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Correspondencia entre don Juan y Franco.


 
El 14 de septiembre de 1951, Franco contesta desde el Pazo de Meirás, a la extensa carta de don Juan del 10 de julio.

14 de septiembre de 1951.

Alteza:

Antes de mi salida de Madrid recibí vuestra carta del 10 de julio y días después la nota que por conducto de Danvila me remitisteis y que vinieron a coincidir precisamente con la valoración e indiscutible triunfo de la política de España en los medios internacionales. El contenido de vuestra carta, unido a los hechos que inmediatamente la precedieron y siguieron, como fueron el libro de Ansaldo, y la explotación por las agencias extranjeras del contenido de vuestro escrito, me aconsejaron el retrasar mi contestación para poder enjuiciar con toda serenidad y reflexión que la gravedad de los hechos imponía.

Ni el lenguaje sincero que en vuestra carta me decís empleáis ni el que esgrimáis lo que llamamos la verdad, por dolorosa que ésta pudiera ser, alcanzarían jamás a herir una susceptibilidad personal que si en algún momento pudiese sentir la sacrificaría gustoso al mejor servicio de nuestra nación; pero a lo que en realidad no puedo resignarme es a que adversarios políticos gastados y desacreditados en nuestra nación puedan utilizar en contra del crédito de nuestra patria en el exterior la clara estirpe de vuestro nombre, en servicio exclusivo de sus pasiones o de sus intereses.

Aunque me decís que en el texto definitivo de vuestra carta no han intervenido influencias externas de nadie, ni de ningún organismo monárquico, perdonadme, sin embargo, que os señale que los acontecimientos posteriores de su publicidad y explotación en la prensa extranjera demuestran que su texto era perfectamente conocido por aquellos elementos que acusan una vez más lo poco que les interesa la suerte de la institución monárquica y de las personas.

La maniobra de entregar a la publicidad vuestro escrito responde, sin duda, a aquella modesta rectificación del espíritu que animó vuestra primera carta contenida en la nota verbal enviada por Danvila.

Pecaría gravemente contra la patria si callara el efecto deplorable que en la nación vienen causando esas manifestaciones públicas de vuestra oposición, y que al permitir se utilice vuestro nombre como bandera os coloca en una situación de ventajismo oportunista incompatible con la majestad y nobleza con que un príncipe ha de aparecer ante la nación y que por la reacción y desconfianza que apreciareis se viene creando en vuestros más fieles seguidores, comprenderéis mejor lo que producirá en otros sectores más independientes y sinceros de la opinión nacional.

Desde que la muerte de vuestro augusto padre (q.g.h.) establecimos nuestra primera relación, conocéis bien cuánto he trabajado por evitar el que hicierais manifestaciones a todas luces innecesarias que habían de gastaros sin provecho personal ni para V.A. ni para la causa monárquica, aunque desdichadamente he sido poco afortunado en el empeño, pues no se extingue el eco de una de estas exteriorizaciones, de que tantas veces habéis tenido que arrepentiros, cuando otra nueva continúa la obra destructiva de vuestro crédito y el de la propia institución monárquica.

Respecto a los puntos concretos y razones que en vuestra carta sostenéis, son en sí tan erróneos, y demuestran tal desconocimiento de la realidad española y de sus necesidades, que no puedo dejarlos sin la debida réplica y aclaración. Sin duda, los juicios subjetivos de quienes al informaros pretenden asociaros a sus posiciones personales y el confusionismo que puede haber causado en vuestro ánimo el escuchar a algunas otras personas honradas y competentes en determinada materia económica o hacendista, pero que absorbidas por su bufete o recluidas en el recinto limitado de la especulación teórica, no se distinguieron por su perspicacia política ni por el conocimiento real y práctico de las necesidades de la economía española, han podido conduciros  a esta situación tan peligrosa del error en que os encontráis.

Tres puntos principales destacan en vuestra carta: la corrupción administrativa, la errónea política económica del Régimen y el aislamiento internacional, para llegar a la conclusión de que todo se corregiría con la panacea de una restauración monárquica.

Lo primero que me interesa rechazar es ese infundio de la corrupción administrativa, que recogéis y que vemos campear en las campañas sistemáticas de descrédito que los masones vienen lanzando de antiguo contra los regímenes que no dominan, y que los que peinamos canas hemos ya vivido en los últimos años del reinado de vuestro augusto padre, en las que una campaña análoga de corrupción y de escandalosos negocios, de la que no se libraban siquiera las personas reales, fue el arma esgrimida para socavar y derribar un régimen secular, pero que, llegada la hora del triunfo republicano, fueron incapaces de demostrar.

