El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Excitaciones a los soldados para que se subleven


 

 

Alrededores del Cuartel de la Montaña, muchedumbre heterogénea.

Un vozarrón estridente, como de Apocalipsis, rasga de pronto el temeroso silencio que envuelve el Cuartel, al despuntar el día. Es como un agrio bramido que baja de lo alto. El espacio, más que por el tenue resplandor de la aurora, parece iluminado por esa voz agorera que lo llena todo. 

«¡Soldados -clama el pregón misterioso-, milicianos, ciudadanos, hombres libres y trabajadores! Tenéis la obligación de defender a la República contra quienes tratan de traicionarla. ¡Muera el fascismo!»

Y otro gran rumor, proceloso y profundo, como mugido del mar en horas de tormenta, responde al destemplado clamor del espacio:

«¡Muera el fascismo!»,..

Los soldados de la Montaña, que dormían en las compañías, vestidos y con orden de levantarse a la primera alarma, se incorporan con sobresalto. La voz atronadora y el vago rumor de resaca, que le responde a ras del suelo, siguen resonando. ¿Qué pasa?

En el misterio de la noche, al amparo de las tinieblas, alrededor de la mole inmóvil de la Montaña se ha producido un extraño y copioso pulular, como el de los liliputienses en torno al cuerpo de Gúlliver dormido. Esa voz que parece brotar de una trompeta pavorosa es la de un grosero amplificador radiofónico instalado en lo más alto de una azotea de la calle de Ferraz, Y el sordo bramar que le responde es el confuso griterío de una abigarrada muchedumbre que llena y obstruye las vías contiguas, y se extiende indefinidamente a lo lejos, hacia la plaza de España y el final de la Gran Vía, Encerrados e incomunicados entre los recios muros del Cuartel, sus ocupantes no han podido darse cuenta de la agitación ininterrumpida que han motivado durante la noche.

Mucho antes de que rayara el alba, en la División ya se tuvo noticia de que del Parque de Artillería, allá en el Pacífico, había sido sacado un cañón a la calle, que iba protegido por grupos de hombres armados. Al preguntar de la División al director del Parque con qué permiso se había sacado el cañón, respondió el interpelado que con conocimiento y autorización del Ministerio de la Guerra.          

Al saber esto, el propio general García Antúnez, jefe de la División, ordena por teléfono a Gil que la pieza artillera sea reintegrada al Parque inmediatamente.

Pero el cañón siguió rodando por las calles de Madrid, camino de la Montaña, y en cambio García Antúnez fué destituido del mando de la División. El general Cardenal se presentó de nuevo en ella, para sustituirle, Y a poco eran ya tres los cañones que en presencia del Director y con la colaboración del capitán Orad de la Torre y del teniente Vidal salían de la Maestranza. A la una de la madrugada, con un estrépito infernal, esas piezas y algunos carros de combate atraviesan la Puerta del Sol. y aunque al servicio de los cañones van pocos soldados, los sigue una gran baraúnda de paisanos armados, unos a pie, otros apiñados en unos taxímetros. A gritos invitan a los espectadores, que los contemplan atónitos, a que se sumen al extraño cortejo.

En la plaza de Oriente, la caravana bélica se divide en dos grupos, que se alejan en direcciones opuestas: uno hacia Carabanchel, el otro hacia la Montaña. Poco después, formando columna aparte y arrastrado por una camioneta, llega a las proximidades del Cuartel un cañón de 15,5. Este va a ser el protagonista de la jornada. Su aparici6n en escena obliga a modificar el emplazamiento de las dos piezas de 7,5, colocadas ya junto al Coliséum. Una de éstas se instala bajo las frondas de la plaza de España, tocando al final de la Gran Vía; la otra, en la calle de Ferraz. Y la pieza mayor, el pasmo de los milicianos,  en la de Bailén, en la explanada de Caballerizas. Dirige estas operaciones el teniente de Asalto Máximo Moreno, que ha cambiado su uniforme por un mono azul, de mecánico, y mientras da órdenes y se afana en torno a las piezas, levanta el puño y amenaza, con un gran gesto de venganza, la negra mole de la Montaña, que se alza a lo lejos. El mando de la batería entera lo ejerce el capitán de Artillería Urbano Orad, secundado por cuatro ayudantes del Cuerpo de subalternos del Ejército, más un perito técnico del Parque de Ejército número l. Los sirvientes para los cañones son reclutados entre milicianos de veinticinco a treinta años. Se realizan minuciosamente todos los preparativos. No clarea todavía cuando honres y material están a punto. Hay una dotaci6n de cien proyectiles por pieza.

En la calle de Ferraz, frente al portal de la casa número 2, se sitúa un carro blindado y junto al pequeño monumento a Cassola, otro: manda el primero el capitán don Agustín Hernández, y el segundo el teniente don José Fernández, ambos de la séptima Compañía de Asalto.

En otros puntos dominantes son emplazadas, además de las de ayer, varias ametralladoras. Hay mucha en los tejados y azoteas que rodean el Cuartel. Y en el edificio donde estuvo el antiguo Ministerio de-Marina, en la calle de Bailén, se preparan morteros de sitio.

Al mismo tiempo, siempre a oscuras, porque en los alrededores de la Montaña no brilla una luz, las fuerzas del Frente Popular, que han engrosado de continuo, se extienden ya desde la plaza de Santo Domingo hasta la calle del Marqués de Urquijo, por las de Leganitos, Blasco Ibáñez y Ferraz, a través de la plaza de España y hasta el paseo de Rosales. Al frente de estas huestes, en gran parte constituidas por paisanos armados, está el comandante don José Bretaño, que ha llegado con tres compañías de la Guardia civil.

