La
Razón.
14/09/2005.
Sobrevivió a los culatazos, a
los golpes e incluso al tiro de gracia que le descerrajaron
dos milicianos en la noche del 17 de junio de 1938. 67 años
después de aquel episodio, el sacerdote Eugenio Laguarda
fallecía en la localidad valenciana de Bonrepós, donde fue
enterrado el lunes.
El presbítero fue detenido a los 27 años de edad por dos
milicianos tras permanecer 22 meses escondido en una masía.
«Uno de los soldados me registró y me encontró el
breviario.
|
|
Me dio un culatazo con el fusil en la cara que
me derribó y me dejó sin visión en el ojo derecho. Me ordenó que
me levantara y me volvió a dar otro culatazo que me rompió la
nariz. Cuando ya no pude levantarme, me pegaron el tiro de gracia.
La bala me entró justo por debajo del ojo izquierdo, siguió por la
graganta, me atravesó el paladar, la lengua y el pulmón, en donde
permaneció durante 16 años», recordaba el sacerdote en 1999
durante una entrevista concedida al semanario «Paraula».
Posteriormente, los milicianos le dieron por muerto y le despeñaron
por un barranco.
Concluida la Guerra Civil, los soldados fueron
condenados a muerte por este acto, pero Laguarda intercedió por sus
verdugos y obtuvo el perdón para ambos. «Creo que uno de ellos
vive –refería el sacerdote en 1999– y se llama Antonio, pero
los apellidos no se los digo». «Como ellos prefirieron no venir a
verme, yo tampoco fui a verlos. No lo creí conveniente. La verdad
es que me habría gustado que hubieran venido a disculparse», añadía
el padre Laguarda con humildad.
En marzo de 2001 fueron beatificados 233 mártires
valencianos. «Dios vio que yo no merecía estar entre ellos. Quiso
que trabajase muchos años», añadía el presbítero. «Celebro
misa a las 7 de la mañana y después confieso durante horas»,
narraba a los 89 años de edad.
ENTREVISTA
- TESTIMONIO DE UN SOBREVIVIENTE - 2.001
Lo
cierto es que a mí también me martirizaron por mi condición de
creyente y sacerdote, incluso tuve que aguantar un sufrimiento más
prolongado porque no consiguieron matarme, pero yo no soy digno de
ser beatificado. No me lo merezco". Tal lo manifestado por el
padre Eugenio Laguarda al que le dispararon un tiro en la cabeza por
ser sacerdote en la noche del 17 de junio de 1938. Tenía
veintisiete años. Primero fue torturado a golpes; cada culatazo de
fusil lo derribaba al suelo. Cuando ya no pudo levantarse, le
dispararon a la cabeza el tiro de gracia, lo auscultaron para
asegurarse que había muerto y luego tiraron su cuerpo por un
barranco. Los asesinos se marcharon cantando y burlándose de las
oraciones que este cura había dirigido a la Virgen. De forma
sorprendente se levantó por sus propios medios y hoy, a los noventa
años de edad, vive para contar esta extraordinaria historia que ha
asombrado a cuantos médicos lo han reconocido. Luego de la guerra
civil, los dos soldados fueron condenados a muerte y gracias a una
carta que este cura dirigió al juez, se les perdonó la vida.
- ¿Recuerda usted cuándo lo fusilaron?
- Claro que sí, fue en la noche
del 17 de junio de 1938, en la cuneta de la carretera de Serra a Náquera.
Me detuvo una pareja de milicianos y tras interrogarme les conté la
verdad. Les dije que era un sacerdote que había estado veintidós
meses escondido. Me dispararon a la cabeza pero, como ve, no me
mataron.
- ¿Lo torturaron antes de dispararle?
- Un soldado me registró todo el
cuerpo y encontró en mi pecho el breviario. Me preguntó: "¿Este
libro qué es?"Le respondí que era el libro con que rezamos
los sacerdotes y me dijo "¡Conque rezar, eh!" y me pegó
un culatazo de fusil en la cara que me tiró al suelo y me dejó sin
visión en el ojo derecho. Me ordenó: "¡Levántate!"
Cuando me puse en pie me volvió a dar otro culatazo que me rompió
la nariz y que me derribó. Me obligaba a levantarme y me volvía a
derribar a culatazos.
- ¿Le dispararon a la cabeza?
