El 19 de mayo de
1939, antes de iniciarse el primer Desfile de la Victoria -descrito
como “entrada oficial de Franco en Madrid”, según orden
dada por Serrano Suñer-
que se iba a celebrar en el madrileño Paseo de la
Castellana, el general Francisco Gómez Jordana, dio lectura
al Decreto por el cual se concedía al Caudillo la Gran Cruz
Laureada de San Fernando. Tras la lectura, el bilaureado
general José Enrique Varela Iglesias, después de unas
palabras, impuso a Franco la máxima condecoración al valor
militar que le había concedido el gobierno, con la firma de
su ministro de Defensa y su vicepresidente, al hacerse eco
de tres iniciativas: la del rey don Alfonso XIII, en su
condición de antiguo Gran Maestre de las Órdenes
Militares; el Ayuntamiento de Madrid, en acuerdo que elevó
al gobierno y el Capítulo de la Orden de San Fernando,
integrado por todos los caballeros laureados bajo la
presidencia del propio Varela. Pese a la lluvia, más de
medio millón de madrileños acudieron a la cita militar,
que duró cerca de seis horas, y en la que participaron
250.000 hombres, 3.000 camiones, 1.000 cañones, 3.000
ametralladoras y 600 aviones. Más de doscientos periodistas
extranjeros fueron acreditados para contemplar el desfile,
ocupando una tribuna frente a la del Generalísimo. Desfiló
primeramente el general jefe del Ejército del Centro,
Saliquet con su Estado Mayor. Le seguían el cuartel general
y unidades a pie y motorizadas del C.T.V. (Corpo Truppa
Volontaria), con Gambara y cinco generales italianos al
frente; representaciones de Marina, Caballería, Carros de
combate, Infantería, Batallones de esquiadores, Banderas de
Falange, Enlaces motorizados, Artillería, Servicios de
Antigás, Escuadrones de Policía Montada del Sur,
Ingenieros, Legión Cóndor y quinientos “viriatos”
portugueses tras el capitán Nunes de Oliveira. También
desfiló, a caballo, el general Solchaga, con su Estado
Mayor, jefe de las Brigadas de Navarra, compuestas por las
divisiones 45 y 63, llevando al frente de cada grupo una línea
de banderas españolas. A continuación lo hacía el general
Rafael García Valiño, al frente del Ejército del
Maestrazgo. Después los Tabores de Regulares y el Tercio.
En este momento cruzaron por el cielo los primeros aviones,
formando escuadrillas perfectas. Franco presenció el
desfile teniendo a su derecha al general José Enrique
Varela Iglesias y a su izquierda al general Andrés Saliquet
Zumeta.
Al término del
desfile el general Saliquet ofreció al Caudillo y a los
principales mandos un vino de honor en el palacio del Banco
de España. Franco habla a sus compañeros con todo el
entusiasmo renovador derivado de la victoria. Brindó con
esas palabras: «Nosotros tenemos ahora que cerrar la
frivolidad de un siglo. Que desterrar hasta los últimos
vestigios del espíritu de la Enciclopedia. Hablo de
revolución sin que me asuste la palabra». Posteriormente
el Generalísimo se dirigió a su residencia accidental, el
palacio de la Huerta, de la marquesa de Argüelles.
El
diario ABC de Madrid del día siguiente recogía así
la noticia: «La ceremonia celebrada ayer durante cinco horas largas en el Paseo de la
Castellana suspendió los corazones. Fue una comunión de
entusiasmo y, al propio tiempo, un alarde de profunda y
universal sustancia política. Tenía la sugestión de lo
nuestro, localizado en el tiempo y en el espacio; pero tenía
también un aire insólito de manifestación ecuménica. Ni
el desfile interaliado de 1918, que reunió en el Arco del
Triunfo y la Plaza de la Concordia 80.000 combatientes, ni
el celebrado hace semanas en Berlín, ni el que dos veces al
año convoca la propaganda del Komintern en la Plaza Roja
dan idea de la parada de ayer. Más numerosa que todas y tan
moderna, rítmica y ordenada como el más exigente Estado
Mayor haya podido soñar, este espectáculo dice lo que
puede ser España, lo que será España si cada español se
hace digno de la vida profesional y en la vida social de la
épica manifestación que acaban de ofrecer a sus coterráneos
y al mundo los Ejércitos de Franco.»
