El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Frenesí criminal.


 

 

Aspecto del patio del Cuartel de la Montaña después de la matanza de patriotas.
En cada rincón se acorrala, en todas partes se mata. El cadete Antonio Rodríguez Amat no quiere entregar el arma, y cae asesinado. Un compañero suyo, Enrique Sanz Ajero, después de haberse defendido con bombas de mano, sigue disparando hasta agotar el cargador de su pistola. Al apretar el gatillo para lanzar el último proyectil que le queda, le derriba un balazo en el cuello. Ponce de León, el falangista, está sentado en la misma silla sobre la cual hacía fuego durante la defensa. Dice que él no se va de allí. Y, en efecto, allí mismo le alcanza un disparo. El cabo Montesinos -uno de los más adictos y entusiastas-, al ver que la horda penetraba en el patio de Infantería, ha subido a una de las galerías altas y con una ametralladora dispara sin parar. Un tropel de milicianos va en su busca, acometiéndole a tiros desde puntos distintos. Poco a poco lo cercan. Súbitamente, como un pelele trágico, el cabo Montesinos cae de lo alto, para estrellarse en pleno patio.

El Cuartel entero es un remolino de ultrajes y sangre. En el comedor del Cuartel de Infantería, donde se habían refugiado, son asesinados, además de los ayudantes del coronel Serra, el capitán de Infantería don José López Pastor, el teniente del mismo Cuerpo don Luis López Pardo, los falangistas Federico Labat y Nardiz, José Rodríguez Delgado, Mariano Barrial Díaz de Riaño, Jaime Aznar Gerner, Manuel Torres Acero, Justo Ceñal Lorente y algunos más. Otro falangista, Octavio Serrano, cae muerto de un tiro, en brazos de su hermano José Luis. El comandante don Luis Molina González es sacrificado en presencia de su esposa. Marido y mujer, después de abrazarse por última vez, siguen confortándose de lejos con la mirada; hasta que el comandante cae vitoreando a España. Su esposa se ha mantenido firme, sin el menor grito, sin el menor gesto.

 

El presagio de la muerte cercana, tras de haber luchado incansables, llevó al comandante retirado de Infantería don Vicente García Lambarre, a juntarse con sus dos hijos, cadetes. El padre se había presentado voluntario en el Cuartel. Después de abrazarse por última vez, con gran serenidad, salen al encuentro de las turbas. El comandante y sus dos hijos caen asesinados.

Delatados por los traidores, son asesinados también los hermanos Luis y José Cebrián, cabos los dos, que hasta el último momento han permanecido en su puesto de combate.

Piquetes de guardias vigilan todas las salidas. Entre descargas, unas voces lúgubres, como de santo y seña, andan gritando acompasadamente:

- ¡Que no salga ningún fascista!... ¡Que no se escape nadie! ...

Al mismo tiempo, otros pelotones, prestos y silenciosos, rebuscan y vacían los bolsillos de las víctimas, muertos o heridos, y los dejan sin un céntimo, sin una alhaja, sin las medallas de devoción, ocultas bajo la ropa, sin relojes y hasta sin estilográficas. El Cuartel entero, como si fuera también un cadáver, está siendo saqueado rápida y sigilosamente...

Resoplando entre las piedras caídas, los escombros y los cuerpos muertos que llenan la explanada exterior, un automóvil llega hasta el mismo portal de Infantería. Lo ocupan unos desconocidos con trazas de apaches, que disparan sus fusiles y gritan como demonios. Parece la embajada de manicomio. Andan diciendo a grandes voces:

-¡Hay que acabar con toda esta canalla!... ¡No ha de quedar ni un oficial vivo!... ¡Han de salir a pedazos!...

Son los componentes del Comité del Ateneo Libertario del Sur, gente luciferina que llega a satisfacer el deliberado sadismo de asesinar a mansalva.

