La guerra civil sigue dando pie
a polémicas en casi todos sus detalles y aspectos, desde las cifras de la
represión al talento militar de Franco o la intervención extranjera. Pero en el
fondo de esas discusiones se encuentra una cuestión esencial, que, en la medida
en que sea resuelta, da sentido a las demás o las vuelve irrelevantes: la
cuestión de cuáles fueron las causas de la guerra. Esto lo expresa el
nacionalista catalán Joan Sales: «Por pueril que pueda parecer la pregunta
¿quién empezó? es moralmente decisiva.» El daba por supuesto que habían empezado
los militares sublevados en julio de 1936, pero la cuestión tiene mayor
complejidad.
Trataré el asunto sólo desde la
historiografía, dejando al criterio de cada uno la valoración moral. Desde este
punto de vista, las diferentes preguntas sobre el origen de la guerra pueden
reducirse a una: ¿llegó la guerra civil como consecuencia de una presión
«fascista» a la cual se vio obligada la izquierda a resistir, o, por el
contrario, se trató de una presión revolucionaria que la derecha hubo de
repeler? Esta podría ser la traducción de la pregunta de Joan Sales en términos
historiográficos. A esas presiones las llamaré «peligros» o «amenazas», no en un
sentido peyorativo o descalificador, sino en el sentido de que hacían peligrar a
un régimen que se presentaba como democrático, y de que eran percibidos como
amenazas por sus contrarios. Naturalmente, para un revolucionario sus ideas y
actos no constituían una amenaza, sino una promesa de redención, y lo mismo los
suyos para los contrarrevolucionarios.
ARRIBA
La primera
versión, es decir, que se trató de un peligro fascista, es hoy
día la más divulgada, y puede resumirse así: la República llegó
pacíficamente y, de manera generosa, prescindió del «cortejo
sangriento de la represalia y la venganza», como decía Prieto,
instaurando una democracia parlamentaria progresista, pero
moderada. Sin embargo, la vieja oligarquía reaccionaria vio en
aquellos proyectos de modernización del país un riesgo inminente
para sus privilegios, y comenzó desde el primer momento a
conspirar contra el régimen, abusando de su generosidad
democrática.
Que así fue lo demostraría una
serie de hechos. Los monárquicos organizaron enseguida conjuras en el ejército,
los carlistas volvieron a armarse y a preparar milicias, y la Iglesia inspiró un
partido fascista o fascistoide, Acción Popular, luego la CEDA, para acosar a la
república utilizando torcidamente su legalidad y defendiendo los intereses
oligárquicos. La importancia y el peligro de esa reacción quedaría de relieve en
el golpe del general Sanjurjo, en agosto de 1932, apenas un año y medio después
de instaurado el nuevo régimen.
Vencido Sanjurjo y fracasada
por el momento la vía violenta, los enemigos de la república habrían
intensificado la demagogia, sobre todo por medio de la CEDA, la cual, explotando
los sentimientos religiosos populares, atraía a masas considerables, a fin de
ocupar legalmente el poder, y desde él abolir el Parlamento y la democracia. De
paso entró en liza un partido más abierta y violentamente fascista, la Falange.
La CEDA tuvo bastante éxito al principio, y consiguió una lucida votación en las
elecciones de 1933, elecciones perdidas por las izquierdas a causa de haber
acudido desunidas a las urnas. El peligro «fascista» se hizo inminente cuando en
octubre de 1934, la CEDA entró en el gobierno, con tres ministros. Ante esta
situación, los socialistas y la Esquerra catalana, secundados moralmente por las
izquierdas republicanas, tuvieron que reaccionar con una insurrección
precipitada, muy posiblemente provocada por la propia derecha, y abocada a la
derrota. La «reacción» sacó partido del desastre para desatar una feroz e
inhumana represión, en particular contra los mineros de Asturias.
Siguiendo con este esquema, al
fracasar políticamente el «bienio negro», dominado por la reacción, las
izquierdas volvieron a presentarse a las urnas, pero esta vez unidas en el
Frente Popular, y cosecharon un gran triunfo. Su programa seguía siendo
progresista, aunque básicamente moderado, pero los partidos de la oligarquía
decidieron recurrir ya, de manera general, a la subversión violenta. La mayoría
de los historiadores reconoce excesos de las izquierdas en los meses siguientes,
excesos lógicos, dada la brutal represión que habían sufrido en el «bienio
negro», pero en conjunto consideran la situación soportable y que lo que más
enturbiaba el ambiente eran las provocaciones y violencias principalmente a
cargo de la Falange. Así, provocando deliberadamente la inseguridad y la
subversión, y conspirando sin descanso en el Ejército, se llegó a la rebelión
militar de julio, que dio comienzo a la guerra civil.
¿Por qué reaccionó desde un
principio la oligarquía de manera violenta o al menos subversiva, en lugar de
defenderse con moderación, como en otros países? Una razón estaría en el
carácter de la oligarquía española, egoísta, falta de ilustración y acostumbrada
a usar una represión brutal.
