El golpe de Estado de 1936,
dirigido por Mola, que reconocía la suprema jefatura de Sanjurjo, no consiguió
los objetivos propuestos, como ya Franco sospechara en conversación con algunos
de los suyos, aunque tampoco fracasó. España quedó dividida en dos partes
desiguales, la mayor en obediencia al Frente Popular y la menor sometida a
mandos militares entre los que, muerto accidentalmente Sanjurjo, se produjo una
especie de división: Mola en el norte, Queipo de Llano en Andalucía, Franco en
Africa y Canarias. Los dos primeros eran confesadamente republicanos mientras
que Franco era monárquico. Al fracasar la sublevación en Madrid, lo mismo que en
las principales ciudades, y continuar funcionando un Gobierno de la República,
aunque cambiando sus miembros sin que en ello intervinieran las Cortes, se hizo
preciso para los militares establecer un organismo que sustituyera la jefatura
de Sanjurjo y ejerciera la legalidad. En la zona republicana, que sus
protagonistas preferían entonces llamar «roja», cesó toda vida religiosa,
mientras que en la que a sí misma comenzó a llamarse «nacional» se produjo una
exaltación de la religiosidad: todos los actos se revestían de este carácter.
Sin embargo, la Junta de Defensa que los militares crearon estaba presidida por
Miguel Cabanellas, que había sido masón. El Partido Nacionalista Vasco, que se
presentaba a sí mismo como católico, se dividió en dos: la parte mayoritaria,
residente en Vizcaya y Guipúzcoa, declaró que se colocaba al lado de la
«ciudadanía» contra el «fascismo» y de la República contra la Monarquía; la
minoritaria, en Alava y Navarra, publicó un comunicado (19 de julio) sobre su
«ferviente catolicismo» y contra el Frente Popular.
El Alzamiento militar, que se justificaba a sí mismo como lucha contra el
socialismo y el comunismo, no se planteó de inmediato la cuestión de la forma de
Estado, pero sí, en cambio, la de la religión. Todos los combatientes en sus
filas alardeaban de catolicismo. Las noticias que llegaban de la otra zona y de
la persecución implacable afirmaron ese hecho religioso proyectándolo al primer
plano. Los tradicionalistas lanzaron la consigna de que luchaban por Dios y por
España, que todos los demás aceptaron. El cardenal primado, Isidoro Gomá, que
carecía de noticias previas acerca del Alzamiento, salvó su vida por coincidir
aquellas fechas con sus vacaciones estivales en Tarazona. El clero de su
diócesis fue uno de los más terriblemente castigados. Se trasladó a Pamplona,
cuyo obispo, Marcelino Olaechea, se convirtió en su principal mentor. A ellos se
sumó también en esta primera etapa el de Vitoria, Mateo Múgica, cuya diócesis
abarcaba las tres provincias vascongadas.
Fue Olaechea el primero en definir la situación
con estas palabras: «No es una guerra la que se esta librando sino una cruzada»
(1). También los rojos recurrían al término «cruzada» contra el fascismo. Los
tres prelados aceptaron la Junta de Defensa sin hacer declaración expresa.
Franco admitió también su legitimidad y fue incorporado a ella como uno de sus
miembros, algunas semanas después de haberse constituido. Aunque Portugal,
Italia y Alemania mostraron simpatía por el Alzamiento, la Junta no recibió
reconocimiento diplomático alguno. Tampoco por parte de la Santa Sede. El Frente
Popular, tras su victoria en las elecciones, había designado embajador en el
Vaticano a Luis de Zulueta que, aunque afín a sus doctrinas políticas, era
considerado condescendiente y hábil para mantener relaciones. Sin embargo, en la
presentación de credenciales, el 9 de mayo de 1936, Pío XI se había referido en
términos muy duros a «las tribulaciones de la Iglesia en España y no por culpa
nuestra». Eugenio Pacelli, Secretario de Estado, en conversación posterior, se
mostró más explícito: la República española estaba persiguiendo al catolicismo
(2).
Años antes, el primer Gobierno republicano
suspendió unilateralmente la vigencia del Concordato de 1851 por el que se
regulaban las relaciones entre Iglesia y Estado, muy favorable a la Monarquía,
que, ejerciendo derecho «de presentación», prácticamente nombraba los obispos.
Se pasaba, pues, al sistema ordinario de comunicación previa del candidato por
parte de Roma. La Santa Sede consideró esto como buena solución y decidió
prescindir para siempre de aquel documento. Con el Frente Popular en el poder
surgió el conflicto: el 22 de mayo de 1936 el Papa comunicó el nombre de Víctor
Pildain Zapiain como obispo de Las Palmas de Gran Canaria: era canónigo de
Vitoria y había sido diputado del PNV. El Gobierno rechazó el nombramiento,
interpretando el derecho ordinario como una especie de prerrogativa de veto: la
Santa Sede sólo podría nombrar obispos que fuesen para él aceptables. Pildain no
podría tomar posesión hasta que Franco dispusiese que así se hiciera. La
Secretaría de Estado recomendó entonces la vía indirecta de los obispos
auxiliares o coadjutores, para los que no era necesario comunicar el nombre.
