El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Interviene la Aviación.


 

 

Alrededores del Cuartel de la Montaña, muchedumbre heterogénea.
De pronto, un nuevo rumor se cierne en los aires. Las galerías del Cuartel se llenan de curiosos; las ventanas interiores se abren como por ensalmo; los que están en los patios levantan rápidamente los ojos al cielo. Un avión: se le reconoce en seguida: es un Breguet del Gobierno. Es el aviso de que va a dar comienzo el ataque.

Una sacudida indefinible, tal vez de indignación ante la amenaza y de secreto júbilo por salir al fin del enervamiento y la inactividad en que yacen, levanta en pie a los defensores de la Montaña. Fanjul ordena que todos ocupen sus puestos. 

Los oficiales y cadetes emprenden la distribución de núcleos combatientes. Es necesario multiplicar los puntos de defensa, ante las proporciones del edificio, que tiene grandes zonas despobladas. Una hueste de falangistas pasa a ocupar varias dependencias del Grupo de Alumbrado, adonde transportan armas y municiones sacadas del Cuartel de Infantería. Luego se, dividen en tres secciones: una queda en el Gimnasio; otra se reparte por los balcones que se asoman al paseo de Rosales, y la tercera por los que miran al del Coronel Montesinos. Fuerzas de Falange defienden también unos parapetos que se improvisan con sacos terreros y piedras, en la zona que mira a la estación del Norte.

Son unos momentos de indescriptible emoción, éstos que preceden al asalto. Nadie desconoce ya la fuerza del enemigo, su aplastante superioridad, no sólo en cuanto al número de hombres, sino de medios: cañones, carros blindados, morteros, aviación... Se sabe además, que ocupa posiciones dominantes en las terrazas y azoteas de las casas próximas y que el Cuartel está rigurosamente cercado y sin posible salida los sitiados. ¿Cómo acabará la desigual pelea que va a iniciarse?

Para que los soldados bisoños la afronten con buen ánimo, el capitán Rosado arenga a los soldados tras el frugal desayuno y les comunica alentadores informes. Dice que una División entera, mandada por el general Mola, baja a marchas forzadas, desde el Alto del León, para estar en Madrid esta misma mañana del 20. Añade que se han sublevado los cuarteles del Conde Duque, de Cuatro Vientos y Vicálvaro. En muy poco tiempo el Ejército será dueño de la capital. Para la Montaña, todo se reduce, en el peor de los casos, a tener que resistir unas horas... La tropa queda, entretanto, relegada a las compañías. Se la utilizará o no en la medida que convenga, según lo aconseje el curso de los acontecimientos. Sólo se escogen de entre ella algunos tiradores probados, para situarlos en los sitios estratégicos.

La Aviación gubernamental pasa de nuevo sobre la Montaña. Esta vez un aparato, pilotado por el capitán Rexach, aviador muy significado entre los revolucionarios, que desciende hasta casi rozar los tejados, haciéndolos retemblar a su paso. Una lluvia de octavillas blancas cae en los patios llenos de soldados: en esas hojas, que bajan errando por el aire, se induce a las tropas a desobedecer y abandonar a sus jefes. Los cadetes y los falangistas, impacientes e irritados, pretenden abrir fuego contra el avión, que continúa revoloteando sobre el Cuartel, como ave de mal agüero. Pero el coronel Serra los contiene: nadie debe disparar mientras el enemigo se limite a arrojar papeles.

Pretende el Gobierno, antes de batir en brecha los muros, quebrantar el ánimo de los acuartelados, abatir su moral, relajar sus nervios. Y como si todo obedeciera a un cálculo de terror, mientras los aviones pasan y repasan con estruendo, la batería de altavoces instalada en la azotea de la casa númer02de la calle de Ferraz lanza con su voz desgarrada un llamamiento supremo a las tropas de la Montaña y repite lo que las octavillas dicen:

«Soldados del Cuartel de la Montaña-grita el vozarrón-: os engañan los que os mandan. porque no quieren salvar a la República, sino hundirla, y, además, porque ya no tienen mando sobre vosotros.