En todos los países existe una
literatura sobre la bajeza de las clases altas, la innobleza de las
aristocracias y la miseria de los ricos. Aunque estas críticas tienen,
seguramente, un amplio fondo de verdad, probablemente también exageran un poco,
como advirtió Madariaga. Después de todo, España había progresado de forma
lenta, pero constante, desde hacía sesenta años, y eso se debía en cierta medida
a la iniciativa de los capitalistas. En todo caso, ha prevalecido la anterior
imagen de ellos.
Habría otra razón para que la
oligarquía financiera y terrateniente, como se la ha solido llamar, recurriera
al fascismo o algo parecido en defensa de sus intereses, y es que los regímenes
autoritarios se extendían rápidamente por Europa, desde Finlandia a Italia,
hasta que en 1933, con su triunfo en Alemania, daba la impresión de que el
futuro era suyo. Nada más natural y europeísta, que la alta burguesía española
viese la mejor defensa de sus intereses en un régimen de fuerza, libre de las
para ella inútiles y peligrosas formalidades democráticas. Ello explicaría tanto
la subversión derechista bajo la república como la guerra y el régimen venido
después.
Este viene a ser en esquema la
teoría que, con unos u otros matices y complicaciones, han defendido Tuñón de
Lara, Preston, Jackson y otros, y es hoy día aceptada en amplios círculos de la
izquierda e incluso de la derecha. Tiene un aspecto convincente por dos razones:
en primer lugar, porque se apoya en algunos hechos reales. Pero lo que la hace
más convincente no es tanto esos hechos como la teoría general que los envuelve.
Según esa teoría, el fondo de la historia fue un conflicto de intereses muy
comprensible: los republicanos y las izquierdas en general aspiraban a
modernizar el país defendiendo a los trabajadores y a los desfavorecidos por
medio de reformas que perjudicaban a los poderosos y a los privilegiados. Y
éstos reaccionaron con brutalidad. Así todo encajaría. |
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ARRIBA
El esquema,
analizado de más cerca, muestra fallas sobre las que vale la
pena hacer algunas observaciones, centrándonos primero en los
hechos, y luego en la teoría.
A) Una primera observación ha de dirigirse a la llegada
pacífica de la República. Sin duda llegó ésta en paz en abril de
1931…; pero sólo después de haber intentado imponerse por la
violencia cuatro meses antes, mediante el pronunciamiento
militar de Jaca. Fracasado el golpe en diciembre de 1930, el
nuevo régimen triunfó por medio de unas elecciones. Por lo tanto
no fueron los republicanos, sino sus adversarios los que
actuaron de modo pacífico y permitieron la llegada tranquila de
la república. Todavía hay más: aquellas elecciones tuvieron
carácter municipal, no parlamentario, y fueron perdidas por los
republicanos. Sin embargo, los monárquicos se apresuraron a
entregar el poder a sus enemigos. No importan aquí las causas
del hecho, sino señalar el hecho indudable, reconocido por todos
los historiadores y testimonios, empezando por Miguel Maura,
principal promotor entonces de la abolición monárquica.
Sorprendentemente, la oligarquía habría abierto el paso a la
república.
¿Cómo puede, en estas condiciones, sostenerse la tesis de la
generosidad republicana por no haber preparado el «cortejo
sangriento de la venganza y la represalia»? Parece poco
razonable que fueran a tomar represalias contra quienes les
habían entregado el poder, se lo habían regalado, como dice
Maura. La generosidad, si tal es la palabra adecuada, estuvo en
este caso del lado monárquico, y por el contrario, los actos
siguientes de los republicanos tienen mucho de persecución y
venganza, por fortuna no sangrientas de momento. Así al declarar
al monarca fuera de la ley y confiscar sus bienes, o al procesar
a políticos por colaboración con la dictadura de Primo, con la
cual habían colaborado también varios de los ahora republicanos,
empezando por Largo Caballero y el PSOE.
Enseguida
ocurrió, además, otro suceso al que no cabe atribuir generosidad
ni ánimo pacífico: la gran quema de iglesias, bibliotecas,
escuelas, centros de formación profesional y obras de arte a
poco más de tres semanas de proclamarse la República, y antes de
que los conservadores hubieran mostrado la menor hostilidad al
régimen. Es difícil ver en aquellos incendios otra cosa que una
explosión de fanatismo antireligioso, pero también
antidemocrático y anticultural, cosas que suelen olvidarse. La
actitud de los gobernantes ante los sucesos, permisiva primero y
de castigo a las víctimas después, tampoco hay modo de
entenderla como democrática, ni de respeto a la legalidad o a
los derechos ciudadanos. Si a algo recuerda el acontecimiento es
a la noche de los cristales rotos, protagonizada por los nazis.
