El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


El Gobierno «dispuesto a aplastar a los rebeldes».


Lo que preocupa al Gobierno es la situación general de España, sobre todo en el Norte y el Sur. Pero en lo tocante a Madrid está persuadido de que con la Guardia civil y los guardias de Asalto, cuya adhesión tiene por indudable, y el con la ayuda de los milicianos es dueño de la ciudad. Los comités de los partidos revolucionarios y las innumerables juntas que aquéllos han proliferado con vistas a los más mi raros e insólitos servicios, eliminan con medidas tiránicas a los posibles o presuntos enemigos. Las milicias han irrumpido en las Comisarías de Policía de los distritos para destituir a los jefes.

Con todos los mandos en manos seguras, con fuerzas considerables, bien armadas, envalentonado por las noticias de Barcelona, que acusan el triunfo de la Generalidad sobre los militares, el Gobierno se cree poderoso para reducir los focos de rebeldía latentes en Madrid. El Cuartel de la Montaña, o se rinde sin condiciones o será aplastado. Este es el acuerdo adoptado en el consejo que han celebrado los ministros por la tarde, a cuya terminación y como referencia del mismo se ha dado por la radio la siguiente nota:

«El Gobierno que se ha creado hoy se cree en el caso de explicar públicamente los motivos de la modificación que se ha producido, confesar los propósitos que lo animan y exponer la situación al país.

Al dimitir anoche el señor Casares Quiroga se proyectó un Gobierno cuya composición tendía a facilitar una solución de concordia que permitiese el rápido acabamiento del grave conflicto planteado por quienes se rebelaron contra el régimen republicano; pero pronto quedó evidenciado que no había caso para tan generosa iniciativa, por lo cual se creyó preferible desistir del intento, pues su fracaso, a todas luces seguro, ocasionaría la inmediata caída de un Ministerio al que no le era dable seguir política distinta. Por eso se decidió reconstituir el Gobierno que venía funcionando, sin más variación en su estructura que la de sustituir a don Santiago Casares Quiroga y a don Juan Moles, quienes, sufriendo grave quebranto en su salud, exigían que se los reemplazase, sin que resultara posible negarse a exigencia tan justa. Designado para la presidencia del Consejo de Ministros don José Giral; sigue éste desempeñando la cartera de Marina, habiéndose conferido la de Guerra al general Castelló y la de Gobernación al general Pozas.

El nuevo Gobierno, apenas constituido, ha registrado hecho tan venturoso como el ver sofocada totalmente la rebelión en la población más importante de las abarcadas por el movimiento subversivo: Barcelona, donde parte de las tropas rebeldes han sido aniquiladas, rindiéndose otras y sumándose el resto a las fuerzas leales. Asimismo ha podido comprobar cómo en varios puntos donde la sorpresa posibilitó el éxito de los facciosos se operan reacciones favorables al Poder público.

Es propósito del Gobierno mantener firmemente, sin vacilaciones ni desmayos, la defensa del régimen republicano, apoyándose en el pueblo, que con tanto calor le presta su adhesión, y aceptando agradecido su heroica cooperación. Quien ponga su esperanza en debilidades gubernativas sufrirá un cruel desengaño, porque el Gobierno no tendrá ninguna: mide bien desde un punto de vista histórico el volumen de cuanto le incumbe defender y calcula con exactitud las proporciones catastróficas que tendría para la democracia española el triunfo de la subversión. De consiguiente, llegará a los esfuerzos más extremos a fin de impedir que le sean arrebatados al pueblo los derechos ciudadanos que conquistó dignamente.

El aspecto más execrable de la rebelión que el Gobierno combate es el haberse elegido para iniciarla territorios que no son de nuestra plena soberanía, sino pertenecientes a una zona cuyo protectorado atribuyen a España tratados internacionales. El recuerdo de las obligaciones que esos convenios nos imponen debería haber sido suficiente a quienes a diario blasonan de patriotismo, presentándolo como más fino y más sensible que el del resto de los españoles, para no suscitar riesgos en campo tan peligroso y para evitar a España el sonrojo de semejante comportamiento de quienes la representan en esa misión protectora.

