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Correspondencia entre don Juan y Franco.


 
El 10 de julio de 1951, don Juan manda una extensa carta a Franco, en la que le advierte que no piensa renunciar.  

10 de julio de 1951.

Excelencia:

La proximidad de un nuevo aniversario del Movimiento Nacional, la agitación pública provocada por la gravedad de la situación económica española y el malestar creciente de enormes sectores de la vida nacional me impulsan a dirigirme a V.E. para comunicarle mi inquietud y mi preocupación por los problemas de España, los cuales, una vez concluida la presión exterior y restablecida la normalidad de las relaciones diplomáticas, parece que deben ser abordados y resueltos libremente por los propios españoles.

Creo inútil emplear en esta carta un lenguaje insincero por el temor de herir su susceptibilidad personal, que dejo desde ahora salvada por mi convicción absoluta del buen deseo y patriotismo que inspiran sus actos de Gobierno.

Quiero decir la verdad tal como leal y libremente la entiendo, sin influencias de nadie, ya que el texto definitivo de esta carta no ha sido dado a conocer previamente a ningún organismo monárquico. La franqueza de la apreciación mutua de nuestros actos y propósitos puede conducir a resultados prácticos y beneficiosos para nuestra patria. Dejemos, pues, de lado posiciones o afirmaciones que sólo pueden justificarse por necesidades de la propaganda política.

Nunca he tenido duda en admitir que su resistencia a una inmediata restauración de la Monarquía tiene por base el cumplimiento de lo que juzga ser un deber patriótico. Espero que, a su vez, me haga la justicia de pensar que cuando propugno la Restauración no lo hago por móviles personales, sino por la clara conciencia de un deber que me impulsa a procurar ser útil a España, sean cuales fueren los sacrificios que ello exija. Ha sido la Providencia la que ha echado sobre mis hombros la responsabilidad de encarnar finalmente los derechos históricos de las dos ramas dinásticas españolas.

Fiel a esa herencia, nunca seré yo quien altere las leyes históricas de sucesión, con renuncias que, al no estar justificadas por ninguna suprema urgencia nacional, constituirían un atentado a la misma esencia biológica de la institución monárquica. Tampoco le ocultaré que pesa extraordinariamente en mi ánimo el temor de que, pasada la oportunidad, no tenga la Monarquía la ocasión de prestar a la patria los servicios que tantísimos españoles esperan de ella.

El actual Régimen español, al cabo de muchos años de querer superar obstáculos de todo género, ha experimentado un desgaste que V.E. no habrá dejado de percibir.

Influye en ello poderosamente la tremenda crisis económica que llega a todos los hogares con excepción de los de una minoría afortunada; que está a punto de llevar a la desesperación a las masas necesitadas; que acelera por días el pavoroso proceso de la proletarización de las clases medias; y que, por ser fruto de una política persistente durante todos estos años, ha herido profundamente las raíces mismas de la riqueza nacional.

Al lado de este factor no deja de pesar la censura, cada vez más generalizada, de una corrupción administrativa que si siempre es posible en los Estados, máxime en las épocas cruciales de la Historia, es inevitable cuando el sistema político no permite la crítica veraz y ordenada de la Administración mediante adecuados organismos representativos y a través de un minimum de necesaria y legítima libertad de expresión.

Aún en los espíritus menos sensibles a la influencia de factores externos, causa ya honda inquietud el aislamiento internacional de España que, pese a rectificaciones parciales, más de forma que de fondo, amenaza ya con que llegue a considerarse normal nuestra exclusión de aspectos esenciales de la cooperación internacional.

Y siendo la afirmación constante de una orgullosa independencia la base sentimental del régimen, la realidad es que, aplazada la solución del problema político, cada día que pasa aparece España más sometida a la necesidad de una ayuda extranjera, con todos los riesgos que esto puede entrañar para su dignidad nacional y aun para su efectiva independencia.

Si la hostilidad con que V.E. ha tropezado en el orden internacional fuera consecuencia de la posición anticomunista de España, o si las actitudes hace años exteriorizadas hubiesen ido acompañadas de intentos de intromisión en el dominio soberano del país, la resistencia en las posiciones actuales aparecería como un imperativo del honor.

 Jamás daría yo un paso que pudiera significar que la Monarquía admitía el más leve contacto con la tiranía comunista, que aspiraba a ser restaurada por imposición extranjera. Por fortuna los hechos no dejan lugar a duda alguna en este orden. La enemiga que se advierte en el mundo internacional no nace de la significación anticomunista del Régimen actual. Bastaría para demostrarlo el hecho de que hayan adoptado esa actitud poco amistosa las grandes potencias que hoy se están enfrentando eficazmente con Rusia, así como el reconocimiento del Gobierno de V.E. por todos los Estados precisamente cuando acaba nuestra guerra victoriosa contra el comunismo.

En cuanto a intentos de intromisión en el ámbito inviolable de nuestra soberanía, creo que nadie puede hablar seriamente de ellos en el preciso momento en que las Naciones Unidas han rectificado los absurdos acuerdos de 1946, ante los cuales hice constar, de modo indubitable, mi opinión adversa en el momento oportuno.