Si en todos los regímenes del mundo pueden existir los naturales fallos administrativos, pues los hombres siempre serán hombres con sus vicios y sus apetitos, frente a ello se levantan los tribunales de justicia que en nuestra nación cuentan actualmente por lo menos con las mismas garantías de independencia que disfrutaron en los regímenes que nos precedieron. De éstos heredamos el personal que nutre sus escalafones y nunca fueron más libres e independientes de la política de lo que hoy son. La moralidad o la corrupción, cuando se dan, son cosa específica, encomendada a la sanción de los tribunales, no a la crítica banal e irresponsable que siempre y bajo todos los regímenes suele acompañar al que delinque, pero que precisamente en las democracias se compra y vende. En esto podéis tener la satisfacción de conocer que la honestidad de nuestros tribunales de justicia admite con ventaja parangón con los más exigentes de otros países.

Nuestro Régimen ha extremado precisamente en cuanto estuvo en su mano, agravando la penalidad de los Códigos en determinados delitos que tenían escasa punición con la perfección de las leyes, suprimiendo en todo lo posible aquellos antiguos jueces municipales políticos y maleables y entregando la Administración de Justicia a nuestro honrado Cuerpo Judicial. Contra los posibles abusos de la Administración, se ha amparado a los funcionarios creándose un recurso de agravio gratuito por medio del cual pueden recurrir contra las disposiciones del Gobierno los que se sientan atropellados por la Administración; recurso fácil, rápido y eficaz, inexistente bajo los regímenes anteriores y entregado hoy al claro juicio del competente Consejo de Estado.

Si estuvieseis atento a las publicaciones que viene sucediéndose sobre la corrupción administrativa en los países campeones del sistema democrático, encontraréis que la corrupción, donde precisamente más prolifera se muestra bajo la irresponsabilidad de los regímenes en los que todo se compra, y la libertad de expresión y el sistema parlamentario son precisamente el medio para que se esfumen y desfiguren las responsabilidades criminales de los numerosos delincuentes. Los “affaires” puestos recientemente al descubierto de Barcelona Traction, Fuerzas y Riegos del Ebro y la Chade, patrocinados por un ministro de Hacienda de la monarquía constitucional y parlamentaria, sí que ofrecen muestras de corrupción y fraude.

Sobre lo que llamáis la política económica del Régimen, nada más lejos de la realidad que el concepto que de ella os han hecho formar, y no os extrañe que me vea obligado a rechazar con la máxima energía el disparatado concepto que han hecho figurar en vuestros labios de que los males de España “sean fruto de una política persistente durante todos estos años, que ha herido profundamente las raíces mismas de la riqueza nacional”. ¿Quién puede haber llevado a vuestro ánimo tamaño dislate? ¿Qué raíces de la riqueza nacional han sido heridas por nuestro Régimen? ¿Sabéis, por acaso, cómo heredamos a España y cómo la hemos puesto? ¿El estado de abandono en que durante muchos años, cuando todo era fácil, se dejó a nuestra economía? ¿No habéis oído a nuestros enemigos repetir, antes de abandonar la nación, que nos dejaban inviable, con el oro expoliado, los ferrocarriles destruidos, los barcos robados, los depósitos vacíos, la cabaña arruinada y atraso de deudas comerciales de más de cuatrocientos millones de pesetas oro y una circulación monetaria tendente a lo astronómico? ¿Sabéis siquiera cuál fue la política económica de los Gobiernos que en España se han venido sucediendo?

Nuestra política económica no es un capricho: responde a una necesidad histórica y sin ella España se hubiera hundido definitivamente. La ecuación de una balanza comercial totalmente desnivelada en varios cientos de millones desde principios de siglo a nuestros días, que progresivamente iba haciendo a la nación cada día más pobre; la posesión en manos del extranjero de nuestras principales riquezas mineras –plomo, cobre, cinc, potasas, hierro- y las principales empresas industriales o de electricidad, entre las que destacan Ríotinto, Peñarroya, la Sevillana de Electricidad, Fuerzas y Riegos del Ebro, Telefónica y tantas otras empresas que vinieron sangrando a España y a su economía durante cincuenta años. No creo sea un timbre de honor para los regímenes y sistemas que nos precedieron.

