El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Las Fuerzas del Cuartel de la Montaña en vela.


 

En la Montaña, la noche entera se pasa velando. El capitán Betancourt, que en sus misiones de enlace ha atravesado repetidas veces la barrera de fuerzas para poner cerco al Cuartel, informa a Fanjul de que cuanto ha visto le permite asegurar que la Montaña va a ser asaltada. El General persiste en su posición inquebrantable. Hay que resistir y sostenerse hasta que llegue la columna de Campamento. Como las líneas telefónicas del Cuartel funcionan muy irregularmente, aprovechando los últimos resplandores del día, el grupo de Alumbrado montó un heliógrafo en el tejado de la Montaña. Se intentó comunicar así con Campamento; pero sin ningún resultado.

Cerrada ya la noche, se emprenden preparativos de defensa. Por consejo de Betancourt, que se ha percatado de las posiciones enemigas, se cambia el emplazamiento de las ametralladoras. Varias de ellas instaladas en los tejados: así dominan más terreno y ofrecen menos blanco. Los servicios de protección se intensifican. Los huecos de ventanas y balcones se protegen con chapas metálicas. Armas y municiones se acumulan en los puntos de concentración de fuego.

Todo ese trajín se realiza silenciosamente y a oscuras. La mole de la Montaña es una masa más densa que destaca en la espesa negrura de la noche. El barrio entero es un coágulo de sombra sobre cuyos bordes el cielo se recorta con una débil franja de estrellitas que tiemblan, empañadas por la turbia densidad del aire. No hay una luz. El alumbrado público ha sido apagado enteramente, y las casas de la vecindad están mudas y cerradas, por temor a las balas perdidas que de cuando en cuando vagan traidoramente en las tinieblas, silbando como reptiles.

Los acuartelados se dan cuenta de su posición. 

«El general Fanjul -relata uno de ellos, don Jesús Querejeta- decide sostenerse en la defensa y esperar a la madrugada, en que vendrá la columna de Campamento.» 

Con esto la Montaña, según el plan de su jefe, entretiene a todas las fuerzas rojas de Madrid 

«y facilita con ello los avances de las columnas de Burgos y Zaragoza, para que ellas, si no viniera la de Campamento porque le fuera imposible el realizarlo, resolviesen la situación...»
 

Por otra parte, Fanjul estima que sosteniendo la resistencia se salvan los famosos cerrojos. Alguien apunta la conveniencia de inutilizarlos. Metidos como están en sus empaques, con rociarlos de gasolina y prenderlos fuego habría bastante. Pero el General afirma que eso sería un error. Lo que interesa es defender esos cerrojos, para que puedan ser útiles a la primera columna libertadora que llegue a Madrid.
 

-A estas horas -dice- debe de estar ya próxima, y será insensato privar a nuestro Ejército de un material semejante.

Cada vez que el General habla a sus ayudantes, en el despacho del mando, o entre sus hombres más humildes, en los anchos patios sin luz; cada vez que Fanjul invoca esa columna mágica, a todos les parece estar viéndola y oír ya sus pisadas.

Los coroneles Serra y Fernández Quintana recorren sin descanso el Cuartel, alentando a todo el mundo. Están visiblemente agotados; pero el cansancio no logra rendir su espíritu. Serra parece otra vez, como ayer tarde, el gran animador de los sublevados. Se reúne con los cadetes. Les dice lo que España entera espera de ellos. Los falangistas, que a última hora de la tarde terminaron su instrucción, ocupan separadamente las cuadras de una compañía. Se les sirve un rancho y se les preparan los camastros donde pasar la noche. Pero ninguno de esos muchachos tiene sueño. En sus ojos, lo mismo que en las pupilas de los cadetes, el ardor juvenil pone destellos brillantes como los de esas estrellas que parpadean sobre la mole negra del Cuartel. Están impacientes.

Fanjul comunica con Vicálvaro y pide que se le envíe artillería con la máxima urgencia. Pero las respuestas son vagas y dilatorias. Incluso Fanjul sospecha que sus apremiantes demandas se pierden en el vacío o naufragan en misteriosos piélagos de prudencia.

Por fin, a medianoche, Fanjul consigue hablar directamente con el general García de la Herrán, que está al frente de Campamento. El acuerdo entre ambos es rápido y perfecto. El general García de la Herrán va a ordenar al coronel del Regimiento de Artillería a caballo que prepare las baterías para salir al encuentro de las fuerzas de la Montaña. Se fija como hora de apoderarse de los puntos estratégicos de Madrid la de las cuatro de la madrugada. Para ello, tanto las fuerzas de Campamento como las de la Montaña estarán dispuestas con dos horas de antelación. García de la Herrán quiere concretar ya exactamente todos los detalles de la marcha. Pero Fanjul le dice que todos los pormenores se concertarán a la hora de la salida. Y así termina el diálogo entre los dos jefes.

¿Cómo imagina Fanjul que la columna de Campamento podrá dentro de pocas horas abrirse paso hasta la Montaña? ¿o no se da cuenta de los medios con que cuenta el Gobierno, enormemente superiores a los de la Montaña?

En todo caso, el General demuestra un temple casi inexplicable. Nada en él acusa temor, angustia, ni desazón siquiera. Sereno, sonriente, dueño de si mismo, a estas horas sigue dando órdenes para que se tomen determinadas precauciones: no fuera el caso que las fuerzas gubernamentales intentaran el asalto durante la noche...

Dan la una, las dos, las tres de la madrugada. Desde fuera llega a los recluidos en la Montaña el rumor, a cada instante más denso, más embravecido, de la gusanera que hierve por los alrededores. Es como el bramido sordo y constante de un mar que rompe su oleaje al pie de los muros del Cuartel.

Un Capitán que viene de uno de los puestos de vigía anuncia:

- Se ven grandes incendios. Deben de ser de iglesias que arden...

Fanjul, los Coroneles y otros jefes acuden a los observatorios. El cielo está enrojecido por los resplandores broncíneos de las hogueras. Nubes inmensas de humo apagan las estrellas y van por el espacio como cabalgatas de fantasmas.

Los observadores del Cuartel pretenden reconocer el templo a que corresponde cada resplandor.

- Aquel incendio debe de ser el de la Catedral... Y aquel otro San Andrés... ¿Qué iglesia o convento existe allá a la derecha, donde brotan aquellas llamas?

Hogueras de revolución, llamamiento a la guerra; fuego que solivianta, encrespa y enloquece a la muchedumbre, que ya repite: ¡Madrid es nuestro!

Así transcurren las horas de esta noche trágica en el Cuartel de la Montaña.

 

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© Generalísimo Francisco Franco


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