El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Fanjul y Serra, heridos.


 

 

El coronel de Infantería don Moisés Serra Bartolomé.

Son las diez y media. El sol está ya muy alto y empieza a caer a plomo sobre los patios del Cuartel. Cuando pasan y repasan los aviones, se los ve surgir a contraluz, sobre un fondo de cielo deslumbrante como una ascua.

En este momento suena un cañonazo, más rotundo e imponente. Acaba de dispararlo la pieza grande, la de 15,5. Esta vez el proyectil va en derechura al despacho mismo del jefe de la Montaña. Buena puntería: la granada perfora el muro de la fachada que mira a la plaza de España y la pared del pasadizo que va de la puerta al patio; arranca de cuajo el entarimado; hace añicos los tabiques de una estancia contigua, donde algunos cadetes defienden la entrada del caserón; rompe con aparatoso estrépito la cristalería del corredor, y deja, en fin, a su paso, una escombrera imponente, en la que caen envueltos en cascote y polvo, entre otros militares, el general Fanjul y el coronel Sena.

Cuando se consigue extraerlos de los escombros, ambos jefes tienen el rostro pintado de amarillo por los brutales brochazos de la trilita. El General está herido: se le ha clavado en la cabeza un trozo de metralla. Hilos de sangre le surcan el rostro y se le cuajan en la barba blanca. También ha sido alcanzado el coronel Sena: la metralla le picó en un brazo. Uno y otro se niegan a ser curados, pues afirman que sus heridas no tienen la menor importancia. Pero los oficiales ven claramente que necesitan ser atendidos, sobre todo Fanjul. Y consiguen trasladarlos al Regimiento de Zapadores, menos batido hasta ahora, y las curas podrán allí hacerse con mayor reposo.  

Con esa explosión ha quedado materialmente cerrada la puerta de la calle de Ferraz, la que domina la rampa y la explanada. Los escombros que la obstruyen alcanzan más de dos metros de altura y considerable espesor. No importa: como no habrá que defender esa entrada, por defenderse ella sola, las ametralladoras que la guardaban podrán ser emplazadas en otro lugar. Y para sustituir a los grandes jefes, mientras se los atiende, no faltarán grandes ánimos.

El coronel Serra no se ha quitado aún el polvo de sus gafas rotas. A regañadientes ha dejado que le vendaran el brazo. Lleva todavía en el rostro la máscara de la trilita. Y así, sucio, infatigable, a pesar de su inmensa fatiga, se pone a recorrer personalmente todos los puestos de la Montaña para cumplir un deseo de Fanjul: de que las tropas se preparen para la inmediata salida.

Hay que modificar el plan trazado ayer. Ante la cantidad de elementos que el Gobierno ha acumulado contra el Cuartel, no es posible dejarlo casi desguarnecido. Una parte de la fuerza debe quedarse custodiando el edificio, mientras la restante sale en busca de la anhelada columna, la de Campamento, para luego entrar juntas en Madrid, a cañonazo limpio, y atraerse a toda suerte de afines. Pero el bombardeo continúa, cada vez más nutrido y certero, y también más mortífero. Ya son muchas las bajas que se registran en los distintos sectores en que se ha dividido la defensa. La sangre salpica los muros y los parapetos. Si el ataque sigue con semejante intensidad el esfuerzo de los patriotas no podrá sostenerse mucho tiempo.

El Coronel prodiga sus esfuerzos para tranquilizar a su tropa. Pretende formar un batallón para intentar una salida. Pero el Comandante a quien confía la misión de constituirlo opone serios reparos al proyecto; el Coronel insiste con energía, y al fin, tras de laboriosas gestiones, se logra reunir sólo una compañía. Mas, en el momento de formar en el patio, el bombardeo arrecia, y los soldados se desperdigan.

Hay que formar de nuevo la compañía dispersa. Se proyecta que esa compañía establezca contacto y se una con la que está organizándose en otra parte del Cuartel. Pero no hay manera de juntarlas. La presión del fuego lo impide.

Un cañonazo desmonta al propio tiempo dos morteros emplazados en el último piso. La explosión de la granada y los chorros de ladrillo, cascotes y astillas que llueven sobre el patio. La situación empeora a medida que se amontonan los escombros. El polvo que levantan las explosiones forma una nube cegadora y asfixiante. Hace un calor de horno. Pero no decae el ánimo de los que luchan, sostenido más bien por un ideal que por una esperanza de triunfo. Suenan de pronto gritos en la galería. Y de pronto un capitán, varios sargentos y soldados bajan al patio, jadeantes, cubiertos de polvo amarillo. Algunos afirman que han sido atacados con gases.

Mas el Coronel, mostrando su propio rostro, pintado aún por la trilita, hace ver a sus soldados que no hay más gases que los de la explosión. Con esta explicación la gente parece tranquilizarse y los jefes consiguen formar por fin el batallón que habrá de intentar unirse a las fuerzas de Campamento.

El comandante de Artillería don Gonzalo Méndez Parada.