Con la guerra vino la persecución sistemática,
sangrienta e implacable. Se trata de un dato objetivo y no de un juicio de
valor. La Iglesia, que nada había tenido que ver con el Alzamiento, no podía ser
indiferente (3) porque era víctima de aquella profunda revolución que había
destruido también la legalidad republicana sustituyéndola por otra. El
representante español en el Congreso General del Ateísmo, celebrado en Moscú en
agosto de 1936, informó de que «la Iglesia ha sido completamente aniquilada»
porque «hemos suprimido sus sacerdotes, las iglesias y el culto»
(4). Para usar
de mayor precisión deberíamos decir que el catolicismo fue sujeto pasivo en una
situación en la que no se le consentía elegir. |
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ARRIBA
Con la llegada del primado,
Pamplona se convirtió en centro eclesiástico para toda la zona
nacional. En aquellos momentos el arzobispo de Toledo era cabeza
de la Iglesia en España, ejerciendo una especie de coordinación
de los metropolitanos. En la capital navarra se vivía muy cerca
el problema que significaba la existencia de un Gobierno vasco
cuyos miembros se declaraban católicos -lo que no impedía
detenciones y asesinatos de sacerdotes y laicos católicos no
nacionalistas- pero que estaba aliado con quienes de este modo
anunciaban el aniquilamiento de la Iglesia. El 6 de agosto de
1936 Mateo Múgica y Marcelino Olaechea publicaron una carta
pastoral conjunta para oponerse a las afirmaciones de J. A.
Aguirre, el lehendakari, miembro de la ACNP, que sostenía que
aquella no era una guerra religiosa sino simplemente política y
social. En esa carta se advertía a la población de ambas
diócesis, Vitoria y Pamplona, que era ilícita la colaboración
con los más crueles perseguidores de la Iglesia. Los medios de
comunicación del Gobierno vasco se apresuraron a decir que la
carta era falsa, pero Múgica se acercó a los micrófonos de Radio
Vitoria para confirmar: «Nos, con la autoridad de que nos
hallamos investido, en la forma categórica de un precepto que
deriva de la doctrina clara e ineludible de la Iglesia, os
decimos: non licet».
Es bastante probable que Gomá haya intervenido en la redacción
de dicha carta. Por aquellos días preparaba el que habría de ser
su primer informe al Vaticano, que no fue despachado hasta el 13
de agosto (5). Partiendo de la tesis de que el catolicismo era
víctima pasiva, llegaba a la conclusión de que de no haberse
producido el Alzamiento se habría implantado en España una
dictadura comunista y extinguido la Iglesia en el caso de que
triunfase el Frente Popular. Este sería el previsible resultado. Gomá evitaba incurrir en excesos radicales: aparte de reconocer
que también había violencias en la zona nacional, le embargaban
tres preocupaciones fundamentales:
- En primer término, el
separatismo vasco. Era contrario a la doctrina de la Iglesia
de anteponer los intereses nacionales a los del catolicismo
y, sin embargo, ésta era la actitud adoptada por Aguirre y
una parte del clero de aquellas provincias.
- Tras la ola persecutoria y de desmantelamiento iniciada en
1931, de cuya responsabilidad nadie podía declararse
absolutamente inocente, la Iglesia, aun en el caso de
victoria del bando que la protegía, iba a encontrarse ante
una formidable tarea de reconstrucción difícil de llevar a
cabo.
- Por último, detectaba
influencias exteriores que calificaba de «paganizantes» en
el bando nacional. Advertía la existencia de un sector que
preconizaba una especie de laicismo del Estado, tendencia
que juzgaba poco conveniente. «Falta ver el alcance que se
dará a esta proposición».
Las preocupaciones del cardenal irían creciendo en las semanas
siguientes: la Junta de Defensa se irritaba contra el clero
vasco y, al tiempo que llegaba el material de guerra alemán e
italiano, crecían las influencias políticas nazis o fascistas.
En Roma nadie se engañaba ya acerca de lo que significaba el
nacional-socialismo.
ARRIBA
Desde el 1 de octubre de 1936,
la Junta de Defensa cesó en sus funciones: Franco fue
elegido por sus compañeros de armas, especialmente por Mola
y los monárquicos, Generalísimo, Jefe de Estado y Jefe de
Gobierno, acumulando en su persona poderes como nadie ha
tenido nunca en España. Gomá se sintió favorablemente
impresionado por este nombramiento -un Jefe de Estado de
misa diaria-, pero no dejó de anotar una frase en el
discurso de toma de posesión definiendo el Estado como «sin
ser confesional» lo que entendía era una concesión al
laicismo. Resulta significativo que esta frase se suprimiera
en el texto publicado: bastaba, pues, una indicación
eclesiástica para que Franco rectificase.
Sobre la mesa, el nuevo
Generalísimo se encontraba con el difícil problema vasco.
Mientras que el objetivo de la Lliga seguía siendo «catalanizar
España» --por eso Cambó y los suyos se habían colocado al lado
del Alzamiento-, el PNV, que comenzara siendo «autonomista,
cristiano y popular» (6), había invertido los términos poniendo
independencia por encima de España y nacionalismo delante del
catolicismo. La guerra civil tenía su matiz vascongado de vascos
contra vascos: gudaris frente a brigadas de Navarra. Esto hacía
difícil cualquier entendimiento. La habilidad de Prieto,
sacrificando la unidad (Estatuto de Guernica del mismo día 1
octubre 1936) a cambio de colaboración, había hecho el resto.
