el ejemplo de Franco que aun más
nos valdría el saber acoplar el valor heroico con el
incansable trabajo. Porque dióse en el General Franco –sin
duda porque Dios prepara en su alquimia excelsa los elementos
espirituales del destino histórico– el caso paradójico del
Legionario español –todo gallardía y bravura–, doblado
por un Oficial estudioso –todo trabajo y constancia–. Y
largos años de preparación científica completaron al hombre
providencial preciso para la hora difícil. Al que supo
organizar un Ejército casi inexistente, formar una
oficialidad nueva, dosificar con sabia prudencia las
movilizaciones sucesivas, presentar, en fin, al finalizar la
guerra, ese magnífico y eficacísimo Ejército de la
Victoria, asombro de Europa, que después de rendir
irresistible a Cataluña, sólo con su potencialidad
amenazadora hizo caer de un solo golpe las nueve últimas
provincias rebeldes y la suprema conquista final: Madrid.
El Reglamento
de la Excelentísima Orden de Caballeros de San Fernando,
distingue claramente al General en Jefe, al que se exige para
su concesión principalmente el llevar al Ejército a una
decisiva victoria; y a los militares de otro grado y mando, a
los que ya se pide no la victoria, sino el heroísmo
extraordinario, las dificultades excepcionales que sobreponer.
En el caso del General Franco se dan convergentes estos dos
grandes criterios de valoración. Porque llevó a su Ejército
a la victoria más definitiva e importante para la Patria;
pero además en las circunstancias militares más difíciles
que jamás se vieron. Y por eso nunca fue concedida con
mayores títulos la gloriosa insignia colocada en el pecho del
Generalísimo, en Madrid, en el Día de la Victoria.
Ni con mayores
títulos no con mayor gloria. Los que presenciaron aquel
desfile no lo olvidarán jamás. En conjunción precisa se
dieron allí los elementos que concurren a la perfecta obra de
arte. La forma espléndida, el vestuario impecable, la
organización exactísima, el material sobreabundante y modernísimo…
Y toda esta gala exterior, animada, vivificada, por el alma de
un Ejército victorioso que acaba de vencer al enemigo y
salvar a la Patria, que pasó arrebatándonos de emoción y de
entusiasmo con la simpática presencia de los contingentes de
las grandes naciones amigas, las brillantes monturas y los
jaiques blancos de la legendaria caballería mora, los brazos
desnudos y tostados de la marcial Falange, los Marinos de
bizarría y formación impecable, las grandes masas de
aguerridos infantes, y el Tercio con su garbo inimitable de
gallardía española, y la Caballería de lanzas flamígeras,
y la poderosa y moderna artillería motorizada, y los
servicios auxiliares los más perfectos de nuestros tiempos. Y
los Tercios de Requetés, con los Crucifijos de las picas,
como en los tiempos de antaño…
Y por encima
el potente ronroneo de una aviación mil veces heroica, que ha
incorporado a la técnica guerrera ese ejercicio de acrobacia
temeraria –menosprecio de las leyes de la gravedad y desafío
a las garras de la muerte– y que se nombra, en Europa, en
español, “la Cadena”.
Desfile
glorioso ante el Caudillo, el Gobierno, las Jerarquías del
Movimiento. Y ante el Cuerpo Diplomático de esa Europa ya
preocupada por nuestra victoria; ante los Embajadores de
Portugal, Italia, Alemania, el Japón, nuestras grandes
amigas, y también ante la cortés presencia de los
Embajadores de las otras grandes Naciones, tal vez ya
pesarosas de sus grandes errores; de aquel venerable Mariscal
encanecido, prestigiosa gloria militar del Mando, que debía oír
resonar en sus oídos aquellas magníficas palabras del gran
Orador sagrado de su Patria en la oración fúnebre de otros
ilustrísimo guerrero, del Príncipe de Condé:
“Quedaba
todavía aquella temible Infantería española…”
Y también
ante los Embajadores Hispanoamericanos, los de nuestras
Naciones hermanas, de aquellos pequeños países de Centro-América
que tuvieron la gallardía de ser los primeros en reconocer al
Gobierno del Generalísimo Franco y que ahora, en primera
final, podía contemplar su triunfo y recordar que las razones
del corazón que a ellos les movieron son a veces más
certeras que las razones de la razón que retrasaron a otros.