El Gobierno de la República os ha licenciado automáticamente; tenéis la licencia absoluta en vuestra mano. Basta con que abandonáis a los jefes y oficiales y salgáis a la calle en busca de nosotros, del pueblo que viene a libertaros, de vuestros hermanos los trabajadores de España.

Salid del cuartel, sin armas, sin deseos de matanza, sin miedo a nosotros, que somos, como vosotros, pueblo. Y hoy mismo podéis marchar a vuestras casas para abrazar a vuestras madres, a vuestras hermanas, a vuestras novias.

¡Salud, camaradas soldados!.»

Algunos soldados de la Montaña adictos al Frente Popular, tentados por la serpiente, desconfían y vacilan.

A las seis y media de la mañana se desencadena de pronto un vivo e intenso tiroteo en el exterior del Cuartel. Más que una orden expresa de abrir el fuego, parece que las armas del populacho se han disparado por solas. Empieza a sentirse el calor. Las filas de milicianos, asomando en las bocacalles o guarecidas en salientes y obstáculos, están muy apretadas. Fusiles y pistolas echan chispas, como pedernales. Desde los tejados repiquetean algunas ametralladoras. Saltan hechos añicos los cristales del Cuartel. Sus defensores contestan en seguida con fuego de fusil y modero.

Caen de una y otra parte las primeras bajas. Hay muertos y heridos en la calle y entre los patriotas. Pero los luchadores de la Montaña, enardecidos, replican con vivísimo fuego, que desconcierta y arredra a los sitiadores. A las primeras descargas unos miliciano s partieron en oleadas, como si llevaran el propósito de lanzarse al asalto. La réplica del Cuartel, que tiende por el suelo bajo la arboleda contigua y en plena calle de Ferraz a varios asaltantes, y los gritos y lamentos que salen de sus pechos hacen que el ataque se convierta en plena desbandada. Algunos jefecillos van inútilmente de un lado para otro, como perros de rebaño asustado, gritando:

-¡Adelante!... ¡A la lucha!... ¡Adelante!...

Los fugitivos siguen alejándose, unos hacia la plaza de España, otros hacia la Moncloa.

Pero todo eso parece haber sido una precipitación anárquica de los milicianos o una orden falsa. El teniente Moreno, que ha recibido las instrucciones del Ministro de la Guerra, cree que éste es el momento de intimar a los sitiados la rendición o amenazar con el bombardeo. Se da la voz de «¡Alto el fuego!» Cesan por fin los disparos y se procede a recoger las víctimas.

Esta escaramuza inicial ha durado unos diez minutos. El teniente Moreno busca un miliciano capaz de parlamentar con los jefes de la Montaña. Es empresa prolija. Por fin, el oficial de Asalto elige a un afiliado a la C. N. T., hombre tosco, pero infatuado y locuaz, que ha hecho sus ejercicios oratorios en mítines y asambleas sindicalistas. Se llama Francisco Carmona Martínez. Estuvo complicado en el atraco a la camioneta de la Casa de la Villa, que transportaba fondos municipales. Tal es el representante gubernamental que va a intimar la rendición de los militares.

Le entregan un gran pañuelo blanco, que le sirve de bandera para aproximarse al Cuartel. Lo ata por dos de sus cabos al extremo de un palo, lo enarbola, y así avanza Francisco Carmona por la calle de Ferraz, a guisa de parlamentario, hacia la puerta de la Montaña. Va sin camisa, calzado con zapato blanco, el pelo todo revuelto, y seguido de cerca por unos cuantos milicianos.

En torno se ha hecho un gran silencio. El emisario atraviesa el espacio que separa el Cuartel de la plaza de España, y en cuanto llega a lo alto de la rampa que conduce al portal de Infantería le salen al encuentro varios oficiales. Se ve o que los dos grupos, militares y paisanos, hablan entre sí unos instantes, a cierta distancia. Y luego el parlamentario, solo, es introducido en la Montaña. Sus acompañantes quedan fuera aguardándole. Son las siete menos cinco.