El Gobierno confía en que la opinión pública siga prestándole el auxilio de su serenidad y de su entusiasmo. Si vosotros, ciudadanos españoles, no desmayáis, tampoco desmayará el Gobierno, que sólo aspira a ser digno de vosotros. Compenetrados Gobierno y pueblo, nuestro triunfo definitivo nadie lo impedirá. Ciudadanos de España: ¡Viva la República!»

La diferencia que separa a este Gobierno del que pretendió formar Martínez Barrio y aun del que ayer a estas horas presidía Casares Quiroga, queda patente. Este no contemporiza con los sublevados y se entrega complacido a las masas revolucionarias. Tiene en sí toda la virulencia que el populacho apetece. Y la alusión a la Montana, con a amenaza de llegar a «los esfuerzos más extremos», aparece asimismo bien clara.

En virtud de otro acuerdo del Consejo de ministros se suspenden las sesiones de Bolsa, se restringe el uso de cuentas corrientes y se establece moratoria de pagos. El decreto dice:

«Las circunstancias actuales, de todos conocidas, la necesidad de poner coto a pánicos, en nada justificados, que podrían dar lugar a depresiones absolutamente contrarias a lo que demanda la serenidad de los momentos presentes, aconsejan limitar o suspender, aunque por breve plazo, las operaciones de carácter mercantil que impliquen movimiento de fondos en los establecimientos de crédito. Como esta medida necesita ir acompañada de la suspensión de términos, con arreglo a lo dispuesto en el articulo 955 del Código de Comercio.

De acuerdo con el Consejo de Ministros y a propuesta del de Hacienda, vengo en decretar lo siguiente:

Artículo primero. Se suspenden en toda España, por cuarenta y ocho horas, las operaciones y funcionamiento de las Bolsas de comercio.

Durante este plazo, ni los agentes de Cambio y Bolsa ni los corredores de Comercio autorizarán pólizas ni otro cualquier documento que produzca transacciones sobre efectos públicos y valores mercantiles.

Artículo segundo. Dentro de las indicadas cuarenta y ocho horas no se podrá retirar cantidad superior a dos mil pesetas de cuentas corrientes, depósitos o Cajas de Ahorro, en los Bancos y entidades de crédito de cualquier clase, en toda España. En este plazo, los Bancos, Asociaciones e Institutos de crédito en general que se dedican a esta clase de negocios no accederán a la retirada por sus titulares y en lo que exceden a dos mil pesetas.

Articulo tercero. Se establece una moratoria de cuarenta y ocho horas para todos los vencimientos de pago de efectos mercantiles de cualquier clase.

Articulo cuarto. De este decreto se dará en su día cuenta a las Cortes.

Dado en Madrid, a 19 de julio de 1936.-Manuel Azaña.-El Ministro de Hacienda, Enrique Ramos y Ramos.»

Finalmente, el Gobierno asesta otro golpe a los sublevados madrileños. A las nueve de la noche se presenta en la División el general García Antúnez a sustituir a Miaja, que, todavía no repuesto e su paso por el ministerio relámpago, ha dimitido su puesto en la División por motivos de salud, eufemismo para disfrazar su disgusto.

A poco se presenta en la División otro advenedizo, el capitán García Mauriño, muy significado izquierdista. Trae el encargo del Ministerio de la Guerra de intervenir las centrales telefónicas. Con esto la División queda totalmente en manos del Gobierno.

A las nueve de la noche han llegado a Madrid, en camiones, traqueteados y polvorientos, unos cuantos mineros asturianos. Salieron de Oviedo al atardecer del 18 formados en columnas, unos por carreteras, otros por ferrocarril. De la columna motorizada, varios camiones siguieron hacia Madrid, seguros como estaban sus ocupantes de que con los milicianos que quedaban en León eran más que suficientes para someter a los rebeldes de Castilla.

Su entrada en la capital toma proporciones apoteósicas. Las turbas los reciben como si fueran una legión heroica, con estruendosos aplausos y vítores entusiastas a Asturias la roja y a sus gloriosos mineros, que vienen a defender Madrid contra el fascismo. A su presencia reviven en los cerebros, en combustión revolucionaria, los días dramáticos de octubre de 1934. La literatura roja ha hecho de ellos figuras legendarias. Se los ve avanzar renegridos, feroces y bárbaros, entre explosiones, con el cartucho de dinamita en la mano.