ARRIBA
El 17 de julio
de 1940, en el palacio de Oriente, el general Varela impuso
a Franco las insignias de la Gran Cruz Laureada de San
Fernando, asistiendo todo el Gobierno y los capitanes
generales de cada región militar. Con este motivo el
Caudillo dirigió a sus compañeros de armas el siguiente
discurso:
“Mi
general, señores generales, jefes y oficiales de los Ejércitos
de Tierra, Mar y Aire:
Habéis
querido tener la gentileza de avalorar este preciado galardón,
queriendo ser vosotros los que me ofrecieseis como muestra
de cariño y lealtad esta preciosa cruz de San Fernando, que
compendia los ideales de todo militar, por su significado en
el orden de los servicios de la Patria.
No
podemos, en este día y en estos momentos, dejar de recordar
su significado, y cómo esta cruz de San Fernando ha ido
tejiéndose, día tras día, con las esperanzas, las
ilusiones y los laureles de las sucesivas victorias, como
también se fue dibujando su venera con la sangre de
nuestros Caídos, sobre las espadas y bayonetas de nuestros
soldados. Sea, sobre mi pecho, rúbrica de un mandato de
nuestros muertos, y, sobre el corazón, símbolo de estima,
de caballerosidad que nos acerque a los Caídos y un motivo
de evocación en el cotidiano batallar con las asechanzas
humanas, legítimas y necesarias para templar el espíritu
de los hombres y para fortalecer el coraje de los soldados.
Sea
esta evocación de las espadas sangrantes orladas de
laureles el recuerdo que nos acerque a los que cayeron sin
poderla ostentar. Que nos separe de las pequeñas miserias
para acercarnos a las grandezas de nuestra Patria. Y en los
días de contrariedad, cuando la debilidad intente invadir
nuestro espíritu, evoquemos aquellos otros momentos de
soldados, de grandiosa elocuencia de verdad y de enorme
fortaleza en que ante una camilla parda, ante el cuerpo rígido
del Caído, sucumbían las diferencias y los orgullos y
quedaba sólo lugar para el testimonio mudo de admiración
ante la grandeza y el heroísmo; sea éste el módulo de
nuestras honradas ambiciones.
Os
digo esto porque somos los españoles un pueblo olvidadizo,
porque acostumbramos a vivir al día, porque no miramos
hacia atrás, porque no sabemos ver la cadena de héroes,
porque no contemplamos la suma de sacrificios.
Hemos
hecho un alto en la batalla, pero solamente un alto en la
batalla; no hemos acabado nuestra empresa. No hemos hecho la
Revolución. No se ha derramado la sangre de nuestros
muertos para volver a los tiempos decadentes del pasado. No
queremos volver a los tiempos blanduchos que nos trajeron
los tristes días de Cuba y Filipinas. No queremos volver al
siglo XIX. Hemos derramado la sangre de nuestros muertos
para hacer una Nación y para forjar un Imperio. Y al decir
que hemos de hacer una Nación y crear un Imperio no pueden
ser esto palabras vanas en nuestra boca, y no lo serán.
Hemos de forjar la Unidad de España, una España mejor,
plena de grandeza y de contenido político; hemos de hacer
política, señores. Mucha política. Y digo política llenándoseme
el corazón con la palabra. No la política mala de los
tiempos del siglo XIX. No la política liberal, que
enfrentaba al hermano con el hermano. No la política de
división de nuestras clases, que despertó vuestro
desprecio y justamente os encastilló en los cuarteles, sino
la política de Unidad de España. Pues habéis de saber que
esos Siglos de Oro de nuestra Historia, esos siglos que
miramos como cimientos y fundamento de la Nación española,
los siglos en que Isabel y Fernando llevaban sus pendones
por España, eran hermanos del que ahora alumbramos. Una
España dividida, una España sojuzgada, una España llena
de miserias, una España rica en cicateros y egoísmos, fue
la que ellos encontraron. ¿Y qué es lo que hicieron los
Reyes Católicos? ¿Qué fue su primer acto del matrimonio
de Isabel? El primer acto político, el de preparar la
unidad de España uniendo los dos grandes pedazos en que
estaba dividida y sacrificando las conveniencias y el corazón
por la grandeza de la Patria. Acto político, eminentemente
político, de una reina ejemplar, y que significó el
derrumbamiento del poder de los señoríos y el alivio de la
miseria de las clases del pueblo con la supresión del
