El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Sedición en el Cuartel.


 

 

Los milicianos en marcha hacia el Cuartel.
Mas de repente, a espaldas de los defensores y entre la tempestad de fuego que los agobia por todas partes, surge del rincón oculto debajo de la escalera una compacta columna de soldados que profieren gritos amenazadores, y al frente de la cual va un cabo de ametralladoras. Lleva un gran trapo blanco atado por dos de sus puntas a un palo. Pero esta sábana, manchada de sangre todavía fresca -arrebatada tal vez de la cama en la que acaba de agonizar algún herido-, es la sucia bandera de la defección. El cabo la tremola nerviosamente, a izquierda y derecha, mientras avanza por el patio clamando: «¡No más sangre proletaria!» y otro grito, bronco y obsesionante, formado por los que le siguen, que tiemblan, le responden y apoyan: «¡Rendición! ¡Rendición!» Ni los estampidos más recios logran ya apagar ese tumulto de pánico. El miedo es incluso más dominador que la muerte.

Los jefes, al darse cuenta, salen unos tras otros a cortar el paso de ese pelotón, aborto de la indisciplina. Pero, ciego y furioso como una manada de toros bravíos alucinados por la tempestad, el tropel de soldados los empuja, los arrolla, los vence. Ya no hay grados ni jerarquías. Un bisoño con puños es más que un jefe con canas. Los amotinados se abalanzan hacia el portal de Infantería, que quedó obstruido por el primer disparo del 15,5, y se ponen a escarbar con las manos en .las ruinas con el absurdo propósito de desescombrar la puerta. En tanto, el cabo, seguido de un corto grupo de tropa, se ha lanzado escaleras arriba hasta el tejado, donde planta la ensangrentada sábana.

El clamor de la horda es ahora imponente. Y como sacudidos por un impulso irresistible, los milicianos se lanzan de nuevo contra la Montaña. Los defensores, que siguen firmes en sus parapetos y troneras, en balcones y grietas, ignorantes de lo que ocurre queman toda su cartuchería. Las armas arden en las manos doloridas. La oleada asaltante rebota por los obstáculos del terreno y deja tras de sí salpicaduras humanas. Un nuevo movimiento de desbandada se inicia. Pero los propios acuartelados de la bandera siniestra, encaramados en los tejados, llaman y alientan a los asaltantes con gritos estentóreos: «¡Entrad, que es nuestro!» El oleaje se adensa y embravece por instantes. Sus avanzadas llegan ya a los muros mismos del Cuartel. El embate es inminente. Algunos guardias de Asalto han conseguido introducirse en el patio de Infantería, seguidos de unos pocos paisanos. Y comienzan a disparar contra los defensores del Cuartel.  

Estos, cogidos entre dos fuegos, nada pueden ya: ni seguir luchando en su sitio, ni replegarse a otras posiciones. Algunos tiran rabiosamente las ametralladoras contra las losas o destrozan a golpes los mecanismos. Los desertores del Cuartel se están adueñan do rápidamente de todo. En muchos balcones aparecen colgando, como por ensalmo, sábanas que sirven de señuelo a los temerosos apostados fuera.

De pronto, un muchacho delgado y diablesco, rota la camisa, roto el pantalón, con la melena desgreñada y los ojos hechos brasas, aparece de pie en el pretil de un ventanal del primer piso empuñando un mosquetón. Su descarnada silueta destaca entre un marco de impactos que los cañonazos recortaron en los recios muros. Y dominando el fragor de la lucha grita:

-¡Aquí, milicianos! ¡La Montaña es nuestra!

En un abrir y cerrar de ojos, como se llena de parásitos un cuerpo caído en plena selva, el Cuartel queda atestado de invasores rojos.

Momento de penetrar la turbas en el Cuartel.

Un grupo heterogéneo, en el que figuran el teniente de Infantería Ezequiel González y los cabos Julián Tejada Díaz, Jenaro García y Luis Martín, penetra en el Cuarto de Banderas tumultuosamente, arrebata la enseña del Regimiento y sale al patio a pasearla entre vítores a la República y al pueblo. Como si fueran ecos, a estas voces contestan otras desde varios puntos del Cuartel. En el inmenso edificio, lleno de escombros y medio arruinado, hay dos bandos que se tirotean entre sí, y nadie sabe con quién va a toparse detrás de un muro cuarteado o al doblar un pasadizo: con un amigo o un enemigo.

«Llevábamos unas tres horas de combate -relata Rafael Garcerán-, cuando, alrededor de las once de la mañana, sonaron unos tiros graneados en el interior del Cuartel de Infantería. Acudí allí con Juan José Ponce de León, y nos encontramos con un grupo de soldados comunistas de Infantería e Ingenieros, varios sargentos y algún alférez, que llevaban la bandera de su Regimiento con un trapo grande blanco en el asta, y gritaban: «¡Viva la República! ¡Viva el régimen!» Comprendí que los disparos que había oído se habían cruzado entre esa tropa y los falangistas de los pisos altos.» 