Cuando el miliciano emisario llega a presencia del coronel Serra, que ha sido designado para recibirle, parece turbarse. La severa sencillez militar le ha sobrecogido. En nada se asemeja esto a lo que el hombre frecuentó hasta ahora. Al preguntarle a qué viene, contesta premiosamente, como el bandolero que, para guarecerse de una tempestad, sin pensar, llama a un convento. Hace evidentes esfuerzos por mostrarse fácil de palabra; y poco a poco va dominando su impensada emoción. Dice que la lucha ha de ser dura, pues «en ambos bandos hay ya muchas bajas». ¿Ya qué seguir derramando sangre «cuando la superioridad del pueblo en hombres y en armamento es tan manifiesta»? Vale más que los sublevados la reconozcan a tiempo y se rindan. Para ello «se les concede» un plazo de diez minutos. Una vez transcurridos, si cuantos hombres hay en la Montaña no. han depuesto su actitud y entregado las armas, el Cuartel, con todos los acuartelados, será reducido a escombros por la Artillería y la Aviación. Al final, Carmona ha ido recobrando su aplomo y conseguido echar un pequeño discurso.

El Coronel lo ha escuchado pacientemente, sin que se alterase ni moviese un solo músculo de su faz bondadosa, entre paternal y quijotesca. Y al ver que, por fin, se para, le pregunta al emisario:

-¿Ha terminado usted?

-Yo -replica al instante- he venido con la intención de realizar un buen servicio a «todos».

Y poniéndose una mano sobre el pecho, con gesto magnánimo y entonación teatral, añade:

-Reconozco la caballerosidad y el valor de quienes están aquí presentes; pero se hallan ustedes equivocados, porque se conducen como enemigos del pueblo.

El Coronel se levanta sin decir palabra, y sólo al verle de pie se calla nuevamente el emisario. Entonces Serra, con sencillez y en tono de indulgencia, como si hablara a un niño descarriado, le dice a Carmona que el Ejército no es ni puede ser enemigo del pueblo español, porque constituye su misma esencia. Y que incluso a ese «otro pueblo», al cual se refiere el miliciano, el Ejército español le tiene más amor que los dirigentes que lo están engañando. Añade que, fiel a las leyes de caballerosidad, dejará al emisario irse del Cuartel tal como ha venido. Y finalmente le dirige un ruego: que cuando salga de la Montaña el camión encargado de ir a buscar pan para la tropa, no sea hostilizado. Todos los jefes y oficiales dan su palabra de honor de que no comerán ni un bocado: el pan que entre en el Cuartel será enteramente para los soldados.

El emisario pregunta en tono de pasmo, casi de admiración:

-¿Quiere eso decir que el Cuartel no se rinde?

-Exactamente. Diga usted a... quienes lo envían que el Cuartel no se rendirá mientras aquí dentro quede vivo uno solo de sus defensores. Vamos, pues, a matarnos como hombres.

Carmona balbucea:

-Bien. Veo que son ustedes unos valientes.

Y mientras camina otra vez hacia la puerta, ensimismado y confuso, como ante algo misterioso que no alcanza ni entiende, murmura con voz apagada:

-Pero llevan a sus soldados a un sacrificio estéril ...

Carmona atraviesa el portal, se reúne con sus acompañantes, y todos juntos se alejan hacia la plaza de España.

Unos oficiales vigilan el grupo de milicianos, hasta que desaparecen por la rampa de la calle de Ferraz. La escena de parlamento no ha durado más que minutos.

El regreso de Carmona y su pequeña escolta a las filas gubernamentales lo señala un áspero clamor de la muchedumbre expectante. En la sola actitud de los comisionados, con el pañuelo lacio colgando del asta de palo, la chusma ha comprendido que la embajada acaba de fracasar. Y la gente no estaba por que triunfase: aquí se vino a ver una degollina humana lo más feroz y sangrienta posible, no a que por una causa cualquiera se suspendiese el espectáculo.

Mientras la impaciencia arranca a esos millares de espectadores de circo un monstruoso jadear de ira, del Parque de Artillería acaban de llegar nuevos camiones con municiones. En tanto, los altavoces ministeriales dirigen unas últimas y graves exhortaciones a los sitiados. Y a cada una de esas llamadas un coro invisible de oficiales, cadetes y falangistas responde desde el interior del Cuartel con grandes vivas a España.