El que España reivindique la posesión de las nuevas riquezas futuras y que en ellas el capital extranjero participe con la limitación del 25 por ciento o aquélla que sea verdaderamente indispensable mediante decreto motivado es el camino obligado de cuantos sienten a la nación y aspiran a levantarla.

Ésta es la rectificación que España hace a cincuenta años de incuria, que es natural lastime a cuantos por acción o inhibición a ello contribuyeron. A nadie más que al Régimen beneficiaría la libre discusión sobre la materia y que nadie cohibe.

Una cosa es la ayuda que España pudiera recibir en aquello que necesita y beneficiar su economía y otra la que ansían y ofrecen fácilmente los eternos especuladores internacionales y sus testaferros del interior. Si el pensar así o el reivindicar su pequeño trozo irredento de nuestro territorio, que como un estigma ha venido pesando sobre las generaciones que nos precedieron, encarna lo que llamáis ‘una orgullosa independencia, base sentimental del régimen’, todos los españoles la aceptamos gustosos.

Sobre la necesidad de una sólida ayuda exterior para el saneamiento interior que vienen inspirándoos, habéis de tener en cuenta que las cosas no se regalan y suelen tener un precio; pero que España la logrará tanto mejor cuanto más dispuesta se halle a lograrlo por su propio esfuerzo.

Muchos vienen en este orden dañando al crédito de nuestra nación los que consciente o inconscientemente en el extranjero especulan con las necesidades de nuestra patria, haciendo creer a quienes nunca nos quisieron que la situación es tal que puede llegar a hacerse insoportable para la vida de las clases medias y obreras y que, por lo tanto, España es fácil presa que puede caer de nuevo bajo sus garras.

 Admira a cuantos extranjeros conscientes nos visitan la vitalidad y el esfuerzo ingente que España ha desarrollado en estos años en el orden industrial y agrícola, que en este último aspecto no se acusa debidamente por la ocultación inherente a la recogida forzosa de cosechas y a la situación adversa meteorológica de los últimos tres años porque se ve con sólo recorrer los campos.

Si del orden económico pasamos al político, es cierto que la hostilidad contra nuestra patria de naciones que han adoptado una actitud oficiosa anticomunista, a primera vista parece justificada; pero en esto os ocultan que nuestra Cruzada no se libró exclusivamente contra el comunismo que nos amenazaba, último grado de un proceso masónico-marxista que le preparó y abrió su camino, sino también contra esa masonería y marxismo que nos condujeron a aquel estado, masonería y marxismo que están vivos en esas naciones y son los mantenedores y alentadores de esos estados de hostilidad contra nuestra patria que de triunfar volverían a hundirla en el mismo caos de que la sacamos.

Si meditáis en la Historia de España durante los últimos siglos, veréis la misma hostilidad concentrada en Inglaterra y Francia contra el resurgir de nuestra patria y secundada dentro por masones, liberales, progresistas, constitucionalistas y demás disfraces con que se vestían en nuestra nación los elementos al servicio de la anti-España. Las campañas de ‘Ensenada no’, ‘Maura no’ bajo la monarquía constitucional y parlamentaria y las esgrimidas hoy contra Franco y la Falange tienen el mismo origen.

Mas dejemos ese campo político, del que tantísimo se podría hablar, pero que haría interminable nuestra carta, y pasemos al tema principal de nuestra relación: el de la monarquía.

Plausible me ha parecido siempre la fe y el entusiasmo de un Príncipe por la institución monárquica, ya que esa fe es esencial para la vida de la propia institución, y que, de haber existido en 1931 entre las personas responsables entonces, hubiera sin duda evitado que un accidente electoral se convirtiese en entrega pura y simple, sin la menor lucha, de un régimen secular.

Precisamente por considerar a la institución monárquica vinculada a nuestra historia y la más adecuada para el resurgimiento y grandeza de nuestra patria, sin estar obligado a ello, orienté a la nación por su camino y aconsejé el pronunciarse por su constitución en Reino en el gran plebiscito en que la nación unánimemente refrendó las Leyes Fundamentales de la patria; pero al hacerlo así necesitaba garantizar a la nación española que (sic) las posibles crisis por los fallos de las personas no pudiesen jamás arrastrar, como ya ocurrió en dos ocasiones, a todo el sistema instituido. Si por no haberse tomado esta previsión esencial el fallo de las personas pudiera un día arrastrar a la institución, un elemental espíritu de conservación inclinaría a los españoles a rechazar un sistema que tan poca seguridad les ofrecería en los tiempos actuales, obligándoles a discurrir por otros caminos que, aunque de momento fueran menos gratos, pudieran ser comparativamente más seguros. Éste es el fundamento de la Ley de Sucesión que persigue elevar y estabilizar a la institución por encima de las humanas debilidades y de los fallos, siempre posibles, de las personas.