Ambos bandos contribuyeron a
envenenar una situación difícil. Es natural que así fuera, pues
se trataba de una guerra civil. Los militares, que esperaban una
colaboración vasca que se les había ofrecido, se acostumbraron a
llamar provincias traidoras a Vizcaya y Guipúzcoa, en contraste
con las leales Álava y Navarra. Los nacionalistas «se
comportaron como si gobernaran un Estado independiente» (Olabarri).
Cuando comenzaron a ser capturados eclesiásticos que figuraban
en los batallones de gudaris, los mandos militares no dudaron en
someterlos a consejos de guerra y mandarles fusilar. Dieciséis
sacerdotes serían muertos de este modo. Podría establecerse una
comparación: bajo el gobierno de Aguirre en Vizcaya fueron
asesinados cuarenta y siete. Para el Vaticano, un tremendo
conflicto.
Vayamos por partes. Hasta el 8 de
septiembre de 1936 el obispo de Vitoria se había mantenido en
línea con Olaechea y Gomá, pidiendo oraciones por el triunfo de
los nacionales y advirtiendo a sus súbditos que no podían
figurar en el mismo bando de los asesinos de la Iglesia. El PNV
y los sacerdotes que le apoyaban se negaron a obedecer. Alberto
Onaindía, canónigo que haría famoso más tarde su seudónimo de P.
Olaso, redactó un documento que envió al Vaticano presentando la
cuestión como legítima defensa de las libertades políticas
vascas y rehuyendo comentar los aspectos religiosos. «No creemos
que los vascos hayan de ir unidos con quienes pretenden
privarles de sus derechos y conculcar sus tradicionales
costumbres y tradiciones». Cabanellas, en nombre de la Junta
-estamos aún en septiembre de 1936-, apeló también al Vaticano
reclamando una sentencia canónica de excomunión y entredicho
contra quienes de este modo ayudaban a los enemigos de Dios y de
la Iglesia. Pero esto era algo que ni la Secretaría de Estado
podía recomendar ni el obispo de Vitoria llevar a cabo.
Múgica, por consiguiente, se negó: no era lícito aplicar penas
espirituales a unos súbditos que, a lo sumo, eran culpables de
un error político. Podía decirles que estaban equivocados y que
no era lícito colaborar, pero en modo alguno dejar de
considerarles parte de su Iglesia. Entonces la Junta de Defensa
reclamó la expulsión del obispo. Muchos términos inconvenientes
se utilizaron por una y otra parte. Las cosas que se dijeron con
posterioridad, especialmente por parte del prelado, que ya había
sido expulsado anteriormente por el Gobierno de la República que
le tenía por radical tradicionalista, han contribuido mucho a
enturbiar el asunto que, sin embargo, en términos de derecho, se
presentaba con claridad. Cumpliendo sus deberes de obispo,
Múgica tuvo que desobedecer la demanda.
En medio del debate, el Papa Pío
XI hizo un gesto clarificador. El 14 de septiembre de 1936,
recibió a peregrinos españoles en Castelgandolfo y, en el
discurso público, llamó a los rojos españoles «fuerzas salvajes
y crueles» desprovistas de «la misma naturaleza humana, aun la
más miserable». De este modo desvirtuaba la propaganda que
algunos sectores del clero francés estaban haciendo para evitar
que asomase, descarnada, la gravísima persecución religiosa en
España. Este clero también se movía a impulsos del sentimiento
nacional, pues pensaba que una victoria de los militares
prestaría en España apoyo a Alemania e Italia, enemigos de
Francia. Por su parte, Gomá estaba seguro de que, en aquellos
momentos, la falta de entendimiento con los «militares en
campaña» no podía conducir más que a un desastre: de no acudir a
los mandos nacionales, la Iglesia, en España, se encontraría sin
amparo. Para evitar la expulsión del prelado, el cardenal, que
ningún contacto tuviera con la Junta, acudió a ella proponiendo
una fórmula: ganar tiempo, que Múgica viajara a Roma para
explicar la situación, y que los ánimos en el intermedio se
calmasen.
El primado fracasó. La Junta no
quiso atenderle y mantuvo su exigencia. Múgica, por su parte, se
negaba a tomar en consideración cuanto no fuera el asunto
concreto de su persona y de su diócesis, como si no le importase
la situación global. Su pensamiento estaba evolucionando hacia
una nueva postura: aquel problema surgía porque Euzkadi seguía
siendo parte de España. Se volcó en favor de la separación.
Cuando el Vaticano le invitó a abandonar el territorio español
para evitar el indeseable conflicto, volvió sus rencores contra
Gomá, diciendo que no le había defendido, esto es, no había
sostenido sus propias ideas. El 14 de octubre, según el mandato
del Papa, Múgica cruzó la frontera y no regresó; conservaría su
titularidad.