Advierten los mineros el efecto que su presencia causa, y se complacen en aceptar los obsequios de los milicianos, que se desviven por regalarlos. Se ofrecen para pelear aquella misma noche donde haga falta. Este rasgo será divulgado en seguida. 

«El pueblo de Madrid -dice la Radio- festeja la presencia de una columna de mineros asturianos, que probaron su valentía en los combates de octubre.»

La mayoría del vecindario, sobrecogido, permanece en los hogares. A las diez de la noche las calles están desiertas. Se oyen tiros. Los mismos barrios bajos y extremos, exhaustos después de la gran ebullición de esta tarde, están semidesiertos y como amodorrados. La sangre vertida hoy en Madrid ha sido como esas gotas dispersas que preceden y anuncian el descargar de las formidables tormentas. En el sopor nocturno, en el aire pesado hay como una gran angustia colectiva que sofoca el ánimo.

La Gran Vía, hacia la plaza del Callao, está tomada por fuerzas de la C. N. T., que tienen su cuartel en la calle de la Luna, y vigilan los alrededores, hasta la plaza de España. Súbitamente se produce una alarma. Los centinelas rojos dicen que del edificio Capitol han partido algunos disparos. 

«Apenas se oyeron -relata un sindicalista-, las masas congregadas en aquellos alrededores se movilizaron en todos los sentidos, buscando armas. Algunos trataron de recurrir a la gasolina, para prender fuego al Capitol; pero no fué necesario. Cuando desembocamos en la Gran Vía, un grupo de guardias de Asalto y algunos paisanos con pistolas disparaban hacia el Capitol, y a poco cesaron los tiros que salían de este edificio. Se registró el local y fué encontrado alguno de los que hacían fuego sobre la calle. Hubo un muerto y algunos heridos en este episodio inicial.»

Las patrullas milicianas irrumpen bruscamente en los cafés para ver quiénes hay en ellos. Detienen a los escasos transeúntes, los cachean, les piden la documentación.

El Ministerio de la Guerra, cerradas las verjas, inabordables los centinelas, aparece toda la noche iluminado tras el amplio jardín que lo aísla. Compañías de Guardia civil distribuyen retenes en varias plazas estratégicas. Se redobla la vigilancia en torno a todos los cuarteles. Pasada la media noche, no circulan en Madrid más que las milicias armadas. Hay un ruido y un ir y venir sigiloso, como las correrías nocturnas de los ratones en las casas viejas y deshabitadas.

A las tres de la madrugada, Unión Radio lanza una nueva nota oficial. Dice así:

«El Gobierno de la República, que ha tenido en el día de hoy motivos de preocupación, aunque ningún momento de decaimiento, porque tiene conciencia de su autoridad y de la responsabilidad contraída ante el país, fervorosamente unido a la causa del régimen republicano, quiere dar un resumen objetivo de la situación, que mejora notablemente en España entera.

Los sublevados, conocedores de la voluntad nacional, no han tenido inconveniente en hacer traición a sus deberes de españoles y militares, y han traído, en su ayuda, a la Península algunos contingentes de legionarios y moros para lograr sus bastardos intereses. Por fortuna, se trata de un grupo de muy escaso número desembarcado en Algeciras aprovechando la traición del comandante del destructor Churruca. Su tripulación, tan pronto como desembarcaron las tropas y se vieron libres de los soldados mercenarios, han comprendido la vileza de su jefe y le han detenido, reintegrando el buque al servicio y obediencia del Gobierno.

Ahora está en el Estrecho vigilando para impedir el paso de nuevas tropas de Ceuta y Melilla. Por tanto, queda asegurado que no pisarán la Península más tropas mercenarias procedentes de la zona de Marruecos.

Cuando desembarcaron las tropas mercenarias, la guarnición se les entregó, pero el pueblo se lanzó a la calle, entablándose una lucha, causándoles importantísimas bajas, hasta que, con la pérdida de la casi totalidad de sus fuerzas, huyeron.»

 

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