Pío
Moa. Libertad Digital.
17/12/2005.
Julián Marías ha sido uno de los personajes más
interesantes y menos típicos de la intelectualidad española
desde hace 60 años. Y no sólo como filósofo, sino también
como comentarista político e historiador; y por esa razón
ha sido postergado sistemáticamente por esa caterva de
intelectuales chillones, demasiado politizados y ávidos de
fondos públicos, que parece llenarlo todo. Su España
inteligible sería rechazada por muchos
“historiadores profesionales” enredosos y pesados, pero
arroja luz donde otros sólo embrollan. Uno no puede menos
de recordar la época en que todo escritor o escribidor
deseoso de pasar por progresista debía manifestarse
marxista o muy respetuoso con el marxismo; y los desprecios
que desde tales alturas recibía Marías, un pensador
liberal y cristiano, amante de la verdad y de una sensatez
que a algunos les parecía roma.
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Pero su agudeza previsora se manifestó, entre otras
muchas ocasiones, ya en 1978, al criticar ciertos defectos de la
Constitución derivados de una excesiva ansiedad por el consenso:
“Los compromisos, en el menos grato sentido de la palabra, a su
vez comprometen la realidad política de España”. Ahora mismo lo
estamos comprobando duramente. También enseñó: “No hay que
tratar de contentar a quienes no se van a contentar”
Marías sufrió también las primeras furias y, luego, las
restricciones del franquismo. Él había contribuido, al lado de
Besteiro, al golpe de Casado contra Negrín, y por tanto podía
esperar que los vencedores le dejasen en paz. Pero no fue así. Sus
memorias ofrecen el retrato de un tiempo dominado por el afán de
dar un “escarmiento ejemplar” a las izquierdas revolucionarias,
y no sólo a ellas. Un compañero de estudios a quien él creía
amigo le denunció por envidias u otros sentimientos oscuros. La
denuncia no podía ser más ponzoñosa: “Tan falsa como
incomprobable: yo habría sido colaborador de Pravda, nada
menos; acompañante voluntario del bandido Deán de Canterbury; no
lo había visto en mi vida (…) Se añadía que yo debía conocer
toda la trama de la propaganda roja, hábil insinuación que
revelaba la esperanza de que me extrajeran tan preciada información
por los procedimientos usuales”. Todo dependía de la rectitud o
el fanatismo de los jueces. Tuvo suerte: “Un alférez jurídico
iba a tomarme declaración; me contó que habían asesinado a su
padre en Madrid; pero era bien nacido (…); me dijo que me iba a
leer la denuncia para poder responder a los cargos (…) Al
despedirse me dijo: ‘No le doy la mano porque nos ven y pueden
pensar que tenemos alguna relación; pero espiritualmente estoy con
usted’”.
Salió libre, pero no sin antes haber probado el hacinamiento y pésimas
condiciones de detención de aquellos días, y una temporada de cárcel
donde, de vez en cuando, moría a balazos algún preso en
improbables intentos de fuga. Allí las autoridades le encargaron
dar cursos de alfabetización a los presos iletrados, y de francés
a los más cultos.
Estas experiencias las narra Julián Marías sin el rencor, y
mucho menos la incitación al rencor, frecuentes en infinidad de
libros y testimonios retorcidos. Lo señalo porque estoy preparando
un libro sobre los años 40, años en verdad apasionantes, muy
alejados de los tópicos con que nos los presentan los mismos que
tan demostrablemente han mentido sobre la república y la guerra. De
las penurias y represiones de entonces escribe Marías: “Todo esto
es verdad; lo que no lo es, en absoluto, es la imagen lacrimógena
que suele pintarse ahora de esa época. A pesar de todo, había una
tremenda gana de vivir, en gran parte por el contraste de la paz
–incluso de aquella paz—con el horror sin mitigación de la
guerra. Los españoles tienen fuerte vitalidad, apetitos, incluso
cierta estoica indiferencia ante las adversidades. Entonces gozaban
de la vida con una intensidad que acaso no se ha dado después. La
escasez, la dificultad de conseguir las cosas, les daba más
valor”.