ARRIBA
El mismo día en que Franco tomaba
posesión, en Burgos, de la Jefatura del Estado, el obispo de
Salamanca, Enrique Plá y Deniel, catalán de nacimiento,
publicaba una carta pastoral que titulaba Las dos ciudades. En
línea con el de Olaechea y Múgica del 6 de agosto, este
documento quería insistir en la obligación moral para los
católicos de negar cualquier clase de ayuda a los perseguidores
de la Iglesia. Tomando como base la doctrina agustiniana sobre
las dos ciudades -la de aquellos que por amor a Dios llegan al
menosprecio de sí mismos, y aquella otra que por amor a sí
mismos desprecian a Dios-, llegaba a la conclusión de que
aquella contienda era, en realidad, una cruzada, pues se estaba
dirimiendo la supervivencia de la Iglesia en España. De esta
idea se apoderaron luego otros eclesiásticos, incluyendo al Papa
que, en más de una ocasión, se refirió a los sucesos de España
con este nombre. La «cruzada» era, en sus intenciones, una
exigencia: el Alzamiento tenía el deber ineludible de orientar
su marcha hacia el restablecimiento de todas las condiciones
indispensables para asegurar los derechos y la libertad de la
Iglesia.
Franco también se apoderó de esta
idea. Resolvía muchas de sus dudas y preocupaciones iniciales.
Conviene recordar que él había «llegado» al Alzamiento que otros
organizaran. Ahora veía que ninguna legitimidad puede aspirar a
un origen más alto que aquel que procede de la defensa del honor
de Dios. Como en el caso de los antiguos reyes, se dispuso que
en algunos documentos y monedas se incluyese el título de
«Caudillo de España por la gracia de Dios». Era, en cierto modo,
un retorno a tiempos pasados, pero era, sobre todo, un
compromiso, pues la expresión, lejos de ciertas exageraciones
que se cometieron por amigos y enemigos, significaba que la
autoridad de que se revestía dimanaba de una potestad divina a
la que se sometía, a través de la Iglesia. Desde el materialismo
positivo o dialéctico, esto no significa nada; puede tomarse, a
lo sumo, como un disfraz. Pero desde la fe católica es una
exigencia superior a cualquier otra.
El 6 de octubre, al prestar
juramento como lehendakari -entonces se escribía así-, José A.
Aguirre, que no se sentía ya parte de la República española,
tomó una decisión semejante: incluyó en la fórmula un compromiso
radical a someterse a la Santa Madre Iglesia Católica,
Apostólica y Romana. El Vaticano iba a encontrarse en un muy
serio compromiso: no podía tomar medidas contra quienes así se
manifestaban. Eugenio Pacelli consultó el tema con el Papa, al
que sugirió una línea de conducta. En el caso de los vascos
-este hecho no se planteaba en Cataluña, donde el arzobispo
cardenal Barraquer había salvado la vida en el último momento
por intervención directa del Presidente de la Generalidad, que
le envió embarcado a Italia- se podía intentar una mediación,
negociando entre dos bandos que declaraban que el catolicismo
era valor fundamental.
Durante el resto del año 1936 y los primeros meses de 1937 tal
mediación resultaba impensable. Detenido Franco ante Madrid y
cobrando fuerza cada día el separatismo de Euzkadi, Aguirre,
autodenominado Generalísimo -lo que le permitía prescindir de
los mandos enviados desde Madrid- se creía seguro de la
victoria. Había perdido San Sebastián, pero contaba con
respaldos británicos y preparaba ya su propia ofensiva. Pasaron,
pues, meses vitales.
La declaración de «cruzada» por
parte de los obispos españoles causó impacto en los ambientes
católicos. Produjo en Francia una profunda división. Este país
tenía intereses directos respecto a lo que estaba sucediendo en
España: junto a las cuestiones religiosas estaban las
consideraciones políticas, derechas frente a izquierdas y
germanofilia. En consecuencia, los católicos se dividieron y
Jacques Maritain, cuya influencia sobre los monseñores vaticanos
era muy grande, se situó a la cabeza de un grupo de
intelectuales católicos empeñados en demostrar que era falso el
principio y que la República tenía razón. Para los católicos,
que experimentaban la más cruel de las persecuciones, era un
verdadero escándalo que pudieran colocarse al lado de los
verdugos. Pero en realidad lo que a aquéllos importaba -todavía
no había escrito Maritain El campesino del Garona- era que no
triunfase en España la derecha
(7).
ARRIBA
Desde Pamplona, adonde iban
llegando noticias, el cardenal primado informaba
puntualmente a la Secretaría de Estado. Terminado el asedio
del alcázar, decidió hacer una visita a su sede, con escolta
de requetés, y comprobar sobre el terreno la realidad de los
daños. Quedó desolado: asesinatos, ruina y desolación
reinaban por doquier. Al mismo tiempo le llegaban las
primeras indicaciones de los sucesos en el País Vasco:
también aquí la Iglesia estaba siendo perseguida. Supo que
algunos sacerdotes nacionalistas habían sido condenados y
ejecutados; para uno de ellos había pedido a Dávila la
conmutación de la pena y se le había negado. Informando de
esto a Pacelli el 24 de octubre de 1936, le explicó que
había tomado la decisión de entrevistarse con Franco, de
quien ahora todo dependía. «Es católico práctico de toda la
vida» y «en mi opinión personal... será un gran colaborador
de la obra de la Iglesia». En este mismo informe el cardenal
primado se expresaba en términos bastante preocupados
respecto a Falange.