B) Como segunda observación al esquema, debe señalarse que si
bien los monárquicos empezaron entonces a conspirar en el
ejército, y los carlistas a formar milicias en Navarra, la
respuesta muy mayoritaria de los conservadores no fue violenta,
sino al contrario, pacífica y legalista, e iba a encontrar su
cauce en la CEDA. Hay que subrayar, en confirmación de lo
anterior, que la rebelión de Sanjurjo quedó casi completamente
aislada en la derecha, la cual no la secundó en ningún momento,
aunque algunos sectores simpatizaran con ella. Por esa razón
fracasó enseguida, dejando 10 muertos, casi todos de los
sublevados. Y también por esa razón Azaña se felicitó
abiertamente en las Cortes por dicha rebelión, ya que ella había
dado ocasión a desbaratar a los enemigos de la república, y a
fortalecer al régimen. Así pues, no cabe argüir que Sanjurjo
representase a la «reacción», sino sólo a una mínima parte de
ella. Sin olvidar, por lo demás, que Sanjurjo había tenido un
papel decisivo en el pacífico advenimiento del régimen, al negar
el empleo de la guardia civil contra las manifestaciones en la
calle después de las elecciones.
En cuanto a la
CEDA, ciertamente no era republicana ni demócrata, pero sin
serlo, aceptaba la legalidad, y poseía una cualidad que hubiera
permitido la convivencia ciudadana y el funcionamiento del
sistema. Esa cualidad era la moderación. Sus adversarios
acusaban y acusan a Gil-Robles de actuar con hipocresía y
aspirar a destruir el régimen desde las urnas. La experiencia
indica algo muy diferente. Así, por ejemplo, la CEDA no formó
milicias, ni predicó la violencia, ni respondió de la misma
manera a los atentados que sí sufrió de las izquierdas. Por otra
parte, cuando la izquierda se sublevó, en octubre de 1934, la
CEDAtuvo la mejor oportunidad posible para replicar con un
contragolpe, desde el poder y con las mejores garantías de
éxito, contragolpe justificado, además, porque los otros ha-bían
recurrido primero a las armas. Pero no hizo nada de eso. Al
contrario, defendió y mantuvo la legalidad republicana, que tan
poco le gustaba, invocó la defensa de las libertades y ni
siquiera pidió ilegalizar a los partidos rebeldes.
Comportamiento demostrativo y decisivo, a juicio de Madariaga,
juicio que comparto y creo que compartirá cualquier persona sin
prejuicios. Quedó en claro la falsedad de las acusaciones de
fascismo hechas a Gil-Robles, falsedad bien sabida de los
acusadores, según creo haber demostrado en un libro reciente1.
Los monárquicos pensaron en aprovechar la ocasión para derribar
el régimen, y según Ansaldo se lo propusieron a Franco, el cual
no aceptó.
A estas alturas
puede relegarse a la categoría de mitos propagandísticos el de
la sanguinaria y brutal represión en Asturias después de la
revolución del 34. Que se produjeron entonces algunos excesos es
seguro, y que ellos fueron inferiores a los cometidos por los
revolucionarios, también. En un libro que preparo examino con
algún detenimiento este asunto, y aquí me limitaré a recordar
que al volver las izquierdas al poder en 1936 no aparecieron por
ninguna parte las reclamaciones por daños que tendrían que
haberse producido si hubieran tenido lugar los tan pregonados
asesinatos, saqueos y torturas masivos. Es más, las izquierdas
se negaron tenazmente a investigar las supuestas atrocidades de
Asturias, a pesar de que Gil-Robles insistiese en ello. Se formó
una comisión, integrada por Dolores Ibárruri, Matilde de la
Torre y otros dos políticos menos conocidos; pero de ella nunca
más se supo, e Ibárruri la olvida discretamente en sus memorias.
Sin embargo, la campaña sobre la represión en Asturias tuvo una
importancia política fundamental, pues creó un clima de odio y
revancha antes inexistente, y se convirtió en el eje de la
alianza de partidos conocida por Frente Popular.
Lo indicado permite establecer que los conservadores, en su
mayoría, no obstaculizaron, sino que facilitaron la instauración
republicana y que mantuvieron una actitud moderada y legalista,
a pesar de agresiones como la quema de iglesias y bibliotecas, y
otras muy graves. No se percibe en esos primeros años ningún
peligro fascista o golpista real, pues la Falange y los
monárquicos constituían grupos minoritarios. Baste decir que en
las elecciones de 1933, la derecha moderada obtuvo más de 190
escaños en las Cortes, 115 de ellos la CEDA, mientras que los
monárquicos de ambas ramas no pasaron de 36, incluyendo el del
falangista José Antonio.
Así pues, el
levantamiento militar de julio del 36 no puede verse como la
culminación de una larga y sorda subversión antirrepublicana
empezada con el mismo nacimiento del régimen, sino como una
rebelión in extremis ante una situación juzgada insostenible.
Que fue esto último lo indican dos cosas: primera, que , al
revés que en octubre de l934, cuando un golpe así tenía casi la
garantía de imponerse, en 1936 la mayoría de los factores estaba
en contra: el poder en manos de la izquierda y el ejército más
dividido que nunca; fue, por tanto, un movimiento, si no a la
desesperada, sí con probabilidades de fracasar. Segunda, que,
por primera vez, la conspiración implicó de manera directa o
indirecta a los principales partidos de la derecha, incluida la
CEDA; a diferencia del golpe de Sanjurjo, la sublevación militar
fue asumida rápidamente como propia por buena parte de la
población. Por consiguiente, hay que buscar las causas de esta
sublevación, no en la República misma, como sostiene el esquema
que estamos analizando, sino en los sucesos posteriores al
triunfo del Frente Popular, en febrero del 36.