Si son laudables y dignos de admiración la persistencia y el entusiasmo en la defensa de una doctrina política, no creo que la eficacia sustancial de ésta se disipe por el hecho de mostrar flexibilidad ante circunstancias históricas insuperables, y hoy parece evidente que beneficiaría a España una modificación del sistema económico y político imperante.

Cabe también pensar, sin formar juicios temerarios, que la vacilación de V.E. a iniciar resueltamente una evolución política obedece a la esperanza de que las críticas circunstancias mundiales obliguen a las potencias anticomunistas a contar incondicionalmente con España y darle, en consecuencia, ayuda ilimitada que le permita prolongar sin modificaciones la organización presente.

Reconozco que es posible una conflagración mundial en un futuro más o menos inmediato; pero también lo es la prolongación del “statu quo” actual y aun la realización de un acuerdo más o menos precario que aleje tal vez “sine die” el peligro de guerra, complicándose gravemente entonces con toda verosimilitud nuestra situación internacional.        

No parece, pues, que sea aconsejable confiar exclusivamente en que el auxilio extranjero ha de llegar por la necesidad de nuestra cooperación militar en un conflicto próximo. Las previsiones en esta materia son muy inseguras y no creo que deba de arriesgarse el porvenir basándose en ellas. Buena prueba de esto nos ha ofrecido la última guerra mundial, pues la fe ciega que muchos tuvieron en el triunfo del Eje ha sido, sin duda, la causa más poderosa de las tremendas dificultades que ha sufrido y aún sufre Europa para su reorganización durante la posguerra.

Por otra parte, la gravedad de la situación económica, a la que antes me referí, no se remedia con ayudas parciales, penosamente obtenidas, sino con una conjunción de auxilios poderosos y de medidas internas que los hagan posibles.

Porque –V.E. lo sabe perfectamente- la situación económica del país requiere una sólida ayuda exterior para su saneamiento; para hacer soportable y digna la vida de las clases medias y obreras; para que la defensa nacional tenga armas y medios de los que España no puede auto proveerse; para que el problema político de nuestra patria no se agrave de modo irremediable en la aguda crisis.

El remedio de esta situación –conviene repetirlo- exige una cuantiosa aportación exterior. Con los recursos interiores e insuficientes de la actual política económica, la situación empeorará, tendrá graves repercusiones sociales y creará un ambiente propicio a la actuación de elementos disolventes en unas circunstancias extraordinariamente delicadas. No es bastante el fin, moralmente satisfactorio, del cerco diplomático. Es indispensable la maciza asistencia económica con la que otras naciones han contado.

Pero en el cuadro actual de la economía española existen rasgos que, por una parte, dificultan la obtención de esa ayuda en la cuantía necesaria, y, por otra, comprometen la acertada inversión de los recursos prestados.

Esos defectos, en parte explicables como consecuencia de un largo período de aislamiento y de escasez, podrían y deberían ser ahora objeto de un saneamiento radical. España precisa una política económica austera y de nueva planta, que, una vez acotada la zona indispensable de la empresa pública, abra ancho campo y efectivo aliciente a ese espíritu individualista y emprendedor que es uno de los patrimonios humanos de nuestro pueblo. Podría así superarse la actual economía entablillada, en la cual la injerencia burocrática suscita un permanente peligro de atrofia y de corrupción.

La evolución política que la inmensa mayoría de la nación echa de menos parece ya de inaplazable ejecución.

Podría decirse que a los españoles su Estado actual se les ha quedado estrecho porque unas instituciones políticas a la medida de la posguerra Civil y de la angustia de la contienda mundial no pueden ya ofrecer el ancho cauce que merece una gran nación. Dicho de otro modo: se ha producido el divorcio entre grandes sectores de la opinión del país y los organismos estatales. Una política salvadora en circunstancias excepcionales resulta contraproducente en su permanencia. Falta la nación de legítimos organismos representativos, la actividad pública se ha ido transformando en una crítica clandestina e irresponsable que actúa en la sociedad como un corrosivo.

Siempre he desautorizado las actividades de carácter subversivo; por esto me alarma el pensamiento de que la agitación que se ha manifestado en España en todos los sectores sociales, e incluso en los organismos de defensa del Estado, pudiera llegar a polarizarse en torno a la aspiración de restauración monárquica, perjudicándose así la posibilidad fecunda de una evolución normal hacia el régimen definitivo que siempre ha sido mi ideal. Junto a esa realidad actual –y en gran parte por ella- inquieta a los españoles el problema del futuro.

La Historia está llena de actuaciones levantadas y nobles, frustradas al cabo por falta de culminación. La última y definitiva justificación del Movimiento, como la de toda gran empresa histórica, está en su desenlace.

Cuanto más excepcionales hayan sido los esfuerzos y los sacrificios para lograr y consolidar la victoria, tanto más imperiosamente necesaria es la normalidad y estabilidad de la solución que justifique y premie aquellos esfuerzos y sacrificios, despejando plenamente el porvenir. Por esto mi preocupación más honda es la consideración del estado moral en el que se ha de encontrar el país cuando se realice la evolución del actual Régimen hacia la Monarquía por cualquiera de las múltiples causas que en la vida de un pueblo pueden darse, algunas concretamente previstas por V.E. en nuestra entrevista del Azor.