- Cuando ya no pude levantarme
por los golpes, cargaron la pistola y me pegaron el tiro de gracia
en la cara. La bala me entró justo por debajo del ojo izquierdo. No
oí el disparo pero sentí como si estuviera muerto. Oí que el otro
le decía: "¡Échale otro tiro!" Pero el otro me levantó
la camisa me puso la mano en el pecho y me tanteó y dijo "¡ya
está muerto!" Entonces noté cómo me tomaban de las piernas y
de los brazos y me pusieron en un costado de la carretera y me
tiraron por un barranco y caí a varios metros.
-
¿En qué pensaba usted cuando le iban a disparar?
- Me encomendé a la Virgen, hablaba con la Virgen y le decía cosas
en voz alta. Después de que me pegaran el tiro de gracia y me
tiraran por el barranco oí cómo cuando se marchaban iban riéndose,
repitiendo mis palabras a la Virgen y burlándose.
- ¿Puede
explicar cómo salvó la vida después de recibir un disparo en la
cara?
- La bala me entró justo por debajo del ojo, siguió su trayectoria
por la garganta, me atravesó el paladar, la lengua y se alojó en
un pulmón donde la he llevado durante muchos años, hasta que me la
extrajeron. Esto es lo que me han explicado los médicos. He
conservado la bala de recuerdo, pero la perdí en una mudanza de
casa.
- ¿Qué le
han dicho los médicos sobre este suceso?
- Todos los médicos que me han atendido se han asombrado de
que la bala en su recorrido no tocara ningún punto vital. La visión
del ojo derecho la recuperé a los tres meses, y bajo el otro ojo sólo
tengo una pequeña señal.
- ¿Cómo
salió usted del barranco?
- Tenía toda la cara y la boca ensangrentadas. No sabía si estaba
vivo o muerto. Estuve esperando y como no me moría, pude levantarme
poco a poco, y en cuatro patas subí por el barranco hasta la
carretera. Varios coches que pasaron no quisieron parar, hasta que
llegó, a las doce de la noche, el autobús. Bajaron varios jóvenes
pero no se atrevían a subirme y estuvieron más de un cuarto de
hora nerviosos sin decidirse, hasta que se hicieron el ánimo de
recogerme y afrontar el peligro que ello suponía. Me llevaron a Náquera,
donde los jefes militares me trataron muy bien, me interrogaron y
tomaron nota de todo. La guerra continuaba y ordenaron que me
trasladaran en autobús al Hospital Provincial de Valencia. Allí,
cuando me recuperé, oficiaba misas clandestinas, pues estaban
prohibidas.
- ¿Volvió
a ver a sus asesinos?
- Sí, justamente mientras me trasladaban al hospital en autobús,
la misma pareja de milicianos paró el ómnibus para registrarlo y
al verme dijeron: "¡El cura que hemos matado!" y me querían
volver a rematar, pero el chofer dijo que tenía órdenes de los
jefes militares de llevarme al hospital y siguió viaje.
- ¿Sabe
usted qué les ocurrió tras la guerra?
- Durante la guerra no les hicieron nada, pero después los
vencedores encontraron el interrogatorio que me habían hecho los
militares de Náquera, y los juzgaron.
- ¿Los ha
perdonado usted?
- Claro que sí. Un día, después de la guerra, vinieron dos
ancianos que se arrodillaron delante de mí. Se pusieron brazos en
cruz y empezaron a pedir perdón. Eran los padres de estos
milicianos. Me pidieron que los perdonara pues habían sido
condenados a muerte en Granada por lo que me habían hecho.
Enseguida les di una carta destinada al Juez en la que los perdonaba
y rogaba que les quitaran la pena de muerte, y me hicieron caso. Les
perdonaron la vida, y uno de ellos creo que aún vive.
- ¿Los ha
vuelto a ver? ¿Qué sabe de ellos?
- Uno se llama Antonio, pero los apellidos no los digo. He sabido dónde
vivían, en Andalucía, pero como luego ellos prefirieron no venir a
verme, yo tampoco fui a verlos. No lo creí conveniente. La verdad
es que me hubiera gustado que vinieran a disculparse.
- ¿Ha
pensado alguna vez que si hubiera muerto quizás habría un proceso
de beatificación para usted?
- Pues, la verdad, a veces lo he pensado. Pero Dios Nuestro Señor
vio que no me lo merecía. Quiso que trabajase y que trabajase
muchos años. Ya he cumplido noventa años. Todos los días digo
misa a las siete de la mañana y luego confieso todo el día. Después
me voy a mi pueblo, a Bonrepós.
INICIO
|