despotismo secular de las tierras de España; sino actos
eminentemente políticos de los Reyes Católicos. Y cuando
asumió el rey todos los poderes y vinculó en la Corona las
maestrías de las Órdenes Militares, las fuerzas de choque
de entonces, ¿qué hizo, más que un enorme acto político
para fundir el poder de los Ejércitos de entonces con el
del Soberano? ¿Y qué fueron Cisneros y Mendoza, al lado
del rey, abrazados estrechamente a él, más que la Unidad
de la Cruz y de la Espada presidiendo un pueblo? ¿Y qué
significado tuvieron las epopeyas de la Reconquista, más
que la ejecución constante y sistemática de la directriz
política de la Nación? ¿Y qué la expulsión de los judíos
más que un acto racista como los de hoy, por la perturbación
creada por el logro de la Unidad por una raza extraña adueñada
de un pueblo y esclava de los bienes materiales? ¿No son
estos actos eminentemente políticos? Y cuando se emprende
la conquista de las Indias, con nuestras sabias leyes y con
nuestros adelantados, va la política universalista de España
con sus banderas y su Cruz, y un sentido católico
evangelizador preside la política de aquellos tiempos. Y
hasta en los últimos momentos, cuando aquella santa reina
pone su firma en el testamento, suscribe un testamento político
para su pueblo: el mandato de Gibraltar, la visión
africana, unidad política, expresión política, mandatos
políticos que pasados cuatro siglos, aún perduran en
eterna lección.
Ésta
es mi inquietud. Que sintáis toda esta vida de España. Que
abráis vuestro corazón a la Unidad. Que aprovechemos la
lección que estamos recibiendo. Vivimos los momentos más
interesantes de nuestro siglo. No queremos la vida fácil y
cómoda. Queremos la vida dura, la vida difícil, la vida de
los pueblos viriles. Nos asomamos a Europa con títulos
justos y legítimos. Quinientos mil muertos por la salvación
y por la Unidad de España ofrecimos en la primera batalla
europea del orden nuevo. No estamos ausentes de los
problemas del mundo. No han prescrito nuestros derechos ni
nuestras ambiciones; la España que tejió y dio su vida a
un continente se encuentra ya con pulso y con virilidad.
Tiene dos millones de guerreros dispuestos a enfrentarse en
defensa de sus derechos. Pero no serían nada estos
guerreros, no sería nada nuestro material, ni nuestra
fortaleza, si entre las divisiones de un pueblo pudiera el
enemigo abrir su brecha.
Yo
estoy seguro de que ahora y siempre habréis de formar
alrededor de mí el cuadro. Yo estoy convencido de que
vosotros, que convivís con el pueblo, sabréis
comprenderlo, pues no en vano, en las reuniones castrenses y
en vuestros cuarteles he visto yo llorar de emoción a los
jefes y a los oficiales al recibir las confidencias y las
pequeñas miserias de la vida de sus soldados. Si la vida de
España ha de ser milicia necesita de las virtudes militares
y del espíritu de disciplina. Es el Ejército espejo en que
la nación se mira, y por ello, hoy, en que la gran
inquietud de España se va haciendo carne con esta Revolución
nacional, que ha de elevar a tantas clases y ha de dar
satisfacción, y, por lo menos, la sonrisa al enemigo, ya
que no le podemos dar la alegría, habéis de ser vosotros
el más fuerte jalón que hemos de poner en el camino, con
toda la comprensión, con toda la grandeza del espíritu,
con toda vuestra lealtad y con toda vuestra disciplina.
Disciplina,
que es nervio de las virtudes castrenses. Disciplina y
Unidad, que son el secreto de esas fantásticas victorias de
los campos de Europa. Que no admite reservas, condición ni
menoscabo. Disciplina, que tiene un hermoso ejemplo de
meditación en ese hombre caído, sobre una camilla parda,
que no preguntó ni adónde iba ni cómo le mandaban. Esa es
la disciplina. Uno que manda, con su empleo responsable ante
las jerarquías superiores, cuando no ante el supremo juicio
de la Historia, y otros que, ciegos, le siguen y obedecen,
como siguieron a Fernando e Isabel, como siguieron a
nuestros caudillos en las tierras remotas de América y como
me seguiréis vosotros.
En
homenaje a nuestros muertos, en recuerdo de éstos, afirmad
conmigo: ¡Arriba España!
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