La primera entrevista tuvo lugar en los últimos días de
octubre. Franco dijo que carecía de noticias acerca de las
ejecuciones de sacerdotes, todas las cuales eran anteriores
a su nombramiento (lo que no puede considerarse como
rigurosamente cierto, ya que uno de los fusilamientos se
produjo después del 1 de octubre, aunque sin informarle) y
prometió: «Tenga su eminencia la seguridad de que esto queda
cortado inmediatamente» (8). La noticia había llegado antes
al Vaticano, por vía de religiosos y clérigos nacionalistas
y franceses, provocando amargos reproches de Pío XI al
representante español, Magaz
(9). Pasaron muy pocos días y Gomá recibió la visita de José Antonio Sangróniz, que le
comunicaba que, tomadas las medidas pertinentes, el caso no
se repetiría: en adelante, cuando hubiera que tomar alguna
medida contra sacerdotes, ésta se acordaría con el ordinario
de la diócesis, como tenía previsto el Concordato, y
consistiría en su incardinación en diócesis distinta. Franco
no pudo sin embargo evitar que los católicos de la izquierda
dispusiesen de un argumento de peso en contra de sus
pretensiones de acaudillar una cruzada. El 8 de noviembre,
en nuevo informe, Gomá puso las cosas en claro y fue
escuchado. Pero eran fuertes las presiones que se ejercían
sobre el Vaticano con un argumento de tanto peso como era la
presencia de alemanes e italianos en España, que parecían
anunciar una inclinación política hacia fórmulas cuya
condena estaba preparando el Papa. Faltaban menos de cuatro
meses para la encíclica Mit brennender Sorge.
Durante cinco años vitales,
Isidoro Gomá iba a desempeñar un papel de gran importancia, a
veces mal entendido. Canonista y teólogo de gran formación, como
acreditan los documentos pastorales por él redactados, respondía
bien al modelo de obispo que Roma preconizaba, desvinculado de
posturas políticas, realista en las relaciones con el Estado,
abierto a la caridad y convencido de que en Roma, y únicamente
en Roma, se hallaba el fundamento de la Verdad.
ARRIBA
Las relaciones entre la Iglesia y
el Régimen nacido el 18 de julio resultan a veces difíciles de
entender porque nos empeñamos en contemplarlas desde una
perspectiva posterior muy diferente de aquélla. Quienes
asesoraban al Generalísimo en cuestiones religiosas,
especialmente monárquicos y tradicionalistas, partían del hecho
de que el Concordato de 1851 era justo y adecuado; suspendido
por la «sectaria» República, debía considerarse vigente. Ya
hemos visto cómo en el problema planteado por los clérigos
nacionalistas se acudió a dicho documento. Por su parte, Franco
deseaba -necesitaba más bien- un reconocimiento oficial del
Vaticano que confirmase la postura confesional adoptada. Para
ambas misiones fue enviado a Roma el marqués de Magaz, un
convencido defensor del Concordato. Llegó en buen momento: Luis
de Zulueta, sin dejar su título de embajador ante la Santa Sede,
abandonó su residencia de la plaza de España, de la que tomó
posesión Magaz el 12 de octubre, izando la bandera bicolor.
Pronto descubrió Magaz las dificultades. La Secretaría de Estado
pensaba que un reconocimiento precipitado del Régimen podía
perjudicar todavía más a los católicos residentes en zona roja
y, sobre todo, impedir una mediación cerca del Gobierno vasco.
Gomá no difería demasiado de esta postura. Pensaba que, tras los
desastres causados por la República, era necesario contar con
garantías de restauración de la Iglesia en todos los extremos
que afectaban a su desenvolvimiento, sin precipitarse en el acto
político del reconocimiento. Desde el 20 de septiembre de 1936
el cardenal venía indicando a Pacelli la conveniencia de que él
viajara a Roma para informar directamente. El viaje se retrasó a
causa del nombramiento de Franco y, después, de las
negociaciones arriba explicadas. En noviembre de 1936 envió a su
secretario, Luis Despujol, a Burgos y Salamanca, para sondear la
opinión de las nuevas autoridades acerca de los tres asuntos
que, sin duda, iban a surgir durante su estancia en la capital
de la Iglesia: restablecimiento inmediato de la enseñanza
católica en los dos ámbitos, religioso y civil, atención
espiritual a las Fuerzas Armadas, y regreso a España del
cardenal Vidal y Barraquer. La respuesta fue que en los dos
primeros asuntos se daría toda clase de facilidades, pero en el
caso del arzobispo de Tarragona tanto Sangróniz como Joaquín Bau
matizaron: podía ser imprudente un regreso demasiado pronto de
un prelado significativamente nacionalista y que tanto había
trabajado en favor de la República
(10).
El 23 de noviembre, desde Pamplona -era imposible fijar su
residencia en Toledo, frente de guerra-, Gomá publicó la carta
pastoral titulada El caso de España, destinada especialmente a
orientar a los católicos de otras naciones. Franco, que no
conoció el texto hasta que estuvo impreso, la agradeció
vivamente. Los argumentos eran los mismos que se proponía
esgrimir ante la Secretaría de Estado: la Internacional
comunista había puesto en marcha una operación destinada a
implantar su dictadura en España destruyendo la República, pero
el Alzamiento militar se le había adelantado; por esta razón la
victoria de los nacionales, sin ignorar violencias y crueldades
inherentes a toda guerra civil, era la única esperanza para la
Iglesia. A sus hermanos del episcopado europeo dirigía una
llamada de socorro para que comprendiesen que, en España, la fe
católica estaba librando una batalla a vida o muerte.
