De lo ocurrido en el hogar del
diputado monárquico tenemos el relato de su hija Enriqueta,
que aunque no fue testigo presencial de los hechos (no llegó
a despertarse) ha dejado escrito lo que tuvo ocasión de oír
a su madre y a los restantes moradores del piso.
Quedó la
casa en silencio hasta las dos y media aproximadamente, hora
en la que el timbre de la puerta principal (la de servicio
no se usó para nada) empezó a sonar fuerte y
apremiantemente. Martina, la doncella, despertó y llamó a
Margarita, su compañera (todas eran muy jóvenes).
«Están
llamando a la puerta muy fuerte, ¿quién podrá ser a
estas horas? -Ven conmigo, a mí me da miedo ir sola.»
Se
vistieron y salieron las dos hasta el vestíbulo (nadie
recuerda exactamente, por cierto, de cuantos vivíamos en la
casa, si la puerta principal tenía mirilla o no, aunque
todos suponemos que sí la tenía; en todo caso, aquella
noche no se usó). Como los golpes arreciaban, las muchachas
preguntaron desde detrás de la puerta:
«¿Quién
es, quién llama así?»
Contestaron:
«Abran
a la Policía» (algunos
creen que dijeron: «abran a la autoridad», pero este término
no es seguro);
«venimos
a hacer un registro».
Martina,
más asustada aún, dijo:
«Yo
no abro»,
a lo que
ellos respondieron, siempre a través de la puerta:
«Traemos
orden de hacer un registro; si no abren, tiramos la puerta
abajo.»
«Un
momento, por favor», dijeron las muchachas, ya
aterrorizadas.
Y se
fueron corriendo a despertar a mi padre y contarle lo que
pasaba. Éste, saltó de la cama, se puso el batín y se
dirigió a uno de los balcones que daban a la calle de Velázquez.
Lo abrió y preguntó a la pareja de guardias, que estaban
normalmente en el portal:
«¿Son
policías de verdad los que están llamando al piso?»
«Sí,
D. José -le contestaron- es la Policía.»
Efectivamente,
delante de la casa había una camioneta descubierta de
Guardias de Asalto. Entonces, mi padre se fue a la puerta y
la abrió. Entraron unos 10 o 12 hombres (abajo había
muchos más). Tres o cuatro iban de paisano; los demás, de
uniforme. Todos se desparramaron por el piso, guardando las
puertas o sitios más estratégicos y siguiendo y vigilando
a todas las personas que iban apareciendo (mi madre y todo
el servicio se habían ya levantado; solamente seguíamos
durmiendo los cuatro hijos).
La
actitud y el tono de voz de los que entraron y hablaron con
mi padre, puede calificarse con dos palabras: inflexibles,
pero comedidos (no les interesaba irritar demasiado a la víctima,
más bien, inspirarle confianza, para llevárselo cuanto
antes, sin mayor escándalo). El matiz, sin embargo, que
caracterizó su actuación y percibió perfectamente mi
madre y los que lo presenciaron, fue una ironía despectiva,
un velado sarcasmo, ante la buena fe aparente de mi padre.
Se sonreían entre ellos y cruzaban miradas burlonas.
Nada más
abrirles, mi padre les preguntó:
«Vamos
a ver, ¿qué desean Uds.?»
-«Traemos
orden de la Dirección General de Seguridad, para hacer un
registro.»
-«¿A
estas horas y de tan extraña manera?»
-«Ésa
es la orden que nos han dado.»
Los que
hablaban, en plan de jefes, iban de paisanos. Uno era el
capitán Condés, de la Guardia Civil y el otro el teniente
Moreno, de Asalto. También de Asalto, estaban el teniente
Lupión y el teniente Barbeta. Los demás, de uniforme, iban
todos armados, con metralletas y pistolas.
Mi
padre volvió a su habitación, intentando tranquilizar a mi
madre, que ya se había levantado:
«Enriqueta,
no te asustes; es la Policía, que viene a practicar un
registro.»
Y
añadió:
«¡Pobre
mujer!, lo siento por ti, que siempre eres la víctima de
todo.»
Varios
guardias habían seguido a mi padre, al que ya no perderían
ni un minuto de vista, lo mismo que a los restantes miembros
de la casa, a los cuales no permitirían hacer ni un
movimiento, ni una llamada, ni obedecer ninguna orden de mi
padre.
