El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Significación del nuevo Gobierno.


 

En el campo marxista, gubernamental, hoy es también un día decisivo. Después de fracasar la tentativa de atraerse a las guarniciones peninsulares, este extraño domingo, sin fiesta ni paz, marca el momento en que los directores del Frente Popular se entregan francamente a las masas fanatizadas y ponen rumbo hacia el espejismo sanguinario de la revoluci6n roja. Pozas, en el Ministerio más importante ahora, puesto que de él depende el orden público, es quien empuña el tim6n. Lo anuncia claramente esta nota oficial lanzada por radio al mediodía:

«Esta mañana se ha hecho cargo de la presidencia del Gobierno don José Giral, y ha pasado a ocupar la cartera de Gobernación el general Sebastián Pozas, continuando en sus puestos los restantes ministros del Gobierno anterior».

Si alguna significación debe atribuírsele a este cambio en el Ministerio, es la de acentuar su carácter de lucha contra el fascismo.

El partido Socialista, Comunista, Federación Nacional de Juventudes y Unión General de Trabajadores, firmes en su propósito de hacer abortar el intento fascista de los militares sublevados, renuevan su declaración de apoyo incondicional al Gobierno para batir a los traidores.

A la clase obrera le pedimos que mantenga su tensión combativa y conserve la perfecta disciplina de sus cuadros.

Continuará inmediatamente el armamento del pueblo, y se está organizando la ofensiva contra los insurrectos en toda España, contando con las fuerzas adictas al Gobierno y las milicias obreras.

Se halla camino de Madrid una columna de mineros asturianos, que vienen a sumarse a los trabajadores madrileños, para luchar conjunta e implacablemente contra todo intento fascista que pueda producirse.

¡Trabajadores! Disponeos a luchar en guerra a muerte contra el fascismo.

En todas las ciudades, en todos los pueblos debe organizarse sin tardanza la resistencia y la ofensiva mediante la estrecha unión de las fuerzas obreras y republicanas y la correspondiente formación de cuadros de combate, a los cuales se facilitarán, a medida que sea posible, las armas necesarias.

La República y la clase obrera juegan una carta decisiva en esta lucha.

¡Camaradas! ¡A vencer por encima de todo y contra todo!»

El acuerdo está hecho. El Gobierno procede al armamento intensivo de las turbas, y las organizaciones obreras se militarizan. Se contestará a la actitud de las guarniciones «facciosas» con la rebelión del proletariado. La Unión General de Trabajadores dispone, en efecto, que en todas las provincias que estén bajo el mando de la autoridad militar, los obreros expresen su protesta declarándose en huelga. Es la vieja táctica revolucionaria, pero ahora apoyada con el refrendo oficial. Este acuerdo se da a la publicidad mediante la nota siguiente:

«Como respuesta a la declaración del estado de guerra por parte de los elementos facciosos que se han levantado en armas contra la República, la Comisión Ejecutiva de la Unión General de Trabajadores ordena la inmediata declaración de la huelga general indefinida, hasta que el criminal movimiento sedicioso sea completamente aplastado.

La huelga dará comienzo automáticamente en cuantas localidades se haya declarado ya el estado de guerra, y se extenderá a todas aquellas en que suceda lo propio.

La Unión General de Trabajadores, leal a sus compromisos con el Frente Popular, hace un llamamiento a todo el proletariado para que, más unido que nunca, replique con toda energía a la infame intentona del fascismo.

Por la Comisión Ejecutiva -Francisco Largo Caballero, secretario general; José Díaz Alor, vicepresidente.»

Por su parte, la C. N. T. apercibe a sus afiliados con el siguiente aviso:

«La Confederación Regional del Trabajo del Centro a los Sindicatos de la región, y especialmente de Madrid:

Compañeros: Los elementos fascistas han comenzado la ofensiva contra las libertades del pueblo oprimido, declarándose en rebeldía, en la parte de Marruecos español, que es donde ellos tienen a su disposición las fuerzas facciosas de Regulares y el Tercio.

Ante esta situación, el Comité Regional del Centro advierte a todos los obreros de nuestras trece provincias que estén atentos al primer aviso de este Comité, para obrar en consecuencia contra los elementos criminales de la negra reacción, que quieren sumir a nuestra nación en un vasto campo de concentración para asesinamos sin compasión. Por lo tanto, os rogamos que no olvidéis nuestra advertencia, para con la fuerza arrolladora de nuestra organizaci6n detener el paso de tan negros elementos.

Trabajadores: Todos en vuestros puestos de lucha. ¡Viva la Confederación Nacional del Trabajo de España!»

Estos son ya los verdaderos centros de mando oficial en Madrid, y ésas las órdenes que de ellos emanan. En el Ministerio de la Guerra se está procediendo rápidamente a su adaptación al nuevo régimen. Y en el de Gobernación, donde Pozas concentra cada vez más en sus puños la Guardia civil y la de Asalto, triturándolas para convertirlas en fuerzas revolucionarias, la adaptación es ya un hecho.

Acaba de llegar a Madrid en automóvil, procedente de Badajoz, el nuevo ministro de la Guerra, general Castelló. Miaja le llamó para que le sustituyese al frente de la División al ser él nombrado ministro. Pero las cosas corren de tal modo, que cuando llega Castelló a Madrid el nuevo ministro es él, y Miaja se ha quedado a la expectativa.

Castelló ignoraba todo lo ocurrido y hasta su propio nombramiento. Lo primero que hace es presentarse en la División, a preguntar por Miaja, y cuando le dicen que está en el Ministerio de la Guerra se traslada allí inmediatamente.

La toma de posesión del nuevo ministro es rápida. El jefe del Estado Mayor Central, general Sánchez Ocaña, entra a saludar al nuevo Ministro y le presenta la dimisión del cargo. Es nombrado subsecretario de Guerra el general Bernal.