El primado viajó de Pamplona a
Roma los días 9 y 10 de diciembre: llevaba consigo una carpeta
de documentos que debían permitir a la Secretaría de Estado
disponer de testimonios de primera mano, más allá de las
preocupaciones políticas. Gomá no era partidario de restablecer
el Concordato, sino de negociar uno acorde con la realidad
actual y más favorable para la Iglesia. A Pacelli le explicó que
Franco era un gobernante católico en quien se podía confiar:
rezaba cotidianamente el rosario y era «enemigo irreconciliable
de la Masonería»; no estaba dispuesto a aceptar otra forma de
legitimidad que la que procediera del catolicismo. Hablando de
los falangistas señalaba que «tienen considerable fondo de fe
cristiana y de sentido de Patria», pero le preocupaban dos
cosas: el fuerte impacto que en algunos sectores estaba causando
el «neopaganismo» nazi, que llegaba de la mano de instructores
alemanes, y el gran número de antiguos socialistas y anarquistas
que estaban llegando a sus filas, de modo que se debería
establecer cuidadosa vigilancia. Era seguro el propósito de
derogar las leyes antirreligiosas de la República y de devolver
a la enseñanza religiosa su papel, incluyendo en éste a la
Compañía de Jesús, llamada a desempeñar tarea esencial.
Magaz se disgustó con estas gestiones de Gomá, «demasiado
eclesiásticas», poco congruentes con su tradicionalismo de
alianza entre el Altar y el Trono. El primado no ocultaba
tampoco que alguna parte de la responsabilidad en la tragedia
desencadenada podía corresponder al clero, que, descuidando su
atención a la religiosidad profunda del pueblo español, valor
esencial, había prestado demasiada atención a cuestiones
políticas. Esto, sin duda, podía considerarse indirecta censura
a Múgica, Barraquer y el cardenal Segura, que preparaba sus
maletas para el regreso. Cuando la guerra llegase a su fin -ésta
era la tesis del primado- la Iglesia tendría que asumir una
gigantesca tarea de reconstrucción: para ello resultaba
imprescindible preparar mejores sacerdotes que los de antes y,
sobre todo, masas de laicos encuadrados en la Acción Católica.
Todavía se hallaban en embrión los grandes movimientos laicales
que caracterizarían al siglo XX. A todo esto Pacelli asintió:
era el discurso que quería oír.
El 12 de diciembre de 1936, sin
haber sacudido apenas el polvo del viaje, Gomá fue recibido por
el Papa. Captó inmediatamente las dificultades que tendría que
vencer porque «en Roma predominan en este respecto las
conveniencias de la diplomacia sobre las exigencias de esta
expresión de fe y entusiasmo religioso que ha acompañado al
estallido de la guerra». Eran varios los sectores que
presionaban, usando como telón de fondo los tambores de guerra
que volvían a sonar en Alemania. Múgica, vuelto al nacionalismo,
esgrimía el asunto de los sacerdotes vascos, obligando a Gomá a
explicar la diferencia esencial que existe entre desmanes de una
columna en marcha sobre enemigos capturados con uniforme y el
asesinato de unas monjas que no quieren renegar del nombre de
Cristo. Vidal y Barraquer estaba en línea distinta: superando
con gran nobleza los terrores por los que pasara, ya ante los
verdugos encargados de fusilarle, volvía a su idea de una
negociación que permitiese alcanzar la paz religiosa. El clero
francés se negaba a ver en Franco otra cosa que un peligroso
aliado de Hitler.
La audiencia fue, pues, sumamente difícil. Apenas regresado a su
domicilio, el cardenal se puso a escribir un largo informe que
el día 15 pondría en manos del Secretario de Estado. Con él ganó
la más importante de las batallas. La Iglesia -tal era la tesis-
no es una sociedad política sino una comunidad de fieles, Cuerpo
místico de Cristo cuya cabeza es el Papa: no puede andar perdida
por los pasillos de la diplomacia. No se juega en España una
baza política ante la que pudiera permanecer indiferente: si no
se hubiera producido el Alzamiento militar, ese «Gobierno
legítimo» de que hablaban los franceses sería ahora una
dictadura tan comunista como la de los soviets, y los católicos
estarían muertos, prisioneros o sepultados en las catacumbas.
¿Era esto lo que deseaba la diplomacia vaticana? Pacelli,
profundamente impresionado, conversó con el Papa y ambos
decidieron que era preciso enviar a Franco un mensaje de
aliento.