¿Justificaban tales sucesos una rebelión armada? Para los
rebeldes sí, pero debemos buscar un criterio menos partidista.
En su momento, algunos de los sublevados argumentaron que los
comunistas tenían preparado un golpe para fechas próximas y que,
por lo tanto, los militares no habían hecho otra cosa que
adelantárseles. Copias de los planes comunistas circularon por
entonces ampliamente. Hoy sabemos que se trata de una
falsificación. Pero el punto principal no está en aquellos
planes ficticios, sino en la situación de conjunto y en los
proyectos generales de las izquierdas, que examinaremos.
Hay pocas dudas de que la situación era caótica, como reconocen
el socialista Prieto, el republicano Martínez Barrio y otros.
Los datos disponibles, expuestos en las Cortes por Gil-Robles y
Calvo-Sotelo, sin que nadie los contradijese, contabilizaban una
serie interminable y creciente de asesinatos, incendios de
iglesias, asaltos a locales políticos y periódicos, y a
domicilios particulares, huelgas violentas, etc. Y los
disturbios y atentados no daban señales de remitir, sino que
iban en aumento, hasta culminar en el asesinato del jefe de la
oposición, Calvo Sotelo, por fuerza pública y elementos
socialistas.
Con respecto a estas convulsiones, que evidentemente nadie
niega, cabe una interpretación también muy circulada: la de que
eran los propios conservadores quienes, por lo bajo, fomentaban
los desórdenes con el fin de crear la situación propicia para el
golpe. Prueba de ello serían los atentados realizados por la
Falange. Esta tesis, sin embargo, es difícil de sostener.
Diversos autores dan a entender que la Falange inició los
asesinatos, pero sabemos que no fue así. Al ganar las elecciones
el Frente Popular, Primo de Rivera ordenó a los suyos mantenerse
en actitud calmada y discreta. Pero, al igual que había ocurrido
en 1934, varios falangistas fueron asesinados, y de ahí vinieron
los contraataques. Por otra parte, la inmensa mayoría de los
incendios y asaltos a periódicos y locales políticos tenía como
objetivo los de signo conservador.
Fueron
Gil-Robles y Calvo-Sotelo quienes insistentemente propusieron en
las Cortes que el gobierno reprimiese la oleada de crímenes.
¿Cómo iban a pedir eso si fueran ellos quienes la promovían? Y
un dato probatorio de que las izquierdas conocían el origen de
los desmanes, aunque pretendiesen a veces lo contrario, es la
respuesta del Frente Popular a dichas peticiones: rechazarlas,
con amenazas públicas a sus promotores, incluidas amenazas de
muerte. Si los desmanes proviniesen de la derecha,
indudablemente el gobierno los habría reprimido, y así lo hacía
con la Falange, a la que persiguió con dureza que incluso
vulneraba la legalidad. No perseguía, en cambio, a los grupos
revolucionarios, evidentes autores de la gran mayoría de los
atentados.
Ya el 1 de mayo, Prieto había clamado, en su célebre discurso de
Cuenca, por lo demás extremadamente demagógico: «¡Basta ya!
Basta, basta. La convulsión de una revolución, con un resultado
u otro, la puede soportar un país; lo que no puede soportar un
país es la sangría constante del desorden público sin finalidad
revolucionaria inmediata; lo que no soporta un país es el
desgaste de su poder público y de su propia vitalidad económica,
manteniendo el desasosiego, la zozobra y la intranquilidad.
Podrán decir espíritus simples que este desasosiego, esta
zozobra, esta intranquilidad la padecen sólo las clases
dominantes. Eso, a mi juicio, constituye un error». Estas
palabras encierran un reconocimiento cabal de lo insostenible de
aquella situación, y de su origen izquierdista. La exhortación
de Prieto no fue atendida por los suyos.
Parece, pues,
claro que la derecha no realizó o provocó el desorden caótico de
aquellos meses con el fin de justificar el golpe de Estado, sino
que, por el contrario, hizo reiterados intentos de que el propio
gobierno izquierdista le pusiera coto. Y que fue el fracaso de
esos intentos el que terminó por convencer a muchas personas,
incluso a la mayoría de los más pacíficos y legalistas
dirigentes de la CEDA, de que, antes de ser completamente
aplastados era preferible sublevarse, aunque fuera en
condiciones muy azarosas. A partir de ahí, por el apasionamiento
de la lucha, la crisis mundial que por entonces sufría el
liberalismo, y el influjo de los totalitarismos y autoritarismos
europeos, la revuelta conservadora cobró algunos rasgos más o
menos fascistas, sin serlo nunca realmente al estilo alemán o
italiano. Pero eso ocurrió muy a última hora, y como reacción
contra los avances revolucionarios, que ya nadie esperaba poder
frenar mediante la democracia liberal.
ARRIBA
Y con esto
encontramos la segunda teoría sobre las causas de la guerra:
si no existió en aquellos años un peligro fascista,
¿existió, al menos en 1936, un peligro revolucionario? E.
Malefakis ha escrito: «No había en la España de 1936
revolución social alguna ni inminente ni inevitable.