El populacho, como una ola contenida, revienta de nuevo, y otra vez ametralladoras, fusiles y pistolas arrojan un diluvio de balas sobre el reducto militar, y desde él contestan inmediatamente. La lucha queda reanudada y ya no cejará más.

Las piezas artilleras van a entrar en seguida en acción. 

«Con el capitán Orad-refiere el periodista Jaime Menéndez- estaban el maestro Capel y un grupo de gentes leales y heroicas, cuyo comportamiento contribuyó grandemente al resultado final. Al disponerse a bombardear el Cuartel, el capitán Orad y el teniente Vidal hicieron los tres disparos de saludo y conminación. El primero lo brindaron al teniente Faraudo; el segundo, al teniente Castillo, y el tercero, para que estuviesen bien advertidos, a los facciosos del Cuartel de la Montaña.» 

No han transcurrido sino diez minutos desde que Carmona salió de parlamentar cuando suena el primer cañonazo. Lo dispara una pieza de 7,5. El estampido atruena el ámbito de la plaza de España y se oye en todo Madrid: es el anuncio de la guerra civil. Alrededor de la Montaña la detonación arranca entre el populacho un griterío jubiloso. Ahora, por fin, se juega fuerte. Muchos espectadores se ponen a bailar, con canibalesca alegría, y las mujeres lanzan chillidos histéricos. A este disparo siguen otro y otros, que dan en la fachada del cuartel de Infantería. Los jefes acuden a mantener la moral: afirman que los atacantes no tienen otro material que algunas piezas de campaña de 7,5, cañones que no pueden causar daños considerables por la distancia a que se ven obligados a disparar. Incluso aseguran que tales disparos son más inofensivos que los de mortero y fusil.

El teniente Grifoll reúne a unos cuantos cadetes y falangistas para una empresa arriesgada. A la vista de los destrozos que los cañonazos ha causado, los milicianos arrecian en el ataque. El fuego se adensa. Ya no queda un cristal sano en las fachadas, y las balas repiquetean sin parar o se engastan sordamente en muros y ventanas. El entusiasmo de la muchedumbre atacante sube al punto de destacarse un grupo numeroso y audaz con el intento de acercarse al edificio. El teniente, con su puñado de voluntarios, quiere atajarles el paso.

Los defensores, al descubierto, atacan de frente a los asaltantes, que retroceden y se parapetan detrás de los árboles de la explanada. La lucha es dura y difícil; pero valientes de la Montaña consiguen ahuyentar al enemigo, que se refugia en el convento de Carmelitas de la plaza de España. Entonces entran en acción las ametralladoras allí instaladas y los morteros, y los voluntarios inician el repliegue ordenadamente. Caen algunos de ellos: el cadete Manuel Juanes García muere con un grito ardiente en los labios:

-¡Viva España!

Mueren igualmente el falangista Zacarías Sancha Escobar y el cadete de Infantería Luis Barberán del Águila. Resultan heridos los cadetes Enrique Morales Vara del Rey y Tomás Galván Bello. Este último, desgarrado por un trozo de metralla, se niega a ser curado y sigue en su puesto hasta que, alcanzado por una bala, cae muerto.

Aparecen de nuevo los aviones: pasan por encima del Cuartel, abaten ligeramente el vuelo y dejan caer a mansalva sus bombas, que levantan torbellinos de polvo y cascote, conmueven el suelo con sus fragorosas explosiones y envuelven al Cuartel en una nube densa de humo, que desde fuera da la sensación de un sudario que flota sobre la guarnición aniquilada.

Contra estos aviones no hay más réplica que el tiroteo de fusil. Medrada respuesta a la tormenta que cae del cielo. El teniente Norte ha conseguido por fin emplazar su ametralladora en tiro antiaéreo y dispara a su vez contra los aparatos. Alcanza a alguno de ellos con sus proyectiles. Pero una de las bombas estalla muy cerca de la ametralladora, y un trozo de plomo atraviesa la pierna derecha del teniente Norte. El oficial queda de rodillas, y así, impávido y desangrándose, sigue disparando hasta que sus compañeros lo cogen a la fuerza y se lo llevan... Mientras le dejan tendido en la Sala de Banderas, otra granada penetra en uno de los pabellones contiguos, mata a los padres del comandante mayor don Mateo Castillo y deja mal herido al jefe de la 5.ª Centuria de Falange, Luis Sánchez Jiménez.