Existe, a mi juicio, un grave error en vuestro pensamiento al juzgar sobre el arraigo que tiene en España el sentimiento monárquico, que sin duda os transmiten algunos de los cortesanos que os frecuentan, reflejo del limitado horizonte del reducidísimo círculo en que se mueven, pero que si vivierais en España podríais comprender es todo muy distinto. Si hubieran existido esos fervores de que os hablan, no hubiese habido en nuestra historia aquel bochornoso 14 de abril y no hubiera caído un Régimen con varios siglos de existencia sin que se registrase un solo acto de resistencia en todo el territorio español, ni siquiera entre ese pequeño mundo, de tan poco peso hoy, de cortesanos y favorecidos.

Si los hombres de la República hubieran sentido a España y acertado, aunque sólo hubiese sido en una pequeña parte de lo que habían enunciado, no hubiera habido fuerza capaz de removerla; sin embargo, el desvío que los errores y ambiciones arrojaron por segunda vez en España sobre la República es lo que lleva al pueblo español a aceptar en esta materia la voz autorizada de quien, habiéndole mandado gloriosamente en la Cruzada, y conducido diestramente entre los procelosos mares de la revolución universal en que vivimos, sabe persigue sólo, con el bien de la patria, la seguridad y la mejora social de todos los españoles, garantizándoles además contra aquel oprobio que los dos primeros tercios del siglo XIX, por el fallo de las personas y los vicios del sistema político imperante, venían arrojando sobre la institución.

La permanencia y la estabilidad de la institución monárquica sólo podrá lograrse si se hace a la institución más fuerte que a las personas. Ese siglo XIX preñado de revoluciones en que la casi totalidad de las sucesiones fueron acompañadas de costosísimas guerras civiles, no constituye por cierto un respaldo feliz de la tesis por sí de la estabilidad monárquica.

En esta materia parece oportuno el recordaros que el Movimiento Nacional no perseguía una restauración monárquica, constituía sólo un alzamiento patriótico que recibía en su seno a cuantos sentían a la patria por encima de cualquier filiación, y que precisamente por decisión personal más aceptada por la nación se admitió, frente a los que pretendían darle una etiqueta republicana, y se consiguió que no se cerrase el paso a que, si así convenía, pudiese un día instaurarse en España la monarquía tradicional que había dado a la nación etapas de gloria.

En esta línea de conducta me cabe la satisfacción de haber sido quien rehabilitó ante la nación y el mundo a vuestro augusto padre, derogando las sentencias persecutorias dictadas contra quien, pese a todas las vicisitudes, había servido a su patria con indiscutible celo patriótico durante su reinado, y cuando creí llegado el momento y que así convenía a los sagrados intereses de España, constituí a la nación en Reino con el refrendo de la casi totalidad de los españoles.

Al lado de la acción meramente revolucionaria y negativa de liberarnos de un régimen de oprobio que vilipendiaba a nuestra patria, el Movimiento Nacional ha venido concretando su ideología durante los tres años de dura lucha al convocar a los españoles para la batalla definiéndose la España por la que se luchaba. Lo esencial era el contenido y no la forma externa con que un día se denominase.

Espigó nuestro Movimiento en nuestras más amadas tradiciones, en todo lo que era común a los que un día nos alzamos para salvar a España y en cuanto demandaba la era social en que vivíamos y la situación económica de nuestra nación. Por todo ello la identificación con el Movimiento no puede buscarse tan sólo en haber querido figurar en las filas de sus fuerzas liberadoras, sino en el contenido esencial que el Movimiento encierra y entre las que precisamente destacan un sentido social y esa decisión clara de independencia, de grandeza y de resurgimiento nada sentimental, sino firmemente real y que con éxito venimos practicando.

Os equivocáis al pensar que el Régimen necesita buscar una salida, ya que él precisamente representa la salida estable de siglos decadentes. ¿Qué otro régimen hubiera podido sobrevivir a la durísima prueba de dos guerras y a la conjura internacional de que España fue objeto?