Hoy se habla sin tregua del duro destino de los vencidos, pero en
realidad el número de los que se sentían así fue escaso: muy
pocos siguieron identificándose con un Frente Popular cuyas tropelías
habían contemplado, que había sucumbido en medio de masacres entre
sus propios partidos, y cuyos dirigentes habían huido con enormes
sumas saqueadas al tesoro artístico e histórico español, a los
particulares y hasta a los montes de piedad. Esos pocos se ampliaron
con las víctimas la represión inmisericorde de los primeros años,
pero la inmensa mayoría de quienes habían luchado con las
izquierdas o los separatistas, o les habían votado, pusieron todos
sus afanes en reconstruir sus vidas en las difíciles condiciones de
la época, sin nostalgias.
“El pueblo español –observa Marías- no se sintió
aplastado, sino vivo y entero; por eso fue posible la creación, en
todos los órdenes, a pesar de todas las trabas, en parte espoleadas
por ellas. Los que no tenían capacidad o no se atrevían han
tratado de persuadir de que no se podía. Y es frecuente
que los que más abominan de los cuarenta años estuviesen
adscritos con entusiasmo a su fase más dura y opresiva, al lado de
la cual todo lo posterior fue venial”.
Sin necesidad de estar de acuerdo con cada palabra del filósofo,
cuando uno lee frases como éstas sabe que está ante un testigo
veraz, y también entiende los motivos de la persistente falsificación
de la historia. El ambiente iba a resultar duro para Marías y
tantos más, pero no aplastante. El régimen le manifestó su
hostilidad, pero no le impidió vivir y escribir, dictar cursos o
ser elegido a la Real Academia. He aquí una anécdota, de 1953:
“Me llamó por teléfono el ministro de Información, Arias
Salgado; me dijo que deseaba hablar conmigo, al día siguiente, a
las siete. Saqué del bolsillo la agenda, la puse junto al aparato e
hice sonar sus hojas: ‘Mañana a las siete –le dije–. Sí,
estoy libre, con mucho gusto’ (…) Me recibió amablemente, me
dijo que me leía con admiración; insistió en que nos hablásemos
de tú. Después de larga conversación me dijo que mi artículo no
iba a publicarse, porque era ‘muy polémico’. Le dije que no hacía
más que rectificar una serie de falsedades. Insistió en la
peligrosidad de la polémica. ‘¿Y por qué no bajas el telón un
artículo antes?’, le pregunté. Como se mantuvo en su posición,
le dije, literalmente: ‘Bueno, veo que en España no hay libertad
más que para calumniar, y como eso no me va a interesar nunca, no
tengo nada que hacer’. Protestó amablemente (…) Al llegar a
casa, metí el artículo en un sobre de avión y lo mandé a La
Nación de Buenos Aires, donde se publicó enseguida”. ¿Puede
imaginar alguien algo así en Cuba, la URSS o cualquiera de aquellos
regímenes tan admirados por la oposición antifranquista?
Las memorias de este escritor fundamental nos informan y explican
más que muchos libros de historia: “Desde fines de 1955 empieza
algo nuevo. Una generación muy joven queda muy influida por el
marxismo, lo cual quiere decir que fue muy poco liberal (…) Forman
grupos, y lo primero que hacen es fingir que son ellos los que
empiezan: de ahí data la negación o el silencio sobre todo lo que
se había hecho antes. Todavía se sigue hablando monótonamente del
‘páramo intelectual’ de España en aquellos años. En mi artículo
‘La vegetación de páramo’ di una impresionante lista de libros
independientes y valiosos publicados en España precisamente entre
comienzos de 1941 y la muerte de Ortega”.
La muerte de este testigo lúcido, veraz y sensato es una gran
pérdida intelectual, porque tales cualidades son, por desgracia,
muy poco frecuentes.
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