Este mensaje fue doble. Por una
parte contenía una petición de paciencia. Aunque la Iglesia «ha
de estar al lado de la autoridad contra la anarquía y de la
religión contra el ateísmo» y por consiguiente apoyaba sin
reservas la obra de restauración religiosa por él emprendida, un
reconocimiento oficial del Gobierno de Burgos podía tener
consecuencias terribles para los católicos prisioneros o
escondidos en la zona roja. El Papa enviaba al Generalísimo una
bendición apostólica muy especial con indulgencia plenaria, como
era norma otorgar a los antiguos cruzados. Y a Gomá, el 19 de
diciembre, se hizo entrega de una credencial firmada y sellada
en calidad de representante oficioso, lo que significaba que
ningún asunto podía tratarse fuera de sus manos. Acompañaban a
la credencial instrucciones que coincidían con la estrategia
expuesta por el primado: negociar cada uno de los artículos del
viejo Concordato de 1851 de tal modo que cuando dichas
negociaciones hubiesen terminado, se dispusiera de un texto
enteramente nuevo.
ARRIBA
La figura del arzobispo de
Toledo se realzaba. De hecho, e incluso después del
establecimiento de relaciones normales, la influencia del
primado de España, que se apoyaba en la conferencia de
metropolitanos, sería muy grande. La obra de Gomá, hombre de
paz -de vigorosa paz distinta del pacifismo- y obispo de
plena vocación pastoral, dejó profunda huella en la vida
española. Pero este éxito no podía dejar de molestar a Magaz,
que se sentía desbordado y fracasado. Sus despachos dan
evidencia de una creciente irritación. El 21 de diciembre,
aun reconociendo que había conseguido despejar muchas
difamaciones en torno a la causa nacional, denunciaba que el
primado no iba por la línea que él consideraba única
admisible, de la vigencia del Concordato. El 22, cuando supo
que habría un representante oficioso -ignoraba quién era-,
dijo que se trataba de una típica trampa vaticana, que
seguía manteniendo en Madrid la nunciatura con un
secretario, monseñor Sericano. Luis de Zulueta, instalado
ahora en París, seguía titulándose embajador de España ante
la Santa Sede. De modo que la Secretaría de Estado había
conseguido aquello que más le complacía, disponer de
observadores en ambas partes y no comprometerse con ninguna.
Para Magaz, que parece haber
tenido en todo momento información deficiente, todo era
consecuencia de «la política que ha desarrollado la Acción
Católica, siguiendo las inspiraciones del Vaticano y del nuncio,
monseñor Tedeschini, hoy cardenal, iniciada ya en los últimos
tiempos de la Monarquía en España, la política en una palabra de
la democracia cristiana que tanto ha contribuido al
derrumbamiento de España». Para los monárquicos de tendencia
tradicionalista cuanto no significara el retorno a la alianza
entre el Altar y el Trono, era recusable. Había que exigir el
restablecimiento del Concordato de 1851 y mostrarse inflexibles.
Unos días después, al saber que el representante oficioso era
Gomá, el diplomático tuvo que arrepentirse de algunos de sus
juicios. Pero no se pudo ya conseguir que Pacelli modificara el
deplorable concepto que Magaz le merecía.
ARRIBA
En estos breves apuntes,
limitados estrictamente al año 1936, el mes de diciembre
señaló un término de llegada: reconocimiento oficioso del
Alzamiento. Tal situación se prolongaría hasta marzo de
1937, en que se hicieron públicas las dos encíclicas que
condenaban los dos totalitarismos, el nazi y el soviético.
Pío XI, en la bendición antes mencionada, usaba una frase
-«a Franco lo mismo que a cuantos contribuyen a la obra de
salvación del honor de Dios»- que permite referirnos a Santo
Tomás Becket. No está de más recordar que en la catedral de
Toledo, y por iniciativa de la reina Leonor, hija de Enrique
II, se había edificado la primera capilla del mundo en honor
de este santo. Tal indulgencia no mencionaba al Gobierno,
pues en la mente del Papa seguían pesando los riesgos de una
desviación. Había una especie de rumor que iba a persistir
en los pasillos vaticanos. Gomá estaba convencido de que en
Franco se podía confiar, pero ¿después?...
En su mensaje de Navidad, el Papa aprovechó muchos de los
argumentos que le proporcionara el primado español: allí en
donde el marxismo se impone, directa o indirectamente, el
cristianismo, toda religión, son inmediatamente
desarraigados. Un día antes, el 29 de diciembre, Franco
había recibido a Gomá en su condición de «representante
oficioso». El Generalísimo adquirió, en este encuentro,
algunos compromisos muy serios de los que es preciso
reconocer que no se apartó. Todas las libertades y
prerrogativas tradicionalmente reconocidas a la Iglesia en
España serían respetadas; para que no hubiera duda se
ofreció a negociar con las autoridades eclesiásticas, en lo
venidero, cualquier disposición gubernamental que de algún
modo afectara a la Iglesia. Al tratar del tema de monseñor
Pildain, vetado por el Gobierno del Frente Popular, dijo que
«habida cuenta de que no aparecen contra él cargos probados
de carácter político y haberse hecho el nombramiento con
anterioridad al actual Movimiento Nacional», sería
reconocido obispo de Las Palmas con todas sus consecuencias.
Monseñor Pildain no se consideraría luego obligado a
manifestar ninguna gratitud por este gesto. En relación con
el clero vasco y el asunto de monseñor Múgica -cuestión que
se revestiría de nueva virulencia al conocerse los
asesinatos de sacerdotes no nacionalistas en Bilbao, el 4 de
enero siguiente- recomendó Franco que se prolongara la
ausencia del obispo; estaban demasiado exaltados los ánimos
y no le era posible garantizar el debido respeto.