A las tres de la madrugada se ha presentado en la plaza de España un ayudante del Ministro de la Guerra, el comandante Hidalgo de Cisneros, que entrega a Bretaño las instrucciones oficiales para la acci6n inminente y unas condiciones que previamente han de ser presentadas a los sitiados para su rendición. Según ellas, los jefes y oficiales sublevados habrán de salir del Cuartel sin armas y los brazos en alto.

Se les hará entonces prisioneros, e inmediatamente penetrarán en la Montaña las fuerzas gubernamentales. La acción se empezará en cuanto hayan llegado todas las fuerzas de la Guardia civil, de Asalto y de las Milicias, que se concentran en aquellos momentos en las bocacalles y azoteas circundantes, y en los terrenos bajos de la estación del Norte, y en seguida que se complete el material que sigue afluyendo del Parque de Artillería.

Pero lo más impresionante, lo imprevisto, y también lo inolvidable, porque sólo puede darse en las grandes convulsiones históricas, no es el cinturón de piezas artilleras, carros de combate y morteros que sigilosamente, en medio de las sombras de la noche, ha ido formándose en torno al Cuartel, ni el alarde de fuerzas uniformadas que se está desplegando.

Muchedumbre en la que se mezclan los patibularios con los guardias Civiles y de Asalto.
Lo extraordinario es esa chusma amotinada que pone al descubierto la luz del sol en todo cuanto alcanza la vista, y que no hierve contra la fuerza pública, sino, al contrario, como empujándola hacia la Montaña. Las fuerzas del Gobierno están como sumergidas y disueltas en esa marea pestilente. Es una horda sucia, andrajosa, soez, que grita y blasfema con la misma naturalidad con que la fiera ruge, y amartilla pistolas, y esgrime cuchillos, y olfatea la sangre, mirando con ojos de buitre, semifosforescentes en la serena palidez del alba, hacia los muros del Cuartel, que van saliendo de las últimas sombras.

¿De dónde ha brotado esa turba? Hija de la noche, ha venido de Cuatro Caminos, de Vallecas, de las Ventas, de Carahanchel, de todos los suburbios donde se pudre el detritus social que arrojan de sí, como los restos de una asimilación incesante, las grandes aglomeraciones urbanas. Ha salido de los antros donde se guarece y ha venido hacia el centro de Madrid, empujada por un oscuro instinto. Es la muchedumbre de las horas trágicas, cuando en el seno del populacho fermenta la levadura del crimen. Todos los asesinos, ladrones y atracadores que ayer salieron de la Cárcel Modelo andan por ahí, mezclados en esa barahúnda, como gérmenes de descomposición y de muerte. La noche insomne y libertaria los ha acoplado con partidas de prostitutas, que salen también a respirar la olvidada pureza del alba y conseguir estremecer todavía su sensibilidad estragada con la promesa de un espasmo trágico. Público de ejecuciones capitales. Para darse ánimos, la chusma bebe, y entre las mujeres abundan las que ríen y se tambalean, borrachas. Cada vez que los amplificadores puestos frente al Cuartel lanzan al aire su vozarrón tonante, la muchedumbre contesta a coro con ensordecedores gritos de vivas al Frente Popular, y al clamor de un nuevo estribillo, interminablemente repetido:  

-¡Todos! ¡Todos! ¡Todos!... ¡A defender la República todos!... 

Por el paseo de San Vicente suben grupos cargados de colchones para las barricadas. Los acarrean sin prisas, como lo aparentando un traslado. Otro grupo trabaja ahincadamente ti en construir trincheras en el que fué solar del antiguo convento de Jesuitas, en la calle de la Flor. Unos y otros tratarán de cerrar el paso a todo intento de salida de parte de los acuartelados. La rudimentaria estrategia de estos milicianos zapadores la describe así César Falcón: 

«Ha comenzado emplearse espontáneamente una estrategia de sitio. Por muchos caminos puede irse del Cuartel de la Montaña al centro de Madrid. Por donde los fascistas intenten hacerlo encontrarán las armas y el heroísmo del pueblo. La preocupación popular es cerrarles todas las vías.»

Los más chillones y ufanos, en medio de esta turbamulta caótica, que empieza como una fiesta en barrios populares, son los portadores de fusiles y los que lucen pistolas, privilegiados de la fortuna revolucionaria, aristócratas de la anarquía. La envidia que despiertan en los desheredados crece en proporción directa de los medios sanguinarios que exhiben. Y hay muchos que, para no presentarse al gran carnaval de la plebe en acción sin el menor título o distintivo acreditativo, se han echado al hombro una escopeta de caza o han empuñado una espada de teatro, un machete mohoso, resto de las campañas de África, o han atado simplemente un cuchillo carnicero al extremo de un palo.

Mezcolanza sombría y grotesca, riada de sentina humana, en la que no falta la bota de peleón, la guitarra de las juergas sórdidas, ni el frío repiqueteo de unos palillos -como castañetear de calavera-, junto al metálico chasquido de los cerrojos de fusil. ¿Cuántos son? ¡Quién podría calcularlo! Cuarenta mil. Cincuenta mil. Acaso más... Enfrente, encerrados en el Cuartel, hay 1.364 hombres.

 

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© Generalísimo Francisco Franco


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