Comenzaron
el simulacro de registro. Revolvieron unos papeles, entraron
en varias habitaciones. Miraron por encima diversas cosas,
etc. En el despacho de mi padre, sobre su mesa, estuvo
siempre una pequeña bandera española, sujeta a un pedestal
o pie metálico. Esta bandera fue con él al destierro y
presidió continuamente, fuera y dentro de España, sus
trabajos, sus afanes y sus desvelos. En cuanto la vieron, la
cogieron, con mal contenida saña y arrancando la tela de su
soporte metálico, la tiraron al suelo. También arrancaron
violentamente el cable del teléfono del despacho, inutilizándolo;
el otro, que estaba en un pasillo, no lo arrancaron, pero
colocaron un guardia al lado, que no permitió, en ningún
momento, que nadie se acercase ni lo tocara.
Al
cabo de unos minutos de simulado registro, el Capitán Condés,
se dirigió a mi padre:
«Esta
casa es muy grande para registrarla toda; no vale la pena.»
En
realidad, ya habían comprobado quién había en ella y que
podían actuar impunemente. Y añadió:
«Lo
siento, Sr. Calvo Sotelo, pero traemos orden de la Dirección
General de Seguridad de llevarle a Vd. detenido.»
El
estupor de mi padre subió de punto.
«¿Detenido?
¿Pero por qué?; ¿y mi inmunidad parlamentaria? ¿Y la
inviolabilidad de domicilio? ¡Soy Diputado y me protege
la Constitución!»
Protestó
con firmeza, energía e indignación, sobre el atropello que
suponía medida tan arbitraria. Todo fue inútil. Tanto Condés,
como Moreno y acompañantes, insistieron inflexiblemente en
su orden de detención.
«Permítanme,
al menos, que llame a la Dirección General de Seguridad,
para hablar con el Director.»
Se
lo prohibieron tajantemente. Tampoco le permitieron salir ya
de la habitación en la que estaba con mi madre. En la
puerta se pusieron dos guardias con metralletas. Mi madre
interrogaba, angustiada y confusa:
«Pero,
porqué
hacen esto, Pepe?, ¿Es que se puede detener en esta forma
a un Diputado de la Nación?»
-«Naturalmente
que no»-
y
dirigiéndose a los guardias, insistió:
«Exijo
y pido que me dejen en casa hasta que amanezca el día»-
Condés
replicó:
«Tenemos
orden terminante de llevarle a Vd. inmediatamente a la
Dirección General de Seguridad»
-«Entonces
vuelvo a insistir -repitió mi padre con firmeza-
que me dejen telefonear a la Dirección General de
Seguridad, para confirmar por mí mismo, esa orden.»
y
pidió a Francisco, el botones, que le trajera la guía
telefónica. Cuando el chico iba a dársela, el Capitán
Condés se la quitó de las manos.
«¿Pero
es que no van a dejarme telefonear?»,
se exasperó mi padre.
«No
es necesario -contestó
Condés- porque ahora mismo se viene Vd. con nosotros y
allí le darán todas las explicaciones que quiera.»
Mi
padre, con una entereza impresionante, sin perder la calma,
respondió fría pero decididamente:
«En
esas condiciones no debo ir. Vds. comprenderán que yo
necesito alguna prueba o justificación, de acuerdo con la
ley, del servicio que dicen les ha sido encomendado ¿Qué
razón me dan Vds. que lo garantice?- Todo esto es un
atropello incalificable, que no estoy dispuesto a
secundar.»
y
como diera otro recado, en voz baja, al botones, ya no
dejaron al chico salir de allí.
Sin
embargo, algo debió impresionarles la actitud de firmeza de
mi padre, que, temiendo opusiera mayor resistencia,
dispuestos como iban a llevar adelante sus planes hasta el
final; optaron por suavizar su postura y el capitán Condés
sacó su carnet oficial de teniente de la Guardia Civil, con
su foto adherida y todos los requisitos legales y enseñándoselo
a mi padre, le dijo amablemente:
«Supongo
que esto le bastará a Vd. para convencerse de la autoridad
legítima de nuestra misión.»
De
sobra sabía él, la devoción y la defensa que siempre había
hecho mi padre de la Guardia Civil [...]
Más
tarde, al mes justo del asesinato de mi padre, Condés moría
-muerte excesivamente digna para sus merecimientos- en el
frente rojo de Somosierra, y la prensa de esa zona lo comentó
con la siguiente frase: «Ha muerto heroicamente en el
frente el capitán Condés, que, recientemente, había
prestado un gran servicio a la República.» Huelga
decir que el «gran servicio» se refería al
asesinato de mi padre.
Vuelvo
a coger el hilo del relato, para decir que la exhibición de
su carnet de Guardia Civil tranquilizó un poco a mi padre e
hizo exclamar a mi madre, juntando las manos:
«¡Con
lo que yo quiero a la Guardia Civil!»,
frase
que produjo una sonrisita irónica en Condés y la
consiguiente reacción de mi padre:
«Cállate,
Enriqueta, que se van a reír de ti y entonces sí que ya
no respondo.»
