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Actualizada: 20 de Noviembre de 2.008.  

 
 
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  Recordando a Franco.


 La Cruz Laureada del Generalísimo Franco.

 Por Eduardo Palomar Baró.
Orden Nacional de San Fernando.
La Cruz Laureada de San Fernando.
Capítulo de José Pemartín en el libro "Laureados de España".
La Cruz Laureada del Generalísimo Franco.



El 31 de agosto de 1811, las Cortes de Cádiz instituyeron la orden militar llamada Orden Nacional de San Fernando, y el decreto que la creó señalaba una modalidad excelente en el sentido de las recompensas. “Establecer en los premios un orden regular con el que consigan dos saludables fines, a saber: que sólo el distinguido mérito sea convenientemente premiado, y que nunca pueda el favor ocupar el lugar de la justicia”. En estas sobrias palabras, descargadas de toda retórica, se encuentra el sentido íntimo de esta distinción eminente, que en el curso de siglo y medio no ha tenido una sola claudicación.

En realidad, la institución de la Laureada equivale a una nueva orden de Caballería, con una particularidad, que en las órdenes caballerescas, el caballero juraba por lo que tenía que hacer y no había hecho todavía, y en esta nueva orden, que implica el timbre más relevante de aristocracia moderna, el caballero ingresa en la orden no por lo que se dispone a hacer, sino por lo que ya ha realizado.

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 La Cruz Laureada de San Fernando.

Es la más preciada condecoración militar española al valor heroico. Se otorga como recompensa a acciones, hechos o servicios militares, bien individuales o colectivos, con inminente riesgo de la propia vida y siempre en servicio y beneficio de la Patria o de la paz y seguridad de la Comunidad Internacional. Pueden recibirla los miembros de las Fuerzas Armadas, la Guardia Civil (cuando realicen actividades de carácter militar) y aquellos civiles que presten servicio en las anteriores.

Su prestigio y categoría vienen avalados por las rigurosas exigencias necesarias para iniciar el expediente de concesión y el trámite estricto que conlleva.

La Real y Militar Orden de San Fernando, en su reglamento, hace clara referencia a los méritos necesarios y a los requisitos indispensables para la concesión de ésta condecoración. Son los siguientes:

• Que el hecho realizado no esté originado como único impulso por el propósito de salvar la vida, o por ambición impropia y desmesurada que pueda conducir al interesado o a las fuerzas de su mando a un riesgo inútil o excesivo.

• Que se hayan tomado las medidas necesarias para obtener el mayor rendimiento de la acción con el mínimo número de bajas, incluso en el caso de que cumpliendo órdenes o por circunstancias tácticas se llegue deliberadamente al sacrificio propio o al de sus fuerzas, si se tuviera mando, y con los menores daños materiales.

• Que el hecho tenga lugar en momentos críticos o difíciles, circunstancias que vendrán determinadas por las incidencias de la batalla o combate, o por que la acción se lleve a efecto encontrándose el interesado y sus tropas o efectivos en manifiesta inferioridad frente a los del enemigo. Esta inferioridad se debe valorar en función de las fuerzas o armamento, posición en el terreno y defensas, abastecimientos, estado físico, heridas sufridas, moral relajada en las tropas propias o recientes reveses que ocasionaron cuantiosas pérdidas.

• Que el acto heroico produzca extraordinarios cambios favorables y señaladas ventajas tácticas para las fuerzas propias.

• En la estimación que se haga del hecho será mérito destacable del autor del mismo que se haya prestado voluntariamente o ejecutarlo, previstas las extraordinarias dificultades y grandes riesgos que supongan su realización.

• También será acreedor a esta recompensa sin reunir las condiciones anteriores, quien haya realizado un hecho heroico tan destacado que su ejemplaridad constituya incentivo y repercuta en elevar y afianzar la moral en los Ejércitos.

     Recordando a Franco. 

     Especial 20-N.

     Otros artículos del mismo autor.

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Capítulo de José Pemartín en el libro "Laureados de España"

José Pemartín Sanjuán, hijo de una familia de bodegueros terratenientes jerezanos, recibió su formación en Francia, viajando por diversos lugares de Europa. Se comprometió desde un principio con la Dictadura de Primo de Rivera, ocupando puestos de responsabilidad, llegando a ser designado como miembro de la Asamblea Consultiva en 1927. Dio a conocer su pensamiento a través de artículos en diarios, conferencias, y sobre todo, en su obra Los valores históricos en la Dictadura española (1928). Durante la II República fue uno de los fundadores de Unión Monárquica Nacional, pasando después a militar en Renovación Española. Fue uno de los mentores más destacados de José Antonio Primo de Rivera. Se adhirió al alzamiento de julio de 1936, siendo nombrado Jefe del Servicio Nacional de Enseñanza Superior y Media del Ministerio de Educación Nacional (1938).