Cuando todo está a punto para salir surge la dificultad más grave: la puerta de Zapadores se encuentra batida de lleno por las ametralladoras de la guardia de Asalto, que la enfilan desde varios puntos. Y tan pronto como el enemigo advierte movimiento en el portal, lo cierra materialmente con una infranqueable cortina de fuego. Las balas rebotan y silban en granizadas y los soldados se vuelven.

Serra, que advierte el retroceso apresurado de quienes se sienten abrasados, queda cabizbajo y silencioso. El comandante Méndez Parada, que se halla a su lado, le dice:

-Si no hay manera de salir con el batallón formado, ¿por qué no irrumpidos ahí fuera con granadas de mano, y sea lo que Dios quiera?

El Coronel levanta la cabeza sin decir palabra. Su larga experiencia le sugiere, a la vista de la situación, que le va a ser más que difícil abrirse paso a través de las calles, barridas de ametralladoras y cruzadas de trincheras. Pero en fin: hay que jugarse el todo por el todo. Serra ordena aun capitán que se preparen las granadas.

-Advierto a mi Coronel -responde aquél- que casi todos los granaderos de la Montaña están con permiso.

-¡Santo Dios! -exclama Serra, con un gesto brusco, de contrariedad y de ira-. Pero ¿es que no se va a poder intentar nada?

-Cuando lleguen las fuerzas de Campamento -contesta resignado el capitán- se podrá intentar todo.

El Coronel suspira profundamente.

-Bien -murmura-. Esperaremos...

En ese instante aparece el capitán Cea, de Infantería. Parece venir de molde: baja de los tejados del Grupo de Alumbrado, donde está el heliógrafo, y asegura con visible alborozo que se ha establecido comunicación con Campamento y que la columna salvador a ha salido ya.

La esperanza vuelve a alumbrar el rostro de muchos. La consigna es resistir como se pueda hasta que el contacto con los de Carabanchel quede establecido. Y cuando bajo la lluvia de proyectiles las formaciones vuelven a romperse, los jefes y oficiales las rehacen afirmando que se trata de un último esfuerzo, de una resistencia final, porque las fuerzas libertadoras se aproximan y están a punto de aparecer ante el Cuartel.

La lucha redobla entre los defensores y los asaltantes. Otra vez refulge el heroísmo que los españoles reservan para las horas de su desesperación. Jefes y oficiales, cadetes y falangistas, rivalizan en su desprecio a la muerte. Algunos sargentos y cabos luchan también denodadamente. El convencimiento que ya se tiene de la inutilidad de la defensa ha inspirado un orgulloso sentimiento que supera a la adversidad: ya que no se puede vencer se sabrá morir.

En la refulgencia cegadora del cielo, por encima de la Montaña, todo son estallidos y relampagueos. Aviación, cañones y morteros machacan de continuo la mole agrietada y hundida. Anchos boquetes taladran los muros. Aquí y allá surgen de los tejados humaredas de incendio. Y grandes lienzos de paredón, con tabiques y techos enteros, se derrumban estrepitosamente.

En un rincón del patio de Infantería, bajo la escalera, se reúnen los conspiradores que anhelan y maquinan la derrota del Cuartel. Allí están dos sargentos, con varios cabos y soldados, que formaban la célula comunista del Cuartel. Se han refugiado por miedo al bombardeo: el rincón está formado por dos gruesas paredes y como protegido por la concavidad del tramo abovedado. Esos hombres discuten sobre el medio más rápido y seguro para desertar de la Montaña.

Súbitamente, el rincón, la escalera, los muros y el edificio entero retiemblan como si fueran a hundirse. Una bomba de Aviación ha caído muy cerca. Al desvanecerse la humareda, una de las paredes contiguas se cuartea silenciosamente, despacio, como si fuera de papel y unas manos invisibles la estuviesen rasgando poco a poco. Los soldados vuelven las miradas hacia la insólita transformación y se quedan pasmados al ver que el muro acaba de abrirse sin ruido y de la enorme grieta que lo parte brota, cubierto de cascote y polvo, el capitán Santiago Martínez Vicente, a quien nadie había visto aún en toda la mañana.

-Muchachos -les dice el oficial, sacudiéndose y mirando con azoramiento a uno y otro lado-,  ¿qué hacéis ahí? ¿Cómo no estáis ya en vuestras casas?

Los soldados, que reconocen al punto al capitán, no extrañan el lenguaje que aquél les habla. Martínez Vicente es un gran amigo de Casares Quiroga y afecto al Frente Popular. En la Montaña desempeña el papel del gusano en la fruta. Esta mañana, cuando clareaba apenas y ya se presentía el ataque al Cuartel, varios oficiales que conocían los antecedentes marxistas del capitán le detuvieron y encerraron en esa habitación, de la que ahora ha salido como se filtran los fantasmas, por los efectos mágicos de la bomba de Aviación, situándole en un coro de traidores como él. La suerte los ha acoplado y fortalecido. El capitán Martínez Vicente ya no es un solitario detenido ni el grupo de sargentos y cabos una grey sin pastor: juntos forman una pandilla con su cabecilla al frente.