Pistola en mano les dicen a los soldados que en el Cuartel no se rinde nadie.

La confusión es espantosa. Varios falangistas se disponen a intentar una salida desesperada hacia la estación del Norte y la Casa de Campo -la única vertiente por donde todavía es posible tal vez abandonar la Montaña- cuando aparece el general Fanjul:

- He visto -exclama- lo que acaba de pasar. Esto es insostenible. Hemos hecho todo lo humanamente posible, pero la fortuna nos abandona.

Por una puerta aparecen en este mismo instante unos oficiales que traen con grandes precauciones el cuerpo doblado de un herido de balazo en el vientre. Es el capitán de Ingenieros don Gonzalo Menéndez. y detrás, como una hiena siguiendo la presa, viene un traidor canijo, pistola en mano, gritándole al moribundo:

- ¡Así, así hay que cazarlos a todos!

Es el asesino. Apenas un teniente de Asalto acababa de dar a ese grupo de oficiales la promesa de que si se entregaban no tendrían nada que temer, el forajido ha disparado su arma contra el capitán indefenso.

Los patriotas están siendo acosados. El desmoronamiento de la resistencia producido por tal cúmulo de adversidades ha sido tan rápido, que no les da tiempo de ponerse en salvo. Los guardias de Asalto, además, los persiguen ferozmente, seguidos por la jauría de los milicianos. El coronel Serra, en obsesión de salvar a los demás, dice a los soldados que se vayan, que el Gobierno los ha licenciado. Otros -Moreno Navarro, Gumersindo García, Rafael Reus, Pablo de Pedraza, el hijo de Fanjul y algunos más- gritan, por el contrario, que no se rinda nadie y recomiendan que no se abran las puertas.

Un miliciano, encaramado en un balcón del Cuartel, anuncia el fin de la resistencia.

Pero todo es ya inútil. Por los balcones, descolgándose de los muros como bajados del cielo, o surgiendo por escotillón de las ruinas y las brechas, van entrando a borbotones los asaltantes, como la marejada por una escollera rota en mil pedazos. Al principio asoman con mucha cautela, temerosos; luego, al notar que cesó el fuego, su júbilo se desborda. Dan saltos y brincos de alegría, abrazan a los soldados, se abrazan entre sí. Y unos grupos más atrevidos increpan a los oficiales que encuentran al paso, los insultan, los cogen del brazo y a empellones los encierran. En menos de cinco minutos no queda en la Montaña ni un hombre de tropa. La calle parece la salida de un mitin libertario; abundan los soldados llevados en hombros por grupos de paisanos que exteriorizan con gestos y gritos frenéticos su alegría. Viven la hora inenarrable de su triunfo. La revolución ha vencido. Ninguno de los enloquecidos piensa, ni por asomo, que, ya para entonces, esa revolución que ellos consideran triunfante ha recibido su lanzada de muerte.

El Cuartel queda a merced de la horda; se entra en él de cualquier manera, como en unas ruinas. El comandante Fernández Navarro, uno de los que ha dirigido el ataque contra el Cuartel, refiere así su llegada a la Montaña: 

«Yo conocía el Cuartel. Sabía su punto débil, aquel por donde se puede acercarse al edificio amparándose del fuego. Es la parte que mira a la Estación del Norte: la explanada de los Gimnasios. Por allí trepé. Es un escarpado fuerte. Había algunos alambres de espino y dos reductos de sacos terreros. Desde abajo se veía que estaban abandonas, por miedo sin duda al fuego de cañón que estaban disparando desde la plaza de España. Entré por la tronera de uno de aquellos reductos seguido de algunos hombres. Y grité con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Viva la República! Continué gritando para que los soldados me oyesen. Dije que los jefes los habían engañado, y que debían abandonarlos viniéndose con nosotros. A mi lado cayó el último herido. Por la puerta que da a esa explanada salió un grupo de soldados, algunos con instrumentos de música. Yo salí del reducto. Les hablé. Cogí la bandera, y seguido de ellos y de algunos paisanos avancé hacia la explanada principal. Tiraban desde las ventanas. Grité: «¡No tiréis!». Los carros blindados habían quedado detenidos en la cuesta. Detrás, unos guardias y muchos paisanos armados. «¡Adelante, adelante!», les gritaba yo. Adivinaba el estupor de los que estaban dentro, y comprendía que era necesario aprovechar este desconcierto. «¡Adelante!»

Son las doce menos diez.  

 


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