Tuvo el alto honor de encargarse, en el colectivo Laureados de España, editado en Madrid en el Año de la Victoria, del capítulo dedicado a «La Cruz Laureada del Generalísimo Franco»

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 La Cruz Laureada del Generalísimo Franco.

Para alcanzar el honor –fácil y difícil– de escribir leal, sincera y cumplidamente sobre la Cruz Laureada del Generalísimo Franco, basta dejar latir al corazón con sencillo y cálido patriotismo y guiar la pluma por la inspiración augusta e imperiosa de tres soberanas Musas, bellas y solemnes Diosas de los grandes destinos humanos: la Historia, la Valentía y la Justicia.

En la desgraciada y majestuosa derivación de España hacia un fin de románticas y cortesanas ruinas, de señoriles oquedades y paralíticos oropeles, que van marcando con sello refinado la decadencia Isabelina –hoy artísticamente añorada tras el miraje opalescente del tiempo– el cúmulo de vacíos espirituales y sociales va abriendo abismos bajo todas las nobles mansiones y todos los poderes políticos, en los primeros lustros del siglo XX.

El brutal estremecimiento de una guerra universal que acaba de desatar los nervios tensos, y de poner a flor de carne todos los apetitos, ha liberado los efluvios eléctricos de la anarquía intelectual. En lo que queda de Europa, desmoronados tres antiguos Imperios, detentado el poder por las grandes fuerzas inferiores que se yerguen en los derrumbamientos cual reptiles entre ruinas –los juristas ideólogos, los demagogos arribistas y los financieros judíos– la post-guerra produce la inflación crematística, la hipocresía jurídica y la hipertrofia de masas; propicio ambiente para una segunda catástrofe. En España, más decadente en todo menos en fiereza de raza, se había de llegar con el tiempo “al servicio de la República” y a través de caricaturas de democracia, a la más sangrienta guerra civil conocida.

Aquella locura de Europa –de la que Erasmo escéptico, y Saavedra Fajardo sentencioso, habían de comentar ya en la brillante rasgadura inicial del Renacimiento– ha culminado, en efecto, en el siglo XX, en la monstruosa cópula de la perfección cartesiana del comunismo utópico con el cuerpo inmenso, místico y bestial de la masa rusa. Y esta gigantesca experiencia de criminal utopismo había de contagiar a todas las mesocracias europeas, impregnadas con el jugo agrio y corrosivo de extensos y vengativos resentimientos. El racionalismo se vengaba sobre sus propios adeptos; y todas las burguesías incrédulas y egoístas de Europa, cultivadoras de la herejía cartesiana y liberal, iban a ver con miserable miedo creciente a su creación propia, al comunismo, hijo natural de la democracia, socavar y disolver con su acidez lógica, inexorable y fina como filo de acero, todos los falsos cimientos de una civilización materialista, sin caridad, sin creencias, sin honor y sin fe.

El bolchevismo amenazaba a Europa con su masa por el Oriente; pero además la quemaba en sus propias entrañas por todas partes. Y su rescoldo, atizado por la orgía de los Frentes Populares, la invadía ya, hasta los mismos bordes de la civilización básica humana, del clasicismo y del Cristianismo; hasta la azul pila bautismal del Mundo, el Mediterráneo, el de los blancos templos peristílicos, de los olivos y de la vid…

En vano grandes figuras gigantescas hipnotizan a las masas en regímenes de disciplina y de totalidad. El incendio se propaga insidioso hacia Occidente. Y en aquella Nación Terminal de Europa que asoma su faz hacia América, un día Cabeza del Imperio Cristiano de la Hispanidad, la llamarada roja ha brotado con todo su horror destructivo en aquel trágico verano de 1936…

Y en este momento crucial del destino, he aquí que –llamado por la Providencia de Dios– en la planicie del Llano Amarillo –allí en aquella África Hispana, clave del Mundo, paso de invasiones, puerta de Océanos, donde el viejo Atlas, encorvado y rugoso, sostiene incansable el Firmamento– baja de una aeronave, sobrio y breve, un hombre, un español, un militar. Saludos, entusiasmo contenido, gravedad, tensión alegre y resuelta, gestos rápidos, resonar de tacones y de espuelas… Y la Historia del Mundo cambia súbita de rumbo; y España se salva del abismo.