Y, entre todos, el Embajador de la pequeña y heroica
Nicaragua –de las primeras en reconocer a Franco– que oía
sin duda en su espíritu aquellos versos sonoros, claros y
estridentes de su gran poeta; aquella marcha triunfal de Rubén
Darío, iluminado vaticinador de glorias futuras:
“¡Ya
viene el cortejo!
¡Ya
viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines.
La
espada se anuncia con vivo reflejo;
ya
viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.”
O aquellas
otras proféticas líneas de la Salutación del Optimista:
“Ínclitas
razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,
espíritus
fraternos, luminosas almas, ¡salve!
Porque
llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos
lenguas de glorias…”
“¿Quién
será el pusilánime que al vigor español niegue músculos
y
que el alma española juzgase áptera y ciega y tullida?”
“La
alta virtud resucita
que
a la hispana progenie hizo dueña de siglos.”
Nunca cortejo guerrero más
pujante, más exacto, brillante y glorioso desfiló a paso de
victoria por las calles madrileñas, aun blancas y
convalecientes de hambre y de terror, pero trémulas y
sobrecogidas ya por aquel inolvidable despertar de resurrección,
de esperanza y de gloria.
*
* *
La Historia,
el Valor Militar, la Gloria inmarcesible de la Victoria,
acuden, Musas augustas, a la consagración histórica del
Caudillo. Pero hay otra, de antiquísima raíz hispánica, que
está presente también en toda su majestad: y es ésta la
Justicia. Aquel viejo senequismo que arde en las entrañas de
todo lo genuinamente hispánico y que brota en llamaradas por
todos los resquicios de nuestra Literatura o de nuestra
Historia, en un Pedro Crespo –recta justicia magistral–;
en un Fuenteovejuna –justísimo justicia popular–; en un
Conde de Benavente –exquisita justicia aristrocrática–;
en un Alfonso VI –popular justicia del Alcalde-Rey–; esta
antigua preocupación por la justicia, de remoto origen
estoico y romano, que impregna el modo de ser español, surgió
unánime, en el veredicto que consagró al Generalísimo
Franco como Caudillo histórico, como Militar glorioso, como
Salvador de la Patria.
De aquí aquel
inmenso plebiscito de acción, de adhesión activa,
incondicional, hasta la muerte, que ha sido toda nuestra
Cruzada. De aquí esos voluntarios de toda condición y edades
–conozco personalmente a varios chicos de catorce años que
saltaron las tapias de sus casas y se escaparon a los frentes;
me honro con el parentesco de un Teniente Coronel de sesenta y
cinco años, reintegrado voluntario, que ha hecho toda la
guerra en la más movida unidad de choque– voluntarios unánimes
de España, que, cada cual en su acción y en su esfera, se unían
con toda el alma a Franco, porque nos iba en ello la salvación,
es cierto; pero además, y sobre todo, porque lo sentíamos
nuestro.
Lo sentíamos
el caballero español, cristiano sin miedo y sin tacha, que
desvaina el acero para defender su honor, su hogar y su fe.
Sentíamos, en este padre de un hogar cristiano modelo, al
defensor heroico de lo más sagrado y preciado para nosotros:
de nuestras familias cristianas, amenazadas por el monstruo
cuya maldad satánica apunta en primer término contra el
Cristianismo y contra la familia. Lo veíamos –como
Caballero Legendario defendiendo el honor de la Dama– salir
a la palestra de la vida y la muerte, por el honor de nuestras
mujeres, por la pureza de nuestras novias, por la santidad de
nuestras madres, por la inocencia de nuestros hijos, por el
sagrado de nuestros Tabernáculos, y la paz bendita de
nuestros Cementerios.
Por todo
aquello que hace que valga la pena vivir la vida, que hace que
el hombre sea hombre y no bestia; que defendieron siempre los
pueblos hasta la muerte, como último reducto inviolable, con
aquel antiguo grito de la sagrada independencia: “Pro Aris
et Focis”, “¡Por los Altares y por los Hogares!”
Por nuestros
Altares hoy en Culto, por nuestros hogares hoy encendidos, por
el porvenir cristiano de nuestros hijos, por el santo dolor de
nuestras madres, por la gloria sagrada de nuestros muertos,
que la Cruz Laureada del Generalísimo Franco, consagrada por
la Historia, el Valor y la Justicia, sea el símbolo supremo y
perenne de la salvación de nuestra Patria, de la reanudación
de su glorioso Universal Destino. Y, en esta hora de la catástrofe
de Europa, de su única posibilidad de salvación, que es el
triunfo de la Cristiandad.
JOSÉ
PEMARTÍN
ARRIBA
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