El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Las turbas se dedican al saqueo.


 

 





Aspecto del despacho que utilizó el general Fanjul.

Una vista interior del Cuartel de la Montaña.

Reparto al populacho de las armas encontradas en el Cuartel.

Los guardias de Asalto que intervinieron en la lucha regresan a su Cuartel de Pontejos.

Ahora, enmudecido el estruendo, pasado el peligro, es cuando llega al Cuartel la turbamulta que ha estado contemplando de lejos la lucha. llega como un torbellino, arremolinada de curiosidad e impaciencia. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes: baraúnda patihularia que viene a contemplar los restos de la matanza, a comprobar con los ojos, a palpar con las manos, que esos cañonazos, esas bombas, esas ametralladoras y esa fusilería han penetrado en carne humana. Es como la verbena de la muerte.

Los de los botijos y pellejos de vino; los de las guitarras y las castañuelas; las bandas de prostitutas, del brazo de matones del hampa, que esta mañana, al clarear el día, venían corriendo de todos los contornos madrileños, temerosos de llegar tarde al horrendo espectáculo, son admitidos a penetrar en el ruinoso escenario. Toda esa chusma está rendida de emociones fuertes y de aguardar a pie firme largas horas bajo el sol abrasador de la calle. Y barajados en el turbión maloliente, a sudor y a pólvora, llegan también no pocos mozalbetes, golfillos de las callejas madrileñas, aprendices de granuja, sin casa ni calor familiar, algunos casi niños aún, pero ya contagiados del salvajismo de la plebe.

Esos extraños verbeneros entran tropezando en los escombros. Y el horror de lo que descubren, lejos de amilanarlos, les encandila los ojos y les dilata las narices con un reflejo bestial: Van brincando por encima de los que yacen heridos, sin atender a sus lamentos, hurgando entre la ropa de los cadáveres ensangrentados o acercándose cautelosamente -¿estará muerto o vivo?- a los cuerpos inmóviles de los que aún parecen guardar el mismo sitio que defendieron, doblados en los alféizares de las ventanas en posición de figuras de cera.

Algunos heridos gritan aún y otros pretenden arrastrarse hacia una salida -¿qué salida?-, mientras una banda de música toca incesantemente el Himno de Riego y La Internacional. Los visitantes se dispersan a centenares, a millares, por las lúgubres ruinas, y emprenden una búsqueda frenética, de trapero macabro, recogiendo insignias y medallas militares, machetes, fusiles, hasta guerreras empapadas en sangre y sudor de agonía: «recuerdos» de esta criminal visita para llevárselos a casa, como se lleva una banderilla arrancada del último toro en día de gran corrida.

El sol parece brillar ahora, sobre el asolamiento de la Montaña, con una intensidad insolente. Hace un calor asfixiante entre las piedras calcinadas y la sequedad de los montones de polvo. Ha comenzado ya la tarde, y como se acerca la hora del almuerzo y muchos de estos visitantes vienen de muy lejos, sacan sus provisiones aquí, en medio de esta inmensa desolación, rodeados de cadáveres. Buscan un asiento propicio y un poco de sombra. Alzan la mirada al cielo, sin una nube; bostezan de cansancio, y luego, tranquilamente, comen unos bocados y beben un trago ...

Poco a poco estas comparsas van desapareciendo. El calor y la fatiga las alejan. Se acabó la verbena y, en cambio, se inicia otra peregrinación inefable.. la peregrinación del dolor y la gloria. Bajo el fulgor rabioso de este sol implacable comienzan a acudir a la Montaña silenciosas mujeres, solas o en pequeños y atribulados grupos de dos o tres. Vienen llorando, pero sin osar gemir y conteniendo las lágrimas. Son esposas, madres, hermanas, hijas o novias de los acuartelados. Todo Madrid ha estado pendiente de la tremenda lucha, y al conocerse el resultado de ella en millares de hogares ha dado un salto el corazón. ¿Estará allí el ser amado? ¿Se encontrará entre los caídos? Han venido a verlo, temblando; y cuando penetran vagamente en la Montaña, a pesar de la luz cegadora van a tientas, con las manos delante, como si penetraran en la eternidad.

Por la calle de Bailén abajo va un niño de diez o doce años. Empuña un revólver, que parece enorme en su mano chiquita, y va llorando, ensimismado como un sonámbulo y diciendo estas raras palabras:

- ¡Canallas!... ¡Asesinos!... ¡Habéis matado a mi padre!... 

Algunas mujeres, por compasión unas, por curiosidad otras, rodean al niño. El pequeño repite:

- ¡Sois unos criminales! -grita-. ¡A mi padre le habéis asesinado! Pero yo voy a vengarle...

Unas vecinas de la calle salen a calmarle. Es inútil. El chiquillo no quiere oír nada, no hace caso de nadie. y mientras los milicianos se encogen de hombros, sonriéndose, y las mujeres callan, apesadumbradas, el niño sigue adelante, calle de Bailén abajo.

Las ruinas del Cuartel de la Montaña, un poco ya a contraluz, porque avanza la tarde, surgen al fondo de la perspectiva urbana nimbadas con un vasto resplandor de calvario ...

 

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© Generalísimo Francisco Franco


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