Prevalecía, sin duda, un espíritu revolucionario, pero de
haber querido imponerse por su propia fuerza, habría sido
aplastado por el Gobierno republicano de clase media
exactamente igual que había acabado con las revueltas
obreras de 1933 y 1934. Era mucho más probable que Azaña
reaccionara como un Ebert que como un Kerenski. Por una
suprema ironía histórica, fue la misma insurrección militar
lo que posibilitó la revolución social». Esta versión se ha
extendido en los últimos años, pero creo que tiene poca
consistencia y su especulación sobre la posible actitud de
Azaña presta insuficiente atención a los hechos.
ARRIBA
En primer lugar,
si, como señala Malefakis, prevalecía un espíritu
revolucionario, la revolución estaba entonces en el orden del
día, aunque es verdad que eso no la hacía inevitable. En segundo
lugar, lo que la desató directamente no fue la rebelión militar,
sino el reparto de armas a los sindicatos, realizada por Giral,
hombre de confianza de Azaña y de acuerdo con éste. El reparto
no era necesario, puesto que, como se vería enseguida, la mayor
parte de los medios militares, de la aviación, la marina, casi
la mitad de las tropas de tierra, casi toda la industria, las
principales ciudades y comunicaciones y la práctica totalidad de
recursos financieros quedaron en manos del gobierno. Para colmo,
las tropas de Africa, única ventaja real de los sublevados, se
hallaban aisladas en Marruecos, por lo que a la apabullante
superioridad material del gobierno se unía una superioridad no
menor de posición estratégica. En estas circunstancias, el
reparto de armas constituyó precisamente una reacción a lo
Kerenski, el político que abrió el paso a la revolución
bolchevique, y no a lo Ebert, el socialdemócrata alemán que
aplastó sin piedad las revueltas comunistas después de la
primera guerra mundial.
La actitud
kerenskiana de Azaña y su gobierno venía ya por lo menos desde
febrero, cuando ganaron las elecciones e inmediatamente se
vieron desbordados por sus aliados revolucionarios. Estos
impusieron, desde la calle, la suelta de presos y la invasión de
fincas, y el gobierno no hizo más que legalizar, a rastras, esas
medidas. Y cuando los disturbios y crímenes políticos subieron
de tono, Azaña, y luego Casares Quiroga, se negaron a
reprimirlos, como les pedía la derecha. Al contrario, los
justificaban de diversos modos y contemporizaban con ellos.
Ningún Ebert hubiera actuado así, quizá ni siquiera un Kerenski.
Hay, además, otro dato en contra de la tesis de Malefakis, y es
la extraordinaria rapidez y facilidad con que, una vez
repartidas las armas, se vinieron abajo los restos de la
legalidad republicana. Este hecho demuestra hasta qué punto
estaba avanzado el proceso revolucionario ya antes de julio.
En el Frente
Popular, antes de la guerra, existían tres estrategias
revolucionarias: la de los anarquistas, consistente en debilitar
el sistema burgués de manera persistente y sin tregua, para
aprovechar un momento favorable y destruirlo, como explica el
dirigente ácrata García Oliver; el de los socialistas de Largo
Caballero, que, como aclara el socialista Vidarte, actuaban de
manera similar a los anarquistas, pero con el propósito de
forzar una crisis que hiciera dimitir a los republicanos y les
llevara a ellos al poder sin el riesgo de una insurrección como
la del 34; y la de los comunistas, la más elaborada, expuesta
abundantemente por su líder José Díaz. Esta consistía en
presionar al gobierno republicano, desde la calle y desde las
Cortes, para que destruyese, so pretexto de fascismo, a la CEDA
y a toda la derecha, y depurase a fondo el ejército. Logrado
eso, sería luego fácil dar cuenta del propio poder republicano.
En la guerra estas tres estrategias se sucedieron una a la otra.
El primer movimiento revolucionario, desde julio, tuvo un
carácter marcadamente anarquista o anarquizante; a continuación
dimitió el gobierno republicano, dando paso a Largo Caballero; y
finalmente, los comunistas lograron la hegemonía, hasta el fin
de la guerra.
Todo indica que
el elemento conservador del país se rebeló en 1936 contra una
amenaza revolucionaria real y muy avanzada, y que su postura no
puede equipararse a la de la izquierda en 1934, sublevada contra
un peligro fascista que no existía y que ella sabía que no
existía.