Esta explosión ha sido tan formidable, que algunos de los acuartelados se arrojan al suelo, como si se hundiera el mundo.

-¿Qué es eso? -grita una voz tonante-. ¡Arriba todos! ¡Los patriotas no se tiran al suelo!

Y todos, como electrizados, ya están de pie otra vez, mientras las armas redoblan sus disparos y entre los vítores a España y al Ejército. El fuego de los acuartelados consigue un momento dominar el creciente oleaje de los sitiadores, a pesar de los cañonazos, que no cesan, y de las bombas, que siguen lloviendo.

Un momento -hacia las ocho y media-, los rojos se dan cuenta de que se acaban las municiones: indicio inequívoco de lo que ha debido disparar su gente. Como el director del Parque de Artillería, el teniente coronel Gil, con los otros jefes del mismo, el comandante Flores y el teniente Vidal, asisten al combate, se les comunica al instante lo que ocurre. La. alarma es transmitida por teléfono al Ministerio de la Guerra, y al poco tiempo llegan camiones con municiones y más carros de asalto. La desigual acometida se recrudece de manera atropellada y anárquica. 

«Cada disparo de cañón -relata un cronista rojo- levanta un nuevo tumulto de exclamaciones y de gritos. El ardor de los fusileros crece más y más con los disparos de la Artillería. Todos sienten la urgencia de disparar sin descanso, frenéticamente, como si los obuses necesitasen el apoyo inmediato de los fusiles». 

A cada cañonazo la horda lanza fuegos artificiales de fusilería.

Las horas interminables de desigual pelea, el insomnio, la fatiga y la fiebre quebrantan los nervios de aquellos soldados más impresionables.

Al agotamiento físico se une la perspectiva de desenlace aciago. Los altavoces, que lanzan su pregón estridente desde las vecinas terrazas y tejados, contribuyen a la labor desmoralizadora. Los más débiles ceden, y el primero, un soldado de Infantería, Modesto Romero, que sólo piensa, en esta última fase de la lucha, en salvar su vida.

Sin ser visto de nadie, sale por la parte trasera de Alumbrado, salta al fondo de la excavación, donde está el picadero, y consigue descolgarse por el muro al paseo de Monistrol. Ya está fuera de la Montaña. El combate arrecia por el lado opuesto; pero aquí, sobre la rápida vertiente que baja hacia, San Antonio de la Florida y al Manzanares, hay una paz sedante, y el bisoño siente sus espaldas como resguardadas.
Decidido a unirse a los milicianos se acerca con cautela al paseo de Rosales. En una esquina asoma un pelotón de gente. El soldado saca un pañuelo y lo agita, mientras avanza al encuentro del grupo. Al fin cae en brazos de la turba, que le  estrecha, felicita y aclama. Y después de ofrecerle café, vino y coñac, lo exhibe y pasea en triunfo, como a ser mitológico o fenómeno. ¡Es un evadido del Cuartel de la Montaña!

Lo llevan de un jefe a otro jefe. Todo son parabienes, todo son regalos. Un diputado socialista, Jaén, se hace cargo del fugitivo para «mostrárselo al pueblo». Los pistoleros le alargan cigarros baratos; las prostitutas le besan. y así, rodando de mano en mano, el desertor se encuentra metido de pronto, sin más ni más, en el Palacio Nacional. Sube una escalinata alfombrada, atraviesa unos regios salones. Abre la boca, pasmado. Y se topa de bruces con un personaje alto, grueso y, más que solemne, engolado en sí mismo, que le tiende una mano fofa y le dirige varias preguntas triviales.

Es el excelentísimo señor Presidente de la República española, Azaña en persona, que se ha dignado recibir al héroe y anunciarle que, en premio a su proeza, desde este momento queda agregado a la escolta presidencial.

 

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