En Zapadores y Alumbrado se repite la matanza del Cuartel de Infantería. Recomienzan las persecuciones al hombre uniformado y se hacen nuevas redadas de oficiales y falangistas. Muchos milicianos llevan ya los calzados teñidos de rojo, pringados en sangre humana, los pantalones doblados hasta las rodillas, una guerrera de oficial arrancada a algún cadáver, un pañuelo atado a la cabeza y, encima, un casco de soldado. Blanden espadas y machetes que acaban de recoger. No faltan mujeres astrosas, desgreñadas y semidesnudas, armadas hasta los dientes y luciendo emblemas militares prendidos con alfileres, en el brazo o en el pecho, a guisa de medallón.

Una de estas furias da la señal del sacrificio. Cuando hay ya en el patio de Alumbrado un grupo de prisioneros atados codo con codo, de un tiro a quemarropa mata a un capitán. Y, como excitados por la súbita aparición de la muerte, todo el piquete de milicianos se pone a matar hasta embrutecerse. Matan a tiros, matan a culatazos, matan a machetazos;  matan y rematan descerrajando tiros en las gargantas que se ahogan, acuchillando repetidas veces los corazones. sin latido y los pechos sin alma; rabiosos de que las víctimas de sólo tengan una vida tan frágil, desesperados de que no de gocen de ciento, de mil, de tantas como cabellos, para arrancárselas una tras otra, indefinidamente, hasta caer rendidos del placer de matar...

 

En ese mismo patio, junto al picadero, el alférez don Luis González de Miguel, solo, con una ametralladora ha intentado defenderse todavía. La jauría rabiosa le cerca, pero él, guardadas las espaldas por el muro contra el cual se ha guarecido, la rechaza a tiros. Uno de los perseguidores se encarama traidoramente al tejadillo de la cantina y desde allí, de soslayo, alcanza al oficial de un balazo en el cuello. La ametralladora del pelotón de ejecuciones, que está a pocos pasos, comienza a funcionar. Y el alférez, sintiendo que se le escapa la vida, contiene con las manos la poca que le queda y corre a reunirse con sus compañeros para morir junto a ellos. Los cadáveres forman montón.

Ha terminado toda resistencia. En una sala de Zapadores en pocos segundos son asesinados dos capitanes: don Raimundo Herraiz Llorens y don Sebastián Catalán Cuadrado; los falangistas González Pascual Villarroy, Joaquín Briones González y Antonio Ruiz Piere. Apenas caen éstos, con el grito de ¡Arriba España! en los labios, entra una nueva tanda de condenados. Aún vaga en el aire cargado el humo de los disparos y el olor de la sangre. Esa estancia, como otras de la Montaña, está convertida en cámara de la muerte, como las de ciertas tribus salvajes de América en la época del descubrimiento.

 

Es una lotería macabra en que hay de todo, incluso afortunados. La muerte está en todas partes, pero anda tan loca y tan ciega, que, a algunos no los ve o los pasa por alto. La mayoría de los que por casualidad logran huir del Cuartel, son reconocidos una vez en la calle y cazados a tiros. La muerte horrenda que ha irrumpido en los restos de la Montaña, fuera de ella tiene sucursales y delegaciones en cada esquina. Pronto las tendrá en todo Madrid. No obstante, hay suertes más sutiles que la misma muerte.

El comandante Méndez Parada, saltando por un pretil, logra escapar a una manada de lobos carniceros que viene rastreándole. El teniente Norte es otro afortunado, y en circunstancias críticas por lo desfavorables. 

«Yo me encontraba -cuenta- casi desnudo en la cama, con el alférez de complemento don José Miracle. Ambos estábamos heridos. Entró un guardia de Asalto con un miliciano. Me preguntaron quién era yo, y les dije que un oficial de Zapadores. El guardia me insultó y habló de pegarme un tiro, pero el miliciano se opuso. Ayudados del alférez Miracle me llevaron a otra habitación, donde estaba el capitán Menéndez Álvarez, gravemente herido, y tres soldados heridos más. Como quince minutos después, entra el capitán Betancourt, del Cuerpo de Equitación Militar, que había tomado parte voluntariamente en la defensa del Cuartel, y fingiéndose enfermero rojo, logró sacarme a hombros entre las turbas, hasta la entrada de la Montaña, donde había un coche de Asalto. Y así el capitán Menéndez Álvarez y yo fuimos trasladados a una clínica o dispensario de la calle de las Veneras, donde estuve dos horas sin poder contener la hemorragia.» 