Por eso, en aquel Desfile de la Victoria de Madrid en el cual se iba a clavar en el pecho del Caudillo la más alta y honrosa distinción militar española, flameaban al pie de su Tribuna el Guión de las Navas y la Senyera Valenciana, y el Pendón de Sevilla, y el Estandarte de Lepanto. Porque todos aquellos grandes Caudillos de España, Jaime I, el Conquistador; Alfonso VIII, el de las Navas; Juan de Austria, el de Lepanto; Fernando el Santo, el de Sevilla, todas las grandes figuras históricas españolas –de esas que surgen en nuestra Universal y Cristiana Historia, para salvar al Mundo, en momentos  decisivos, de la barbarie, de la irreligión y de la maldad– estaban allí espiritualmente, para consagrar en nombre de esa Historia el honor del Caudillo, salvador de la Patria Española, y, con ella, de la verdadera Civilización.

*    *    *

La Historia ha de dar paso ahora a la Valentía. Porque para bien del Mundo aun existe una España carlyniana, que no hace nada, como no sea a golpes de heroísmo, en la que todavía el valer se mide por el valor. En la que para ganar la Cruz Laureada de San Fernando hace falta no sólo tener un valor indomable, una insuperable gallardía, un desprecio total a la muerte, sino que, además, se exigen tales circunstancias de dificultad y de heroísmo, que sólo consiguen aquella preciadísima insignia los que tienen la buena suerte de tener una muy mala suerte: por ejemplo, de verse copados, de perder la mayoría de los efectivos, de ser mal heridos y sin evacuar, de intentar lo insensato, de realizar lo imposible…

Y lo insensato, lo inverosímil, lo imposible, lo intentó Franco, resuelto, tenaz, heroico, con la buena suerte de la más mala suerte que jamás tuvo General alguno. Porque Hernán Cortés quemó sus naves; pero tenía naves… Y sin naves tuvo Franco que hacer pasar el Estrecho al Ejército de África. Y el encontrarse dividido en tres o cuatro partes por el enemigo, es la peor posición para un Ejército, la clásica del final de la derrota; y Franco tuvo que enfrentarse con esta posición –dividido y aislado entre África, Sevilla, Granada, y el Norte– desde el principio. Y la peor pérdida militar es la del mando, la de la oficialidad… y la mayor parte de la magnífica oficialidad de África la perdió gloriosamente el Ejército, sembrando un inmortal reguero de muertos heroicos en la ruta de Badajoz a la Ciudad Universitaria. Y el oro –dijo Napoleón, que sabía de guerras– es el nervio de la guerra. Y Franco no tenía oro. Y la aviación es el arma moderna indispensable. Y en aquel comienzo fabuloso y legendario todos los aviones españoles estaban en manos del enemigo.

Un matemático probabilista hubiera apostado uno a veinte en contra de la empresa del General Franco. Y éste la intentó, la realizó, tenaz, sereno, sonriente. Y era que salía de esa magnífica escuela de militares de temple de acero y de valor sobrehumano, de esa almáciga de héroes incomparables que es el Tercio español.

Pero este valor físico, este valor concreto y de acción, que le hizo ser bordeado por las balas en tantas ocasiones sin perder jamás su serenidad ni su sonrisa, ser atravesado por ellas, regando con su sangre el suelo español de África, ha sido sublimado por Franco hasta la calidad más superior y decisiva del valor moral.

Nobilísimo es el asalto al enemigo, fusta y pistola en mano, al grito de ¡viva la muerte!; pero también lo es el saber tomar la tremenda responsabilidad de ordenar aquel asalto en una coyuntura difícil y definitiva. Heroico el resistir días y días en una posición cercada y batida; pero también la angustia infinita de mantener firme la voluntad, y mandar resistir, y ordenar el sacrificio a los hermanos de armas, porque lo exige así la dura finalidad estratégica que lleva a la victoria.

De valioso mérito y sin par heroísmo es pasar largas noches vigilante en la cruda intemperie de la posición o de la trinchera; pero hay también otro preciso y duro heroísmo nocturno: el de una cabeza –que los cuidados van encaneciendo de noche en noche– inclinada bajo la lámpara sobre una mesa cubierta de mapas hasta la alta madrugada o el amanecer; y que recibe por el teléfono, devorando tribulaciones y angustias, los partes del ataque brutal de Brunete, o del sublime aniquilamiento de Belchite, o de la dolorosa herida de Teruel, o del súbito paso del Ebro… Y que sabe con firmeza impertérrita seguir sus planes inconmovibles y mandar resistir, el corazón sangrante, hasta el límite matemático posible de las fuerzas humanas; y hacer reaccionar maravillosamente el tablero escasísimo de elementos, y producir como resultado de aquellas dificultades supremas, la toma de Santander, la ofensiva de Aragón, la victoria del Alfambra, el aplastamiento del Ejército enemigo en la bolsa del Ebro. Y aquella irresistible oleada que inundó a Cataluña y colocó victoriosa la bandera sangre y oro en la linde fronteriza de Port-Bou.