Se conspira también en otros lugares. Cerca de la cocina del Cuartel de Infantería otro grupo de sargentos y cabos desmoralizan a cuantos soldados se aproximan, repitiéndoles que el Cuartel está perdido y que si no se rinde todos van a morir como ratas. La noticia de esta confabulación de derrotistas llega a oídos de varios jefes, quienes pistola en mano se presentan ante el grupo, lo dispersan e intiman que ocupe cada cual su puesto.

Pero el desánimo está en el ambiente. Hay que tener temple de héroe para respirar sin intoxicarse un aire de catástrofe, pues lo cierto es que el Cuartel se hunde poco a poco y sus defensores caen en la brecha uno tras otro. Todo huele a pólvora, a chamusquina, a escombros y a sangre. Ante un grupo de soldados que se apartan en silencio, conmovidos, pasa una camilla en que yace el capitán Alcántara, tocado por la metralla. Los camilleros tienen que sortear los obstáculos acumulados a su paso por el bombardeo, mientras siguen estallando las bombas y los cañonazos. El herido pasa sin decir palabra, sin un lamento ni un suspiro, clavadas sus manos exangües en el borde de la angarilla. Al ver ese dolor contenido, algunos soldados reprochan con voz bronca el derramamiento de sangre y acusan a los partidarios de la resistencia. Un camillero replica indignado. Suben las voces. Y de pronto, al percibirlas en medio de su atroz sufrimiento, el herido se incorpora en un esfuerzo supremo, y pálido, balbuciente, grita a la cara de los murmuradores con voz atenazada, pero llena de alma:

-¡Esto no es nada!... Hay que seguir luchando... ¡Viva España!

Y se desploma.

Este y otros muchos ejemplos de sacrificio y heroísmo no bastan para contener la desmoralización. El sargento Ciudad se ufana de haber inutilizado las granadas de, un mortero. Otro sargento, al terminar su observación al través de una tronera, se vuelve hacia los soldados y les dice:

-¡Que cada cual se salve como pueda! La Guardia civil está peleando al lado del pueblo.  Es criminal que se nos obligue a luchar contra todo Madrid.

La frase, rauda como un reptil, se desliza entre los soldados y los deja aturdidos. Precisamente aumenta en aquellos momentos la presión exterior. Los atacantes se han dado cuenta de su ventaja y arrecian en su esfuerzo por penetrar en el Cuartel, al que ya consideran como presa segura. Las voces que claman por una rendición inmediata se alzan descaradamente. De los balcones que miran a la plaza de España, los más batidos por el enemigo, hay que retirar a varios tiradores expertos que han caído en la refriega. Para de s cubrir las bajas hay que acudir a los cadetes y los falangistas.

El propio Fanjul, que recorre el Cuartel, sorprende una y reunión de soldados en plena indisciplina. Un cabo los está incitando a la rebelión contra los jefes. El General, al darse cuenta de lo que ocurre, dirige la palabra a los vacilantes, s los enardece y consigue atraérselos por unos instantes. Mientras el cabo desaparece vergonzosamente, los soldados prorrumpen en vivas a España y al General.

Pero Fanjul va perdiendo las fuerzas: sube la fiebre y le rinde la fatiga. Echado en un diván del Cuarto de Banderas, en el Regimiento de Zapadores, sigue anhelante aguardando noticias de las fuerzas que él supone han debido de salir de Campamento. La ovación que acaban de hacerle los amilanados muchachos a quienes arengó le infunde confianza en que todavía podrá echarse a la calle con esas fuerzas en cuanto asomen las de Carabanchel. y si por s desgracia no llegasen, el General dice que está elaborando e un nuevo plan para desarrollarlo en cuanto caigan sobre este día aciago las sombras propicias del anochecer. Hasta ese momento hay que reforzar la defensa, hay que mantenerse firmes, hay que... Y efectivamente, alentado y sostenido por la tensión alucinadora de sus arterias, el General, que apenas puede moverse, sigue dando órdenes sin cesar mientras el Cuartel naufraga al doble embate que lo azota por fuera y por dentro.

En este punto aparece el coronel Serra. Su rostro, macerado por la angustia, el insomnio y la fatiga, simboliza el dolor y la emoción de aquella hora de sacrificio definitivo. Conserva, sin embargo, entero y sereno su ánimo, sin que le turbe la certeza de su próximo y aciago fin. Adivina la esterilidad del esfuerzo de los patriotas, la imposibilidad de rehacerse y de romper el cepo que los asfixia. Se lo dice a Fanjul, que se halla en situación muy parecida. Con la cabeza vendada, febril y deprimido por la pérdida de sangre, Fanjul no ceja. Sueña con ejércitos inverosímiles que vienen en auxilio de los sitiados, con una acción conjunta de toda la guarnición de Madrid, o acaso espera que se produzca el milagro...

 

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