Luego, con la ayuda de varios amigos de Azaña, se constituye en el Ministerio de la Guerra un Estado Mayor, dividido en cuatro secciones; Información, Operaciones, Organización y Servicios. Pero nadie puede trabajar, porque continuamente afluyen al Ministerio grupos de paisanos, en su mayoría obreros, que exigen a gritos la entrega de armas y exhiben las autorizaciones que para recogerlas les ha dado el comandante Barceló. Muchas llevan la fecha del 17 de julio, y todas con sello rojo, con la estrella soviética. Como el barullo amenaza degenerar en escándalo, se acaba por expulsar a todos los intrusos y cerrar las puertas y verjas del Palacio. Queda terminantemente prohibido penetrar en él sin un salvoconducto firmado por Barceló, Estrada, Sarabia o Díaz Tendero. Así se obtiene de pasada un doble objetivo: los jefes u oficiales con destino en el Ministerio no podrán acudir a sus departamentos, y automáticamente quedarán desposeídos de sus empleos aquellos de cuyos servicios se desee prescindir.

El clan de oficiales marxistas que arma al pueblo con arreglo a sus planes preconcebidos ve cómo crece por momentos su ejército, formado con levas del proletariado, con reclutas a los que para declararlos útiles únicamente se es exige la talla del odio y la capacidad para el crimen. Ya se han constituido los cinco primeros regimientos, cuyos números corresponden al de antigüedad de sus jefes: Lacalle, Mangada, Marina, Sánchez Aparicio y Fernández Navarro.

Se dispone de fusiles: como escasean las municiones, se despacha una autorización para recoger los tres millones de cartuchos que se guardan en los polvorines de Retamares. El comandante Luis Flórez sale con varios camiones en busca de la munición, pero el teniente Leret, encargado de la cartuchería, cumpliendo las instrucciones que ha recibido de la División, se niega a entregarlos. Es cuestión de horas. Los milicianos se los llevarán al día siguiente.

El Ministerio de la Guerra se ha convertido en una misteriosa oficina casi inabordable. Los expulsados se detienen a murmurar en las aceras de la calle de Alcalá, formando corros; pero los centinelas, que han recibido consignas severísimas, y el calor, que pesa como un chorro de plomo, acaban por dispersarlos completamente. La anchurosa arteria y la Gran Vía, con las principales calles que las unen, están poco menos que desiertas. Esta soledad dominical tan desusada sobrecoge y amedrenta. El corazón de Madrid se está paralizando por momentos.

En las barriadas, por el contrario, y principalmente en las más populares y extremas, la sangre de la capital afluye con intensidad de mares crecientes, a borbotones espesos, y forma turbios coágulos. Aquí los bares y los cines tienen más concurrencia que la acostumbrada. Se está produciendo la rara inversión vital característica de las grandes convulsiones urbanas: los órganos capitales dejan de funcionar o quedan relegados a un último plano, mientras cobran importancia y se imponen, con su profunda y morbosa perturbación funcional, las más olvidadas y oscuras entrañas. El centro de Madrid se desplaza: ya no está en sus barrios mejores y más bellos, sino en los más pobres y amontonados o en la periferia.

Hay en ellos un inusitado movimiento de milicianos. Acuden a los cafés y tabernas, con sus mujeres y críos, exhibiendo pistolas y mosquetones. Una extraña alegría -anuncio de tragedia- rebosa en torno de los veladores grasientos. Se descorchan botellas de anisado y se comen buñuelos. Los ojos chisporrotean como el resplandor de hogueras todavía ocultas. Suenan cantos y rasguear de guitarras. Ruedan fusiles por el suelo, y los pequeñuelos juegan con los racimos de las cartucheras. Vaga por el aire una reconfortante sensación de impunidad, y el sol arranca de los cristales, en las botillerías, reflejos prometedores de victoria.

En la Guindalera se alinean varios tanques. La chiquillería los asalta y las mozas los adornan con ramas arrancadas del arbolado público. A los soldados se los invita a beber. En Tetuán de las Victorias, varios milicianos, erigidos en profesores improvisados, explican a gritos, como los saca- muelas de feria, el funcionamiento de los fusiles ametralladores. En tanto, unas patrullas de paisanos niegan el acceso a Madrid a cuantos vehículos o peatones vienen por la carretera, si no están provistos de un carnet sindical. La cédula, los documentos más fehacientes expedidos por el Estado no sirven. No se reconoce ya más poder que el de los sindicatos obreros.

La glorieta de Cuatro Caminos, al comenzar la tarde, está también como cuajada de miliciano s y fusiles. En la plaza de Lavapiés, a la misma hora, desfilan centenares de mosqueteros rojos con bandera y corneta. Junto a la Puerta de Toledo se hacen ejercicios militares: unos sargentos instructores enseñan a marcar el paso a pelotones de novatos, cuyas alpargatas levantan nubes de polvo. En la plaza de Manuel Becerra, no lejos de la Monumental, también se instruyen los milicianos. de Torrijos. Los bordes de la plaza, en sus partes umbrías, están llenos de carritos expendedores de helados. Un miliciano fornido, con una camiseta roja que le cubre escasamente, como un traje de baño, una pequeña parte del pecho y la espalda, se ha hecho llenar de mantecado un gran vaso de agua. Y mientras con la lengua sedienta va lamiendo el helado fresco de la pasta, que su brazo izquierdo levanta a intervalos, con el brazo derecho empuña un pistolón y dispara contra la campana de un convento que hace esquina a la plaza. A veces, las balas fallan el blanco. Pero cuando dan en la campana, suena seca, rápida y clara, como un quejido, y la nube de chiquillos del barrio estalla en aplausos y gritos ensordecedores.


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