La República,
por estas razones, se hundió en julio, y no debe despistar el
hecho de que, por motivos propagandísticos y de apoyo
internacional, el Frente Popular siguiera presentándose como
continuador del régimen fenecido. Santos Juliá da esta
interpretación: «No es que la República fuera liquidada, sino
que el Gobierno carecía de los recursos necesarios para imponer
su poder (...). Sólo lentamente, y tras levantar de la nada un
ejército en toda regla, pudo el Estado republicano
recomponerse». El aserto se apoya en ficciones. El ejército del
Frente Popular fue abiertamente político, y sin nada o casi nada
en común con el diseñado por Azaña al comenzar la República. Y
suena verdaderamente extraño pretender que el Régimen hundido en
julio fuera recompuesto en septiembre o en noviembre gracias a
los esfuerzos de anarquistas -inconciliables con la República, a
la que asestaron durísimos golpes desde su implantación-, de los
socialistas -que hicieron otro tanto, y con mayor gravedad,
desde 1934-, o de los comunistas, peones del totalitarismo
staliniano, como ha quedado probado desde la derecha y desde la
izquierda; sin olvidar a la Esquerra catalana, coautora del
golpe revolucioinario de 1934 o al propio Azaña, que en 1933
intentó oponerse al veredicto de las urnas con un golpe de
Estado. Esto desafía a la lógica y a la inteligencia. Juliá
tiene derecho a presentar a esas fuerzas como ardientes
paladines de la democracia y de la república, pero tiene menos
derecho a esperar que se le tome en serio. No, la república
acabó de morir en julio de 1936, en los dos bandos, y ya no
resucitó.
Veamos ahora
otro punto: la presión revolucionaria ¿se condensó de súbito en
1936, o venía de antes? En realidad, ya en octubre de 1934 había
estallado un movimiento revolucionario con el objetivo explícito
de organizar una guerra civil, destruir la República e imponer
la dictadura del proletariado. Esa intentona fue la mejor armada
y organizada, y la más sangrienta ocurrida en Europa desde la
revolución rusa, y alimentó un comprensible nerviosismo en las
fuerzas conservadoras, tanto más cuanto que después de ser
derrotada, la agitación revolucionaria no cesó, y las
organizaciones subversivas se desarrollaron todavía más que
antes. Por ello puede afirmarse que en octubre de 1934 empezó,
literalmente, la guerra civil, por iniciativa de los
nacionalistas catalanes de izquierda y el PSOE. Queda así
contestada la pregunta de Joan Sales con que iniciamos este
estudio.
Otro fenómeno
clave fue que entre octubre del 34 y febrero del 36 el ambiente
popular cambió, en gran medida, a causa de la campaña sobre la
represión de Asturias, alimentada con enormes exageraciones y
abiertas falsedades. En 1934, la gente había hecho fracasar la
insurrección al desoír los llamamientos socialistas y de la
Esquerra, porque no había un clima de enfrentamiento lo bastante
generalizado. En 1936 el odio se había extendido mucho.
La insurrección
de 1934 culminaba, a su vez, un proceso revolucionario comenzado
con los grandes incendios de mayo de 1931 y los atentados
anarquistas contra obreros desafectos, atentados consentidos por
los nacionalistas catalanes. Casi desde el primer momento se
produjo en la República una subversión sistemática por parte de
los anarquistas, con varias insurrecciones sangrientas. En el
primer bienio, Azaña, respaldado por el PSOE, respondió a esa
subversión no al estilo de Kerenski, sino de Ebert, es decir,
mediante una represión muy dura. No obstante, la matanza de
anarquistas y campesinos por la fuerza públicas en Casas Viejas
sumió al gobierno en una crisis que llevaría a perder el poder
meses más tarde. Por lo tanto, no fueron las derechas las que
acosaron y debilitaron a Azaña en el primer bienio, sino los
anarquistas.
La subversión empeoró, hasta hacerse demoledora, desde mediados
de 1933, cuando los líderes del PSOE, a excepción de Besteiro,
optaron por la revolución. Entonces Azaña ya nunca más fue un
Ebert, sino un perfecto Kerenski, por seguir con el tópico que
atribuye a éste, no sé si con plena justicia, haber favorecido
la revolución bolchevique. En noviembre de 1933, al ganar el
centro derecha las elecciones, por gran mayoría, Azaña mismo
tomó una postura subversiva al proponer un golpe de Estado que
impidiera cumplir la decisión ciudadana. Volvió a intentar un
golpe en el verano del 34, y su partido adoptó ante la
insurrección de octubre una actitud más que equívoca, favorable
a los sublevados. Derrotada la insurrección, los republicanos de
izquierda, con el fin de recuperar el poder, trataron de
resucitar su alianza con un PSOE que ya no era el del primer
bienio, participaron en la campaña sobre la represión de
Asturias y justificaron la pasada rebelión contra la legalidad
republicana. Elaboraron, finalmente, el programa de Frente
Popular, que a menudo es presentado como moderado, pero que no
lo fue, ya que proponía la revancha de los golpistas de la
revolución de octubre, con amnistía para ellos y procesamiento
de quienes habían defendido la legalidad, y una llamada «republicanización
de las instituciones», destinada a romper la independencia de
los poderes del Estado e impedir así, definitivamente, la vuelta
de la derecha al poder. El resultado, de haberse cumplido el
programa, habría sido un régimen al estilo del PRI mejicano, con
la oposición limitada a un papel testimonial y justificador de
una democracia ilusoria.
