Excitaciones a los soldados para que se subleven
Mucho
antes de que rayara el alba, en la División ya se tuvo noticia de que del
Parque de Artillería, allá en el Pacífico, había sido sacado un cañón
a la calle, que iba protegido por grupos de hombres armados. Al preguntar
de la División al director del Parque con qué permiso se había sacado
el cañón, respondió el interpelado que con conocimiento y autorización
del Ministerio de la Guerra. Al saber esto, el propio general García Antúnez, jefe de la División, ordena por teléfono a Gil que la pieza artillera sea reintegrada al Parque inmediatamente. Pero
el cañón siguió rodando por las calles de Madrid, camino de la Montaña,
y en cambio García Antúnez fué destituido del mando de la División. El
general Cardenal se presentó de nuevo en ella, para sustituirle, Y a poco
eran ya tres los cañones que en presencia del Director y con la
colaboración del capitán Orad de la Torre y del teniente Vidal salían
de la Maestranza. A la una de la madrugada, con un estrépito infernal,
esas piezas y algunos carros de combate atraviesan la Puerta del Sol. y
aunque al servicio de los cañones van pocos soldados, los sigue una gran
baraúnda de paisanos armados, unos a pie, otros apiñados en unos taxímetros.
A gritos invitan a los espectadores, que los contemplan atónitos, a que
se sumen al extraño cortejo. En
la plaza de Oriente, la caravana bélica se divide en dos grupos, que se
alejan en direcciones opuestas: uno hacia En
la calle de Ferraz, frente al portal de la casa número 2, se sitúa un
carro blindado y junto al pequeño monumento a Cassola, otro: manda el
primero el capitán don Agustín Hernández, y el segundo el teniente don
José Fernández, ambos de la séptima Compañía de Asalto. En otros puntos dominantes son emplazadas, además de las de ayer, varias ametralladoras. Hay mucha en los tejados y azoteas que rodean el Cuartel. Y en el edificio donde estuvo el antiguo Ministerio de-Marina, en la calle de Bailén, se preparan morteros de sitio. Al mismo tiempo, siempre a oscuras, porque en los alrededores de la Montaña no brilla una luz, las fuerzas del Frente Popular, que han engrosado de continuo, se extienden ya desde la plaza de Santo Domingo hasta la calle del Marqués de Urquijo, por las de Leganitos, Blasco Ibáñez y Ferraz, a través de la plaza de España y hasta el paseo de Rosales. Al frente de estas huestes, en gran parte constituidas por paisanos armados, está el comandante don José Bretaño, que ha llegado con tres compañías de la Guardia civil. A las tres de la madrugada se ha presentado en la plaza de España un ayudante del Ministro de la Guerra, el comandante Hidalgo de Cisneros, que entrega a Bretaño las instrucciones oficiales para la acci6n inminente y unas condiciones que previamente han de ser presentadas a los sitiados para su rendición. Según ellas, los jefes y oficiales sublevados habrán de salir del Cuartel sin armas y los brazos en alto. Se les hará entonces prisioneros, e inmediatamente penetrarán en la Montaña las fuerzas gubernamentales. La acción se empezará en cuanto hayan llegado todas las fuerzas de la Guardia civil, de Asalto y de las Milicias, que se concentran en aquellos momentos en las bocacalles y azoteas circundantes, y en los terrenos bajos de la estación del Norte, y en seguida que se complete el material que sigue afluyendo del Parque de Artillería. Pero lo más impresionante, lo imprevisto, y también lo inolvidable, porque sólo puede darse en las grandes convulsiones históricas, no es el cinturón de piezas artilleras, carros de combate y morteros que sigilosamente, en medio de las sombras de la noche, ha ido formándose en torno al Cuartel, ni el alarde de fuerzas uniformadas que se está desplegando.
Por el paseo de San Vicente suben grupos cargados de colchones para las barricadas. Los acarrean sin prisas, como lo aparentando un traslado. Otro grupo trabaja ahincadamente ti en construir trincheras en el que fué solar del antiguo convento de Jesuitas, en la calle de la Flor. Unos y otros tratarán de cerrar el paso a todo intento de salida de parte de los acuartelados. La rudimentaria estrategia de estos milicianos zapadores la describe así César Falcón:
Los más chillones y ufanos, en medio de esta turbamulta caótica, que empieza como una fiesta en barrios populares, son los portadores de fusiles y los que lucen pistolas, privilegiados de la fortuna revolucionaria, aristócratas de la anarquía. La envidia que despiertan en los desheredados crece en proporción directa de los medios sanguinarios que exhiben. Y hay muchos que, para no presentarse al gran carnaval de la plebe en acción sin el menor título o distintivo acreditativo, se han echado al hombro una escopeta de caza o han empuñado una espada de teatro, un machete mohoso, resto de las campañas de África, o han atado simplemente un cuchillo carnicero al extremo de un palo. Mezcolanza
sombría y grotesca, riada de sentina humana, en la que no falta la bota
de peleón, la guitarra de las juergas sórdidas, ni el frío repiqueteo
de unos palillos -como castañetear de calavera-, junto al metálico
chasquido de los cerrojos de fusil. ¿Cuántos son? ¡Quién podría
calcularlo! Cuarenta mil. Cincuenta mil. Acaso más... Enfrente,
encerrados en el Cuartel, hay 1.364 hombres. |
© Generalísimo Francisco Franco