Cuando Gomá le comentó que el
gobernador civil de Guipúzcoa, por su propia cuenta, estaba
expulsando de aquella provincia a los sacerdotes tildados de
separatistas, Franco, que comenzó negando los hechos, aceptó la
fórmula propuesta por el propio cardenal: que él, en cuanto
representante de la Santa Sede, junto con el ordinario, en este
caso administrador, de la diócesis, estudiase qué casos debían
ser objeto de excardinación. De nuevo, y con más énfasis que en
la primera entrevista, repitió el Generalísimo que todas las
leyes contrarias a la Iglesia iban a ser cambiadas y que se
buscaría la orientación de la jerarquía en todas aquellas
cuestiones que pudiesen afectar a la vida religiosa. Esto es lo
que, en nuestros días, sin duda, se presenta como nacional
catolicismo, sometimiento del orden jurídico a los principios
defendidos y sostenidos por la Iglesia. Y se considera un mal.
No corresponde al historiador formular, al respecto, ninguna
clase de juicio de valor.
De esta gestión, primera toma de
postura de la Iglesia en relación con el Alzamiento, dio cuenta
Gomá a todos los obispos residentes en España o en el
extranjero, en un despacho que rebosaba satisfacción y contenía
también una advertencia: que nadie se engañara, pues el camino
iba a ser largo y difícil. Entre las cartas de respuesta, todas
positivas, me parece que es necesario destacar la del cardenal
Vidal y Barraquer: rogaba al primado «se digne expresar, verbal
y reservadamente, sólo a la persona cerca de la cual ejerce su
misión altísima mis salutaciones y homenajes de simpatía y
afecto y mis sinceros votos de que se logre cuanto antes
alcanzar y establecer en nuestra España una paz sincera y
perdurable». Y concluía: «Ruego a Dios por el triunfo de la
causa de la Iglesia». Es importante destacar las frases. También
el cardenal de Tarragona, en el exilio, era consciente de que se
estaba librando la causa de la Iglesia.
Un Ejército que pretende luchar
dentro de estas coordenadas necesitaba de asistencia religiosa.
De modo que se dió prioridad al tema del apostolado castrense.
El 3 de enero de 1937, al tiempo que encargaba esta tarea a don
Gregorio Modrego que estaba actuando ya como una especie de
obispo en la sombra de ese Madrid que alentaba en medio de las
ruinas- nombrándole vicario general, Gomá advertía al Cuartel
General que no tuviera prisa: era preciso hacer las cosas bien.
Como explicaría directamente a Franco antes del 25 de febrero de
1937, ese hacerlo bien significaba, en su conciencia, reservar a
Roma la última decisión en cuanto a seleccionar el clero
castrense, porque tenía que ser de alta calidad. Y entonces la
Junta Técnica se enfadó. Bajo el impacto de los despachos de
Magaz quería que se mantuviera lo previsto en el Concordato.
Gomá tuvo que acudir a Franco para que éste diera la orden. El 6
de mayo la Junta tendría que reconocer Vicario ad interin a
Modrego.
No es necesario seguir. Interrumpo
este relato en una fecha en que muchas cosas habían cambiado ya:
la Iglesia no estaba únicamente en el espacio dominado por estos
«cruzados de la Causa» como podría llamarlos Valle Inclán: en el
silencio de la noche despertaba y en las grandes ciudades como
Madrid y Barcelona se celebraban secretamente misas, se
escuchaba la palabra de Dios, se impartían los sacramentos.
Desde luego, no iba a ser vencida.
ARRIBA
1 De Lizarza, F.: «Cómo se
instrumentó el alzamiento de 1936», en Navarra. Guerra y paz
cincuenta años después, Madrid, 1986, págs. 151-163.
2 Seguimos constantemente el
trabajo de G. Redondo, Historia de la Iglesia en España
(1936-1939), II, Madrid, 1939.
3 Guerra Campos, J.: La Iglesia en
España (1936-1939), págs. 440-441.
4 Montero, A.: Historia de la persecución religiosa en España,
Madrid, 1961, pág. 55.
5 El texto íntegro publicado por
M. Luisa Rodríguez Aisa, El cardenal Gomá y la guerra de España,
Madrid, 1981, págs. 371-378.
6 Olábarri, I.: La cuestión
regional en España (La España de las Autonomías, 1981).
7 No es esta cuestión que debamos tratar aquí. Quien desee
conocer más detalles puede hallarlos en J. Tusell y G. GarcÍa
Queipo de Llano, El catolicismo mundial y la guerra de España,
Madrid, 1933, págs. 96-124.
8 Dos testimonios irrefutables
recogidos por A. Granados en su biografía sobre Gomá y por L.
Moreno Nieto, Franco y Toledo, Toledo, 1972, págs. 188 y ss.
9 Marquina, A.: La diplomacia
vaticana y la España de Franco (1936-1945), Madrid, 1983, págs.
47-49.
10 Este artículo se apoya
fundamentalmente en las obras mencionadas de Rodríguez Aisa y de
Marquina, evitando repetir citas innecesarias.
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