El Cuartel de
la Montaña
Caídos
por Dios y por España.
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El
Coronel Serra advierte la imposibilidad de resistir.
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El
capitán de Aviación don Juan Ponce de León y Cabello. |
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En
una estancia todavía intacta, el coronel Serra reúne a varios
jefes y oficiales de su Regimiento. Manda cerrar las puertas y,
mientras sigue cayendo sobre el Cuartel una catarata de metralla, el
Coronel les dice a los congregados:
-
No es posible seguir así indefinidamente. Nuestras armas no
tienen comparación con las e enemigo. Yo veo en las caras de
nuestros soldados que están aterrorizados. Si esta misma noche no
logramos realizar la salida proyectada, tendremos que entregarnos.
Entonces, y ya desde ahora, es seguro que nos matarán al General
y a mí, y acaso a algún otro jefe. Pero los demás podrán
salvarse. Y yo creo que lo importante es que las cosas no lleguen
al punto de que no se salve nadie.
Calla
el Coronel. Callan todos. Ni uno solo de los reunidos acierta a
expresar de momento su contenida emoción. Pero en los ojos de
algunos asoman las lágrimas con un fulgor de profunda ternura que
cabrillea sobre los rostros severos, fatigados, inmóviles.
El
Coronel predice el final trágico del Cuartel: sabe que lo van a asesinar
las hordas sin remisión alguna, como también al General, y tal vez a
alguno más. y sólo le preocupa salvar al resto de la guarnición con su
sacrificio.
El
silencio angustioso de los reunidos, en medio del trueno ininterrumpido de
las explosiones, da a la escena una emoción angustiosa. Uno de los
oficiales contesta, por fin:
-
Mi Coronel: después de las horas de fuego que llevamos y de las bajas
que hemos hecho al enemigo, ninguno de nosotros tiene salvación
posible, si nos cogen vivos. Además, no hay aquí nadie que por su
voluntad pueda entregar el Cuartel.
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Y
al oír esto, al Coronel le dilata el semblante una sonrisa muda e
inefable. Pocas palabras más para coincidir en lo mismo. El Cuartel se
hundirá con todos sus defensores dentro. La breve reunión se disuelve y
la desesperada resistencia de la Montaña redobla en intensidad furiosa.
Todas las aberturas guarnecidas por los patriotas escupen fuego certero.
La instalación de altavoces encaramada sobre un tejado de la calle de
Ferraz, se despeña hacia la calzada desierta, arrebatada por una ráfaga
de ametralladora. Las bajas de los gubernamentales empiezan a ser tantas
que se les hace difícil la evacuación de los heridos. Al final de la
Gran Vía, en el cine Velussia, han instalado un hospital de sangre y está
abarrotado.
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El
capitán de Caballería don Antenor Betancourt González. |
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También
entre los defensores de la Montaña, la muerte EL hace su cosecha.
En la explanada principal, el capitán don Emilio Tenorio Jiménez y
el teniente don Luis López Fando dirigen el fuego de las
ametralladoras, y en este servicio les llega
la muerte. Como muere el teniente don Luis Sousa Rodríguez al
frente de una agrupación de morteros ante la plaza de España.
Frente a la explanada del Gimnasio, sucumben los tenientes Arturo
García Martínez, al frente de un grupo de cadetes, y Eduardo Pérez
Lombana, a la cabeza de una guerrilla de falangistas. Con
falangistas y algunos soldados desarrolla un contraataque el
comandante de Caballería don Carlos Gutiérrez Maturana, que
encuentra la muerte en el empeño. El capitán don Jesús Ahijón
Godíll consigue ahuyentar al enemigo, que había llegado al pie de
los muros del Cuartel. Al cadete don Jesús de la Cruz Presa, hijo
del general Cruz Boullosa, le alcanza la muerte en su puesto.
Con
sangre y con vidas se taponan, en medio de un delirio patriótico,
las brechas que abre la embestida marxista. ¡Qué caudal de heroísmo
derrochado en una lucha desigual, acérrima y sin esperanza!...
Sin
esperanza, porque la superioridad numérica y el material de los
sitiadores siguen siendo aplastantes. El ataque continúa con implacable
ferocidad. Los sitiados han de preparar su retirada al último reducto de
la Montaña, porque los primeros planos de defensa van desmoronándose. El
General ordena que todos los cerrojos de fusil guardados en el Cuartel de
Infantería sean trasladados al más apartado pabellón del de Zapadores.
La fachada y las galerías interiores que corresponden al cuerpo de
edificio lindante con la calle de Ferraz y con la explanada contigua a la
plaza de España están destrozadas por el bombardeo. Más de la mitad de
la inmensa mole aparece acribillada a cañonazos. Ni uno sólo -¡tan fácil
es la puntería!- ha fallado el blanco. Los montones de escombros
obstruyen el interior del Cuartel. Sus paredones todavía enhiestos
amenazan ruinas; los montantes de las aberturas están hechos astillas;
los parapetos se rajan y desploman; los sacos de arena se revientan; los
sillares de piedra saltan como corchos livianos... En la cantina, apartada
y profunda, se han cobijado las familias de algunos jefes cuya vivienda
está en el Cuartel. |
Después
de ocuparse de sus oficiales, el Coronel encarga a Méndez Parada que vaya
a informarse de la situación en que se encuentra esa gente, atribulada e
indefensa.
«El
espectáculo era horrible -refiere aquél-. Todas las mujeres llorando.
La cantinera, herida, con los cabellos pegados con sangre a lo largo de
los carrillos. Las tranquilicé. Y volví a ver al Coronel para decirle
que quedaban más sosegadas, pues les dije que los cañonazos que se oían
no eran contra nosotros, sino que venían de Campamento, contra los
rojos, y que esos artilleros estaban al llegar. Así lo creíamos
nosotros.»
La ilusión debía acompañarlos
hasta el último instante.
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