Y ¡qué lección para todos nosotros, para este magnífico y desordenado pueblo español que alguien definió: “sublime tropel de vagos heroicos”! Y que han visto en el ejemplo de Franco que aun más nos valdría el saber acoplar el valor heroico con el incansable trabajo. Porque dióse en el General Franco –sin duda porque Dios prepara en su alquimia excelsa los elementos espirituales del destino histórico– el caso paradójico del Legionario español –todo gallardía y bravura–, doblado por un Oficial estudioso –todo trabajo y constancia–. Y largos años de preparación científica completaron al hombre providencial preciso para la hora difícil. Al que supo organizar un Ejército casi inexistente, formar una oficialidad nueva, dosificar con sabia prudencia las movilizaciones sucesivas, presentar, en fin, al finalizar la guerra, ese magnífico y eficacísimo Ejército de la Victoria, asombro de Europa, que después de rendir irresistible a Cataluña, sólo con su potencialidad amenazadora hizo caer de un solo golpe las nueve últimas provincias rebeldes y la suprema conquista final: Madrid.

El Reglamento de la Excelentísima Orden de Caballeros de San Fernando, distingue claramente al General en Jefe, al que se exige para su concesión principalmente el llevar al Ejército a una decisiva victoria; y a los militares de otro grado y mando, a los que ya se pide no la victoria, sino el heroísmo extraordinario, las dificultades excepcionales que sobreponer. En el caso del General Franco se dan convergentes estos dos grandes criterios de valoración. Porque llevó a su Ejército a la victoria más definitiva e importante para la Patria; pero además en las circunstancias militares más difíciles que jamás se vieron. Y por eso nunca fue concedida con mayores títulos la gloriosa insignia colocada en el pecho del Generalísimo, en Madrid, en el Día de la Victoria.

Ni con mayores títulos no con mayor gloria. Los que presenciaron aquel desfile no lo olvidarán jamás. En conjunción precisa se dieron allí los elementos que concurren a la perfecta obra de arte. La forma espléndida, el vestuario impecable, la organización exactísima, el material sobreabundante y modernísimo… Y toda esta gala exterior, animada, vivificada, por el alma de un Ejército victorioso que acaba de vencer al enemigo y salvar a la Patria, que pasó arrebatándonos de emoción y de entusiasmo con la simpática presencia de los contingentes de las grandes naciones amigas, las brillantes monturas y los jaiques blancos de la legendaria caballería mora, los brazos desnudos y tostados de la marcial Falange, los Marinos de bizarría y formación impecable, las grandes masas de aguerridos infantes, y el Tercio con su garbo inimitable de gallardía española, y la Caballería de lanzas flamígeras, y la poderosa y moderna artillería motorizada, y los servicios auxiliares los más perfectos de nuestros tiempos. Y los Tercios de Requetés, con los Crucifijos de las picas, como en los tiempos de antaño…

Y por encima el potente ronroneo de una aviación mil veces heroica, que ha incorporado a la técnica guerrera ese ejercicio de acrobacia temeraria –menosprecio de las leyes de la gravedad y desafío a las garras de la muerte– y que se nombra, en Europa, en español, “la Cadena”.

Desfile glorioso ante el Caudillo, el Gobierno, las Jerarquías del Movimiento. Y ante el Cuerpo Diplomático de esa Europa ya preocupada por nuestra victoria; ante los Embajadores de Portugal, Italia, Alemania, el Japón, nuestras grandes amigas, y también ante la cortés presencia de los Embajadores de las otras grandes Naciones, tal vez ya pesarosas de sus grandes errores; de aquel venerable Mariscal encanecido, prestigiosa gloria militar del Mando, que debía oír resonar en sus oídos aquellas magníficas palabras del gran Orador sagrado de su Patria en la oración fúnebre de otros ilustrísimo guerrero, del Príncipe de Condé:

“Quedaba todavía aquella temible Infantería española…”

Y también ante los Embajadores Hispanoamericanos, los de nuestras Naciones hermanas, de aquellos pequeños países de Centro-América que tuvieron la gallardía de ser los primeros en reconocer al Gobierno del Generalísimo Franco y que ahora, en primera final, podía contemplar su triunfo y recordar que las razones del corazón que a ellos les movieron son a veces más certeras que las razones de la razón que retrasaron a otros. Y, entre todos, el Embajador de la pequeña y heroica Nicaragua –de las primeras en reconocer a Franco– que oía sin duda en su espíritu aquellos versos sonoros, claros y estridentes de su gran poeta; aquella marcha triunfal de Rubén Darío, iluminado vaticinador de glorias futuras:

 

“¡Ya viene el cortejo!

¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines.

La espada se anuncia con vivo reflejo;

ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.”

 

O aquellas otras proféticas líneas de la Salutación del Optimista:

 

“Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,

espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!

Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos lenguas de glorias…”

 

“¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos

y que el alma española juzgase áptera y ciega y tullida?”

 

“La alta virtud resucita

que a la hispana progenie hizo dueña de siglos.”

 

Nunca cortejo guerrero más pujante, más exacto, brillante y glorioso desfiló a paso de victoria por las calles madrileñas, aun blancas y convalecientes de hambre y de terror, pero trémulas y sobrecogidas ya por aquel inolvidable despertar de resurrección, de esperanza y de gloria.

*    *    *

La Historia, el Valor Militar, la Gloria inmarcesible de la Victoria, acuden, Musas augustas, a la consagración histórica del Caudillo. Pero hay otra, de antiquísima raíz hispánica, que está presente también en toda su majestad: y es ésta la Justicia. Aquel viejo senequismo que arde en las entrañas de todo lo genuinamente hispánico y que brota en llamaradas por todos los resquicios de nuestra Literatura o de nuestra Historia, en un Pedro Crespo –recta justicia magistral–; en un Fuenteovejuna –justísimo justicia popular–; en un Conde de Benavente –exquisita justicia aristrocrática–; en un Alfonso VI –popular justicia del Alcalde-Rey–; esta antigua preocupación por la justicia, de remoto origen estoico y romano, que impregna el modo de ser español, surgió unánime, en el veredicto que consagró al Generalísimo Franco como Caudillo histórico, como Militar glorioso, como Salvador de la Patria.

De aquí aquel inmenso plebiscito de acción, de adhesión activa, incondicional, hasta la muerte, que ha sido toda nuestra Cruzada. De aquí esos voluntarios de toda condición y edades –conozco personalmente a varios chicos de catorce años que saltaron las tapias de sus casas y se escaparon a los frentes; me honro con el parentesco de un Teniente Coronel de sesenta y cinco años, reintegrado voluntario, que ha hecho toda la guerra en la más movida unidad de choque– voluntarios unánimes de España, que, cada cual en su acción y en su esfera, se unían con toda el alma a Franco, porque nos iba en ello la salvación, es cierto; pero además, y sobre todo, porque lo sentíamos nuestro.

Lo sentíamos el caballero español, cristiano sin miedo y sin tacha, que desvaina el acero para defender su honor, su hogar y su fe. Sentíamos, en este padre de un hogar cristiano modelo, al defensor heroico de lo más sagrado y preciado para nosotros: de nuestras familias cristianas, amenazadas por el monstruo cuya maldad satánica apunta en primer término contra el Cristianismo y contra la familia. Lo veíamos –como Caballero Legendario defendiendo el honor de la Dama– salir a la palestra de la vida y la muerte, por el honor de nuestras mujeres, por la pureza de nuestras novias, por la santidad de nuestras madres, por la inocencia de nuestros hijos, por el sagrado de nuestros Tabernáculos, y la paz bendita de nuestros Cementerios.

Por todo aquello que hace que valga la pena vivir la vida, que hace que el hombre sea hombre y no bestia; que defendieron siempre los pueblos hasta la muerte, como último reducto inviolable, con aquel antiguo grito de la sagrada independencia: “Pro Aris et Focis”, “¡Por los Altares y por los Hogares!”

Por nuestros Altares hoy en Culto, por nuestros hogares hoy encendidos, por el porvenir cristiano de nuestros hijos, por el santo dolor de nuestras madres, por la gloria sagrada de nuestros muertos, que la Cruz Laureada del Generalísimo Franco, consagrada por la Historia, el Valor y la Justicia, sea el símbolo supremo y perenne de la salvación de nuestra Patria, de la reanudación de su glorioso Universal Destino. Y, en esta hora de la catástrofe de Europa, de su única posibilidad de salvación, que es el triunfo de la Cristiandad.

JOSÉ PEMARTÍN

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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.008. - España -

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