En los últimos
años ha sido tan ensalzado Azaña como supuesto liberal y
demócrata, que estas cosas sorprenderán a muchos. Pero la
posición de Azaña, extensible a Companys y a las izquierdas
republicanas en general, se inscribe en la tradición del
liberalismo jacobino, muy distinto del liberalismo moderado o
conservador. El siglo XIX fue, una vez descartados los carlistas
al perder la guerra, el siglo de la querella entre los liberales
moderados y los jacobinos (exaltados, luego llamados
progresistas y derivados en republicanos). Los períodos de mayor
influencia jacobina, como el trienio liberal, la época de
Mendizábal y la de Espartero, el sexenio posterior a la
expulsión de Isabel II, y algún otro, resultaron convulsos,
violentos y muy poco productivos. La experiencia culminó en la I
República, que estuvo a punto de acabar con la existencia de
España como nación. Los períodos de liberalismo conservador,
como el de Narváez y, sobre todo, la Restauración, fueron mucho
más estables, y permitieron un progreso mucho mayor en todos los
órdenes. Al margen de las buenas intenciones que invocara la
tradición jacobina, en España ha fomentado la división y la
violencia, y sistematizado la intervención del ejército en la
política. Uno de sus legados característicos fue, contra lo que
algunos creen, el pronunciamiento militar. Bajo la Restauración,
los jacobinos intentaron nuevos pronunciamientos y no vacilaron
en aliarse con el terrorismo ácrata y con el marxismo
socialista, para derrocar aquel régimen liberal. Por las razones
que sean, el jacobinismo español ha sido un movimiento de
planfleto, proclama y pólvora, que no ha producido una sola obra
de pensamiento político de alguna envergadura.
La II República, iniciada con un pronunciamiento fallido, adoptó
muy pronto, en rigor desde los incendios de iglesias y bienes
culturales, un tono jacobino, bien representado en Azaña, cuyas
ideas y las de las izquierdas republicanas no pueden
considerarse democráticas en el sentido corriente. Ellos
consideraban la República un régimen de su propiedad, no una
democracia normal, con alternancia en el poder. Como decía Azaña
en frase expresiva, la República era para todos los españoles,
pero sólo debía ser gobernada por los republicanos. No aceptó la
victoria electoral de sus adversarios en 1933, lo que hizo de
los partidos jacobinos un factor revolucionario más, pese a que,
contradictoriamente, se proclamaban parlamentarios y burgueses.
Sin tener esto en cuenta no se podrá entender nada de lo
ocurrido aquellos años.
En
conclusión, es razonable sostener que existió una presión
revolucionaria muy fuerte y violenta desde el comienzo de la
República, por parte de distintos y poderosos partidos de masas
y de las propias izquierdas republicanas. Esa presión no fue,
por tanto, un pretexto urdido por las fuerzas conservadoras para
justificar su propia subversión.
ARRIBA
Trataré ahora
la teoría del peligro fascista, según la cual los
conservadores representaban los privilegios de una
oligarquía, mientras que las izquierdas defendían al pueblo
trabajador. Desde luego, la propaganda izquierdista
sacralizaba al pueblo, o a la clase obrera, y varios de esos
partidos se proclamaban representantes de ambos, aunque les
votara sólo una fracción de los supuestos representados.
Además, la literatura de esos partidos ha puesto enorme
empeño en denunciar las injusticias y miserias que sufrían
los trabajadores, y que ciertamente sufrían, como ocurría en
casi todo el mundo con la crisis económica de la época.
ARRIBA
Sin embargo,
este tipo de denuncias en boca de los políticos no siempre es
veraz, y se convierte en simple demagogia si no va acompañado de
propuestas razonables para solucionar los males denunciados.
Porque puede ocurrir, y ocurre muy a menudo, que los remedios
propuestos sean peores que la enfermedad. Esta contradicción y
demagogia quedan inmejorablemente expresadas en unas frases de
dos estudiosos, Villarroya y Solé, autores, junto con otros, de
un libro, Víctimas de la guerra, elaborado con criterios de
propaganda y no de historiografía. Los autores mencionados, al
tratar los crímenes de la guerra, afirman en otra obra: «La
represión ejercida por jornaleros y campesinos, por trabajadores
y obreros y también por la aplicación de la ley entonces
vigente, era para defender los avances sociales y políticos de
uno de los países con más injusticia social de Europa. Los
muchos errores que indudablemente se cometían, pretendían
defender una nueva sociedad. Más libre y más justa. La represión
de los sublevados y de sus seguidores era para defender una
sociedad de privilegios.»
Desde luego,
dichos autores tienen derecho a identificarse, si quieren, con
la minoría de asesinos ultrapolitizados que aprovecharon el
hundimiento de la ley para asesinar y robar a mansalva. Pero no
tienen el más mínimo derecho a identificar con aquellos asesinos
a los trabajadores y al pueblo en general. Y mucho menos a
pregonar que con tales métodos defendían una sociedad libre y
justa. No sólo porque resulta absolutamente miserable defender
tal cosa, sino porque, en los países donde triunfaron ideas como
las de los revolucionarios españoles de la época, no advino nada
parecido a una sociedad libre y justa, sino un régimen policíaco
en que el pueblo perdió todas sus libertades y derechos, y fue
sometido férreamente al dictado de una casta burocrática. Esto,
después de la caída del emblemático muro de Berlín, debería
estar claro para todo el mundo, pero al parecer algunos siguen
añorando tales paraísos, y opinan que el crimen es una buena vía
para alcanzarlos. Siento expresarme con dureza, pero esas
falacias se me hacen insoportables porque no dejan de confundir
a algunos.
