El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Comienza la matanza.


 

 

Los soldados salen del Cuartel de la Montaña, poco después de terminada la lucha.
Aquí termina la lucha y comienza la matanza. De la Montaña se ha adueñado la verdadera Internacional», que es la del crimen: la plebe desencadenada, que en todos los tiempos y en todas las naciones es la misma en épocas de subversión social y cuyo furor sanguinario hace asomar a la superficie del mundo la imagen oprobios a de la bestia humana. Las horripilantes escenas de la Revolución francesa, corregidas y aumentadas con el sadismo asiático de los bolcheviques rusos, van a reproducirse aquí. La Montaña en ruina es como un pórtico que introduce a esa realidad tenebrosa de espanto.

La primera riada de populacho irrumpe procelosamente en el patio del Cuartel de Infantería. Con ella llega el comandante Bretaño, de la Guardia civil. No conduce a la chusma, sino que va materialmente arrastrado por ella, como un leño por el mar encrespado. En un instante la oleada plebeya se desparrama por todas las dependencias contiguas al patio y choca y revienta contra los obstáculos. La horda está ciega de rabia: ha tenido más de mil bajas, entre muertos y heridos, y ahora no encuentra sangre suficiente para aplacar su sed de venganza. Con millares de ojos uniformemente encendidos por las brasas del odio, la fiera busca por todas partes: busca las víctimas predestinadas, oficiales, cadetes y falangistas. Algunos soldados comunistas se dedican a delatar a sus jefes y participan en su asesinato. Los va cogiendo a grandes zarpazos, aquí uno, allí cinco, más lejos un grupo numeroso que aún se defiende con tesón. A unos los encierran en una estancia; a otros los asesinan en el acto, a tiros en la nuca o a cuchilladas en la cara, en el pecho, en el vientre; a otros, por fin, los arracima confusamente, a empujones y patadas, y cuando tiene así amontonados doce o quince, con una ametralladora los va segando mecánicamente y haciendo de ellos una espantosa gavilla de muertos y heridos.  

Oficial injuriado por la chusma.

La sangre corre, el olor de pólvora atosiga, el calor abruma, y aquí y allá se elevan como flechas -una vida inmolada por cada uno- los vivas a España, gritos desgarrados, agudos, testimonio de una fe, seguridad de una esperanza, testamento de urgencia en una muerte sin agonía.

«La noticia de esta situación -relata don Manuel Fanjul- produjo gran desconcierto en la sala de Zapadores, donde aún se resistía, como en Alumbrado. Mi padre, a pesar de estar comunicados por dentro los cuarteles y ser difícil la resistencia, pretendió convencer al coronel Fernández Quintana y al comandante Marcos Jiménez de que aún se podía concentrar la defensa en el Grupo de Alumbrado; pero estos dos jefes le alegaron en mi presencia que todo estaba perdido y que nada se podía hacer.» 

Hubo que rendirse a la realidad. ¿Qué podía esperarse? Fanjul abarcó con una mirada el destino que le esperaba. Y lo aceptó resignadamente.

Oficiales saliendo en dirección a la cárcel.

Más pálido que su propio vendaje, en la cabeza del jefe, toda orlada de blanco, sólo destacan las manchas sangrientas de su herida y en las cavernas de los ojos, las pupilas encendidas de fiebre. Con el mismo temple de siempre, no perdido ni un sólo instante desde que entró en la Montaña hace veinticuatro horas, el general Fanjul se dirige a los jefes y oficiales que están a su lado y les dice:

- Señores: voy a entregarme para responder por todos ustedes y evitar en lo que pueda el derramamiento de sangre.

Nadie acierta a formular una sola palabra.

El General se vuelve hacia su hijo y le abraza.

-Padre -murmura el oficial, acongojado, entre el recio apretón de los brazos amantes-, ¿no ves que te van a fusilar?

Eso es lo que querrían decir todos los circunstantes, pero se les anudaba la garganta. El General sonríe levemente y responde en el acto con gran serenidad:

-¡Qué le vamos a hacer! Este es un juego, hijo mío, en que se gana o se pierde: no hay término medio. A mí me ha tocado perder. Otros ganarán para España.

Se acerca el tumulto de los asaltantes. Ya vienen; ya están llegando.

Oficiales saliendo del Cuartel de la Montaña.

Al frente de un grupo de doce o catorce milicianos aparece el capitán Martínez Vicente. Este, que ya opera como dueño del Cuartel, anda a la busca de los jefes. Cuando penetra en la sala de visitas de Zapadores, se encuentra en ella a Fanjul, con el coronel Fernández Quintana, el comandante Castillo, el teniente Grifoll y los brigadas Monmeneu y Ruiz Vera. 

A poco llega también el .coronel Serra con el capitán don Luis Yáñez y los tenientes don Rómulo Fernández Real y don Alfredo Partearroyo. Los envuelve la horda entre insultos y amenazas. Serra abre sus brazos como para contenerlos, a la par que grita:  

- ¡No maltraten a nadie, a nadie, que aquí el único responsable soy yo!

El capitán Martínez echa una torva mirada a los detenidos y se pone a clasificar los que deben ser fusilados inmediatamente y los que habrán de comparecer ante un consejo de guerra. Al general Fanjul y al coronel Fernández Quintana los coge del brazo y los pone a su lado, a la vez que explica:

- Tengo orden de que salgan vivos. Estos saben demasiadas cosas.

En este raro escrutinio son designados varios para ser fusilados en el acto.

El comandante Castillo, que ha visto morir a sus padres sepultados entre los escombros del Cuartel, al escuchar el arbitrario reparto de muertes y vidas o, mejor dicho, de muertes instantáneas y muertes lentas, le grita al capitán verdugo:

-¿Y por qué no me eliges a mí, miserable? Yo también tengo derecho a morir ahora, con estos compañeros que has condenado.

Un oficial es injuriado y escarnecido.
Es inútil. Martínez habla en voz baja con los milicianos. Estos entienden que Fanjul, Fernández de la Quintana, Dessy Fernández, Monmeneu y Ruiz Vera deben comparecer ante consejo de guerra. Y así queda resuelto: a los demás detenidos se los invita a pasar a la Sala de Banderas que está contigua. Antes han salido varios milicianos para apostarse en el pasillo y en los ángulos de aquella sala que dominan su entrada. Conforme pasan, de uno en uno o de dos en dos, los detenidos son cosidos a tiros. De los primeros en caer ha sido el coronel Serra. En pocos momentos, a la entrada de la Sala de Banderas se alza un montón de cadáveres. La sangre corre como un arroyuelo...

Y mientras suenan las descargas que siegan vidas, los escogidos como supervivientes son sacados del edificio, entre insultos, empellones y golpes, para llevarlos a la Dirección General de Seguridad.  

 

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