Cuando la guadaña pasa por el campo de mieses, siempre queda luego, como por milagro, alguna espiga enhiesta, intacta, dominando el rastrojo.

El capitán Betancourt, con su bata de enfermero, se dedica a salvar y transportar a sus compañeros heridos. Otros militares escapan a la matanza gracias a un ardid más el arriesgado aún, que es el de hacerse el muerto entre los que lo están de verdad. Las ejecuciones son tan rápidas y atropelladas, que los condena os caen en masa, unos porque se les va la vida, y otros porque se les viene en cima la muerte de sus compañeros, que al desplomarse los arrastran con ellos. Luego, confundidos y medio sofocados entre el montón de cadáveres, los que por pura casualidad han salido tan sólo heridos y hasta tal vez ilesos, conocen prematuramente el horror de resucitar de entre los muertos. Tal es el caso del farmacéutico Ortiz, que se levanta aterrado de este juicio final y consigue escapar a su casa. Otra resurrección inverosímil es la del cadete de Ingenieros don Juan Antonio Manet Antón, herido sólo en la boca; pero de tal gravedad, que debe hospitalizarse, y entonces es reconocido y hecho prisionero.

Lo peor es que la suerte tiene también, a veces, una sonrisa falaz. Un teniente del Grupo de Alumbrado, don José Gerrezari, ha sido herido y se encuentra en grave apuro. Varias veces los merodeadores han estado a punto de acabar con él. Pero, finalmente la situación parece aclararse: el herido consigue que le atiendan e incluso que se le saque del Cuartel en una ambulancia. ¡Ah, si lograra salir de esos muros calcinados, por esa puerta infranqueable! Ya está; ya va saliendo; ya casi se ha realizado el milagro. «¡Qué suerte!», piensa el enfermo, lleno de esperanza ante la traidora sonrisa de la suerte. Y apenas confía en ella, cuando en la puerta misma una pandilla de milicianos acomete la ambulancia, la asalta, y cose a navajazos al infortunado teniente, en la misma camilla donde creía caminar hacia la curación y la vida ...

Allá en el patio se des angra herido de muerte un falangista. Se le acerca un miliciano y le ayuda a incorporarse. Luego le consuela y atiende con tal solicitud que el falangista le dice:  

- Tú no eres marxista.

El miliciano, por toda respuesta, le dice: -¿Dónde quieres que te lleve?

- Déjame morir aquí. Lo único que te ruego es que entregues este llavero a mi mujer y le cuentes que me has visto y lo que me ha ocurrido. Me llamo Jaime Aznar Gerner.

Y ya sólo tuvo alientos para levantar su brazo en saludo y decir con voz que la muerte apagaba:

- ¡Arriba España!

El apócrifo miliciano cumplió el encargo que le hizo el moribundo.

Son poquísimos, en suma, los que consiguen salvarse. La mayoría de la oficialidad sucumbe con los cadetes y los falangistas, y también con esos hermanos legos, en la sacra hermandad del sacrificio, más meritorios cuanto más humildes, que son los cabos Jiménez Arroyo, Portero, Ochoa, Rojo, Ruiz Serrano, Montesinos, Marquina, Pujol, Pliegos, Sánchez Calderón, Gil Díaz, De la Cruz, Luengo, Fuentes, Espada, Martínez García, López Camarón, Segura, Cocero, Sancho Chacocén, Arcos Girón, Aznar Conce, y los soldados Bermúdez, Batalla, Sánchez Pulido y otros, que han luchado como valientes, hasta morir o caer en manos del enemigo.

 

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