En un terreno menos dramático, hay que decir que la República
empezó por elevar los salarios, sobre todo en el campo, pero
también es cierto que, por desatender la productividad y crear
inseguridad general, produjo un aumento del paro y una parálisis
de la iniciativa privada. De hecho, la miseria aumentó, y esto
lo revela bastante bien la cifra oficial de muertos por hambre,
que subió rápidamente hasta 260 en 1933, cifra que volvía a las
de principios de siglo. Precisamente en el llamado «bienio
negro», los muertos por esa causa comenzaron a descender,
indicio, junto con otros, de que las condiciones de vida de la
población mejoraron, siquiera fuese ligeramente. También es
verdad que la República llevó a la práctica la reforma agraria,
de la que se venía hablando desde tiempo atrás, pero lo hizo con
reconocida torpeza y demagogia, sin solucionar nada y fomentando
unas tensiones extremas en el campo. Y así podría-mos seguir con
muchas otras medidas. Las denuncias sobre la situación de los
jornaleros y campesinos pobres son bien expresivas, y
demostrativas de la baja calidad moral y empresarial de las
clases pudientes; pero el remedio propuesto entonces, con
seguridades de mejorar drásticamente y de la noche a la mañana
las condiciones de vida, fue una mezcla explosiva de oportunismo
e ignorancia.
Tampoco resulta
admisible la idea de que los millones de personas de ideas
conservadoras se identificaban con la dichosa oligarquía. La
inmensa mayoría de ellas eran de condición modesta, incluyendo
un número importante de obreros, aunque en el medio obrero se
centraba con especial ahínco la propaganda revolucionaria, y
lógicamente conseguía más prosélitos. Los conservadores, en
general, no defendían los intereses de los grandes capitalistas,
sino la religión, la propiedad privada, la familia y el Estado,
precisamente las instituciones que querían abolir los
revolucionarios. Para éstos, todas ellas constituían formas
burguesas de dominación, que mantendrían al hombre alienado y
explotado, sometido a mil males. Abolirlas permitiría formar al
«hombre nuevo», desalienado y emancipado de las viejas taras.
Los conservadores, en cambio, veían en el Estado un instrumento
necesario y perfectible de ordenación colectiva, capaz de dar
salida no violenta a los conflictos propios de cualquier
sociedad humana, y no un simple aparato de dominación de una
clase social; consideraban a la familia como el núcleo básico de
la sociabilidad, transmisora de una moral que, bajo formas
variables, encerraría una ley fundamental, y no como un medio de
dominación sexual y transmisión de ideología; encontraban en la
propiedad privada la base de la economía, y en su eliminación
una vía segura hacia la barbarie y la misera; entendían la
religión, no como una fantasmagoría nacida de la ignorancia y el
miedo, «opio del pueblo» para enturbiar la conciencia de las
masas con una moral servil, sino como expresión de una verdad
esencial. Para ellos, la impotencia humana ante el mundo y el
tiempo sería, no una situación históricamente superable por la
ciencia, sino una manifestación de la propia condición humana, a
la que la religión aportaría un sentido y un consuelo veraz, no
ilusorio.
ARRIBA
No vamos a
decidir aquí quién tenía razón en estas apreciaciones, si
los revolucionarios o los conservadores. Lo que sí cabe ya
establecer con pocas dudas es que fueron los revolucionarios
los que, en nombre de sus ideas, empujaron a la República
hacia la guerra civil, mientras que los conservadores
mantuvieron mayoritariamente una actitud moderada y proclive
a la convivencia con las izquierdas, hasta que la amenaza
que sentían por parte de éstas se les hizo cuestión de vida
o muerte.
Hoy en día a
casi toda la gente le horroriza la guerra civil, pero en aquel
tiempo buena parte de la izquierda la consideraba algo necesario
y útil y, al emprenderse las hostilidades, también muchos
conservadores le cantaron alabanzas como una empresa
purificadora e inevitable. También fuera de España, desde
Estados Unidos a Rusia, ha tenido la guerra civil sus
entusiastas.
Actualmente
existe una tendencia a despreciar a las generaciones que
hicieron la guerra, por fanáticas, sectarias u obcecadas. Es una
necedad. Nosotros no podemos juzgarlas, desde el momento en que
no tenemos que soportar las enormes tensiones psicológicas,
ideológicas y económicas que ellos sufrieron. Además, la
tranquilidad y el bienestar considerables que hoy disfrutamos
son bienes que hemos recibido sin especial mérito nuestro. La
mayor parte del mérito corresponde, precisamente, al esfuerzo y
al sacrificio de los españoles de aquella época, con todos sus
errores y sus pasiones, en un bando y en el otro, y lo mejor que
podemos hacer es no echar a perder su legado. Si no queremos
vernos sometidos a una situación parecida a la de ellos, nos
conviene, entre otras cosas, tratar la Historia como Historia,
buscando comprenderla y acercarnos lo más posible a la verdad,
pero sin usar el pasado como arma arrojadiza o para envenenar la
aceptable convivencia cívica que hoy tenemos. Debiera ser
innecesario decirlo, pero por desgracia no lo es.
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