Aludís en vuestra carta a las responsabilidades que la Providencia ha echado sobre vuestros hombros de encarnar los derechos históricos de las dos ramas ‘y que no será V.A. quien altere las leyes históricas de sucesión con renuncias que, al no estar justificadas por ninguna suprema urgencia nacional, constituirían un atentado a la misma esencia biológica de la institución monárquica’. No entro en el problema legal del derecho sucesorio que decís representar, aunque sí deseo recordaros que a la legitimidad sucesoria nuestros tradicionalistas han exigido siempre la legitimidad de ejercicio: la identificación del Príncipe con las esencias y principios que en la monarquía tradicional se encarnan y que precisamente por haberse apartado de ellas repudiaron en día a su Príncipe heredero. En este espíritu y por considerarlo esencial, se inspiró nuestra Ley de Sucesión, no aventurándose a determinar ‘a priori’ la rama o línea del mejor derecho.

Respecto a vuestra decisión de ‘no alterar las que llamáis leyes históricas de la sucesión con renuncias no justificadas por una suprema urgencia nacional’, espero que, llegado el caso, si así conviniese al interés de nuestra patria o de la propia institución monárquica, seguiríais el camino patriótico del renunciamiento, del que os dio ejemplo vuestro augusto padre que no obstante haber sido Rey y proclamado soberano por la nación, abdicó en V.A. sus derechos, al igual que acaba de hacerlo el rey de Bélgica y lo hizo un día el de Inglaterra, proceder obligado en la historia de la institución monárquica.

No he querido pasar por alto este tema y dejar de recoger vuestra alusión por ser problema que veo va abriéndose camino en el pensamiento de un gran sector de muchos monárquicos españoles, que al apercibirse cómo vuestras actuaciones públicas han producido la repulsa de grandes sectores del país, comprometiendo vuestro crédito, y reconociendo que la monarquía sólo podría venir por mano y obra del Movimiento Nacional, empiezan a ver en la renuncia a favor de vuestro hijo una facilidad para que, en el momento que así conviniese, pudiera declararse a favor de vuestra dinastía, de vuestra rama, definitivamente resuelto el problema dinástico.

Por la inquietud y preocupación que manifestáis sentir por el porvenir de la nación y su futuro, comprenderéis los que sobre mí vienen pesando en estos quince años de conducir a la nación en medio de un mundo desquiciado. La confianza con que la nación viene asistiéndome en todo este tiempo no me libera de la íntima preocupación de asegurar al Régimen su continuidad y prepararle para el día en que la ley natural de la vida imponga la sucesión en las personas.

En este sentido no puedo menos de reconocer el hecho incontrovertible del grandísimo divorcio que desde vuestro Manifiesto de Suiza ha venido produciéndose en los más importantes sectores de la nación alimentado por las reiteradas y desafortunadas exteriorizaciones de vuestro desvío hacia cuanto el Régimen representa, y que en su fondo coincide con esa campaña de injurias y calumnias que un grupo indeseable de vuestros partidarios viene sosteniendo dentro y fuera de España con evidente estrago para la institución monárquica y de la que, por vuestra falta de condenación, la opinión sensata no os inhibe.

Yo conozco de manera particular cómo venís siendo sujeto de intrigas ajenas y cómo no podéis sentir gran parte de las cosas que sin embargo habéis firmado, pero los escritos y manifiestos en la vida pública, sean más o menos sentidos, es lo que queda perpetuamente unido a la historia de las personas, y que, dadas las características de vuestra edad y de su correspondiente estado de reflexión, van haciendo más difícil el que el pueblo español pueda olvidarlas y sentir aquella confianza indispensable para el ejercicio de las prerrogativas reales y que indudablemente obliga a considerar cuanto en esta carta os expongo.

Yo comprendo lo doloroso que ha de ser para V.A. el que pueda llegar a plantearse este problema, pero yo no puedo ocultaros la realidad de una situación que vuestra propia sensibilidad, sin duda, ha percibido al aludir a ello en vuestra carta.

Al hablaros con esta sinceridad exenta de egoísmos y en que sólo he mirado los intereses supremos de la patria, hoy a mí confiados, desearía que en servicio de ella no dieseis participación de esto a quienes, esclavos de sus egoísmos, no sienten a su patria ni sintieron jamás la suerte de la institución de la monarquía.

Con mis deseos de ventura para su Real familia, le saluda atentamente. 

Francisco Franco.


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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

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