De
todas maneras, volvió a insistir en su exigencia de
telefonear a la Dirección General de Seguridad, porque todo
aquello le seguía pareciendo muy extraño y solamente,
cuando el teniente Moreno mostró también su carnet legal
de teniente de Guardias de Asalto y él y Condés se negaron
rotundamente a cualquier tipo de llamadas, aduciendo que les
estaba comprometiendo por su tardanza en cumplir el servicio
encomendado; mi padre pareció ceder y se dispuso a
someterse a la orden de detención. Le dijo, pues, a mi
madre:
«Prepárame
un maletín con lo más indispensable, ya que me llevan
detenido.»
Mi
madre clamaba una y otra vez, obsesiva y angustiadamente:
«¡No
te vayas, Pepe, por favor, no te vayas!»
(¿Fue
ella la única que presintió la realidad?; yo creo que mi
padre lo presentía con la misma evidencia que ella; lo que
ocurrió es que, al verse absolutamente bloqueado, invadida
la casa y la calle de gente armada, sin posibilidad de pedir
auxilio o ayuda a nadie, totalmente incomunicado e
indefenso, prefirió ir a la muerte él solo, sin
arriesgarse a que le mataran allí mismo, delante de su
mujer y de sus hijos e incluso, eliminando también a alguno
de ellos. Este criterio se hizo más general y firme, después
de consumado el crimen y repasando palabras y actitudes de
mi padre, muy reveladoras al respecto y posteriores amenazas
a su propia familia).
Cuando
mi madre quiso salir a buscar un maletín, se lo impidieron.
«¿Pero
es que no van a permitir que me lleve un maletín? ¿No
comprenden que mi mujer tiene que ir a buscarlo?»
La
dejaron, al fin, sin dejar de acompañarla. Volvió y metió
en el maletín unas prendas de ropa, unas cuartillas y una
estilográfica
-«¡No
te vayas, por Dios, Pepe, no te vayas!», repetía
incansable.
Pero
era tanta la fe que tenía en mi padre, que obedecía
maquinalmente cuanto le mandaba hacer.
«Como
Vds. verán, tengo que vestirme. Hagan el favor de salir
del cuarto, para que pueda hacerlo con mayor libertad.»
Condés
y los guardias se negaron a hacerlo. Aquello irritó a mi
padre sobremanera
-
«Tengo orden de no perderle a Vd. de vista ni un minuto»,
dijo Condés,
«esto
es intolerable; ¿es que no van a dejar que me vista solo?
¿No ven que de aquí no puedo escaparme?», les enseñó
el cuarto de baño: «les doy mi palabra de caballero de
que no me pienso mover; pero no tienen derecho a imponerme
este régimen que atenta a mi dignidad y al respeto debido
a mi esposa».
Nadie
se movió, ni Condés ni los dos guardias.
«Al
menos -rogó, dominando
apenas su enfado-, que se quede únicamente el teniente
de la Guardia Civil y que salgan los dos guardias.»
Permanecieron
inmóviles e impasibles los tres. Esto colmó la medida de
su indignación.
«Es
un vejamen y un abuso, que haré constar»,
dijo.
Se
vistió delante de ellos. Mientras se peinaba, mi madre seguía
su jaculatoria suplicante:
«¡No
te vayas, no te vayas, Pepe!»
«Calla,
Enriqueta, por Dios, vas a ponerte enferma.»
Condés
intervino al fin:
«Le
doy mi palabra de caballero de que dentro de cinco
minutos, estará Vd. delante del Director General de
Seguridad.»
Salieron
todos de la habitación. Mi padre, cuya alteración crecía
por momentos, dominaba sus ímpetus, con una fuerza de
voluntad férrea. No quería que se tomase como pretexto el
más pequeño agravio a la autoridad.
Entró
en el cuarto de mis hermanos varones, que dormían, y dio un
beso a cada uno; no se despertaron. Los guardias le seguían
cosidos a sus talones. Entró luego en la habitación de mi
hermana y mía. Vino hasta mi cama y me besó; yo, con la
pesadez de la fiebre, tampoco me desperté. Besó también a
mi hermana y ésta sí se despertó. Vio a papá vestido
para salir y a dos guardias en la puerta.
«¿Adónde
vas, papá?», preguntó
sobresaltada
y
él contestó:
«No
te asustes; es que me llevan detenido.»
Y salió.
Mi
hermana se quedó tan estupefacta, que cuando reaccionó y
se puso una bata y salió de la habitación, ya se habían
ido todos del piso. Corrió a un balcón y lo abrió para
mirar a la calle, pero ya no vio nada (fue la única que se
asomó a un balcón; ni mi madre, ni nadie más de la casa,
como han dicho algunos).
Al
salir de nuestra habitación, mi padre se dirigió a la
puerta, seguido por todos. Iba ya rápidamente, deseando
poner fin a una situación equívoca, difícil e
insostenible. Pidió un vaso de agua en francés a la
institutriz francesa y ésta se lo dio. Bebió unos sorbos y
abrazó a mi madre estrechamente. Ella aún pudo murmurar,
palpitante:
«¿Cuándo
sabré de ti ?»
y
la desconcertante respuesta de mi padre:
«Dentro
de cinco minutos, te llamaré desde la Dirección General de
Seguridad -y haciendo una
pausa y mirando a todos cuantos les rodeaban, añadió:
si es que estos señores no me llevan a pegarme cuatro
tiros.»
Mi
madre se mantuvo en pie a duras penas (ella nunca se desmayó;
fue la mujer fuerte del Evangelio). Pero recordó toda su
vida que, al decir mi padre esas palabras, las últimas,
todos los allí presentes hicieron un gesto, cambiaron de
actitud o de postura, como sorprendidos infraganti. Es
algo que quedó registrado en la memoria de mi madre, como
en una computadora.
Después,
mi padre empezó a bajar la escalera. A su lado iba René
Peros, la institutriz francesa, que le llevaba el maletín.
En francés, le iba diciendo mi padre, que avisaran de lo
sucedido a sus hermanos, pero no a sus padres, cuya edad le
inquietaba. Un guardia le interrumpió:
«Hable
Vd. en español.»
Y
él, por primera vez, perdida la paciencia, le contestó:
«Hablo
como me da la gana.»
Han
llegado al portal. Francisco, el botones, ha bajado también
detrás. Hay un gran despliegue de fuerzas y guardias en la
calle de Velázquez y en las calles ad- yacentes. Ni un
alma, fuera de ellos. Ante la puerta, la camioneta de Asalto
n.º 17. Le invitan a subir. René le da su maletín.
«Adiós,
señor», dice Francisco.
De
lo ocurrido a partir del momento en que Calvo Sotelo entró
en la camioneta tenemos el relato de un testigo presencial,
el guardia de Asalto Aniceto Castro, que se sentó al lado
del detenido:
En
el banco delantero se sentaron el chofer, el Capitán Condés
y José del Rey; en el segundo, algunos paisanos y guardias;
en el tercero, que era de espaldas a la dirección, no iba
nadie; en el cuarto, el declarante, el Sr. Calvo Sotelo y el
guardia del Escuadrón de Seguridad, y, en el quinto, «el
pistolero» [Cuenca] y otros paisanos. Se encaminó la
camioneta calle de Velázquez abajo, y a los pocos momentos
de emprender la marcha, cree fue al llegar al cruce con la
calle de Ayala, sonó un tiro, y al momento vio que el Sr.
Calvo Sotelo caía hacia la derecha y «el pistolero»
esgrimía detrás de él una pistola con la que,
indudablemente, había disparado sobre la nuca de aquel. Al
instante, vio cómo «el pistolero» hizo un segundo disparo
sobre la cabeza del Sr. Calvo Sotelo, cuando ya este estaba
cabeza abajo. Entonces el guardia del Escuadrón se pasó al
asiento de atrás. «El pistolero», exclamó:
«Ya
cayó uno de los de Castillo»,
y
al mismo tiempo Condés y José del Rey se cruzaron miradas
y sonrisas de inteligencia.
Al
llegar a la confluencia de Velázquez con Alcalá, les
detuvo otra camioneta de Asalto allí apostada, al mando del
Teniente Barbeta. Les dejó pasar y siguieron en la
camioneta 17 hasta el Cementerio del Este, al llegar al cual
el Capitán Condés, José del Rey y algunos otros se
apearon, y, tras de hablar breves palabras con dos guardas
del Cementerio, dieron orden de apear el cadáver, el que
extrajeron de la camioneta entre varios y lo dejaron dentro
del recinto del Cementerio, bajo los cobertizos, en una
acera próxima a la puerta de entrada.
A
continuación volvieron en la camioneta sus ocupantes hacia
Pontejos. Por el camino dijo el chofer:
«Supongo
que no me delataréis»
y
Condés respondió:
«No
te preocupes que nada te pasará.»
Cuando
pasaban junto a la Plaza de Toros, dijo José del Rey:
«El
que diga algo de todo esto se suicida. Lo mataremos como a
este perro.» .
Llegado
al cuartel de Pontejos, «el pistolero» entró en él,
llevando el maletín del Sr. Calvo Sotelo y el comandante
Burillo, al verle, le abrazó. Ambos subieron a la
Comandancia, juntamente con el Capitán Condés, José del
Rey y otros oficiales de Asalto de Pontejos. Algo más tarde
vio llegar y subir allí también al Teniente Coronel de
Asalto Sánchez Plaza.
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