Se dirá que V.E., pensando en la incertidumbre del futuro, prefiguró el régimen de España como un Reino. Pero la verdad es que, aparte la discrepancia que en su día expuse, la Monarquía quedó reducida a una posición política de reserva. Fue creado un instrumento susceptible de hacer menos arriesgada la sucesión del Régimen, ineludiblemente abierta algún día. Nada más. Porque, sofocado por el obligado silencio, no ha podido el ideal monárquico movilizarse como pensamiento de la nación. Y porque un Reino en la incertidumbre oficial del Rey y de la dinastía, no podía despejar el porvenir.

El riesgo de lo estatuido se advierte fácilmente. Aún prescindiendo de la disparidad ente el procedimiento establecido y las leyes tradicionales de la institución proclamada, ¿por qué dejar a los azares del porvenir –tan arriesgados como la historia demuestra- lo que hoy podría resolverse con las máximas garantías humanas de acierto y normalidad? ¿Por qué correr al albur de una crisis en momentos de lógica debilidad del mando, cuando es posible aplicar antes la solución adecuada mediante la acción de un poder fuerte?

Si el tesón y la energía consumidos durante estos años en la propaganda y defensa de una situación que en el mejor de los casos tiene la perennidad de una vida humana, se hubieran empleado en implantar y consolidar un régimen definitivo, España podría afrontar sin recelo todas las eventualidades históricas.

Se me ha acusado, creo que maliciosamente, por la propaganda antimonárquica, de no estar identificado con el Movimiento nacional al que dos veces me ofrecí como voluntario.

Ese Movimiento, recogido y encauzado por un régimen ampliamente nacional como la Monarquía, debiera haber sido el principio no sólo de una era de resurgimiento material, sino también de la reconciliación entre los españoles.

He huido cuidadosamente de identificar a la Corona con ningún movimiento partidista y por eso puedo afirmarle solemnemente que mis manos están libres de cualquier atadura o pacto para el futuro, y he procedido así porque siempre pensé que el régimen que encarno debe ser una reserva al servicio de España, procurando mantenerse ante la opinión española e internacional como algo diferenciado y con sustancia propia.

Esto no quiere decir que yo haya ignorado –sin creer conveniente prohibirlas- las actividades de elementos monárquicos que bajo su exclusiva responsabilidad han procurado, pensando en el día de mañana, neutralizar la posible tendencia revolucionaria de sectores obreros españoles anticomunistas, encauzándoles por rumbos de cooperación social y patriótica.

Esta posición, además de haber hecho prácticamente desaparecer de la opinión internacional la idea de la República como posible alternativa al Régimen actual, permite que la Monarquía pueda conseguir hoy en mejores condiciones para España la ayuda económica exterior en la cuantía necesaria; la incorporación plena a la vida internacional y al gran movimiento anticomunista; el rearme de nuestro Ejército, nuestra Marina y nuestra Aviación, que se hallan desprovistos de los medios más indispensables para hacer frente a los riesgos gravísimos que nos amenazan del exterior.

Y todo eso –me interesa hacerlo constar del modo más solemne y categórico- sin humillar el honor nacional, sin claudicar con ninguna idea disolvente, sin firmar un solo pacto inconfesable, sin tomar el más leve compromiso peligroso para el país.

Pero es que, además, la Monarquía es la única que puede asegurar a la nación dos ventajas inestimables, sin las cuales todos los beneficios que un régimen puede reportar están llamados a desaparecer de un día para otro: la permanencia y la estabilidad.

Ruego a V.E. no vea en cuanto le digo ni remotamente un propósito de crítica fácil e irresponsable. Su experiencia de tantos años de Gobierno acaso encuentre razones que oponer a algunas de las consideraciones que le expongo, basadas unas en mi criterio personal, otras en la información seria y desapasionada de técnicos cuya autoridad V.E. mismo reconoce. Quienes ocupan el poder raras veces encuentran quien les diga con lealtad y desinterés los comentarios y discrepancias que su obra provoca, incluso dentro del ámbito gubernamental. Espero que V.E. vea en cuanto llevo escrito una leal exposición de puntos de vista y un deseo de cooperación pensando en el interés supremo de España.

Si V.E. está animado de los mismos deseos de concordia en bien de España –lo que no puedo ni siquiera dudar-, estoy plenamente seguro de que encontraremos con facilidad la fórmula práctica, susceptible de superar las dificultades presentes y asentar las soluciones definitivas.

V.E. es hoy el depositario de todos los poderes estatales. Yo soy el titular de los derechos de la institución tradicional. Pongámonos de acuerdo para preparar un régimen estable que bajo la égida de la Monarquía signifique la consolidación de los principios a los que va unida la existencia misma de España; el mantenimiento inequívoco de la unidad de la patria y de la suprema autoridad del Estado español; la defensa y garantía de los derechos de la religión católica, a la cual deberá asegurarse el pleno cumplimiento de su labor santificadora libre de toda vinculación a grupos o tendencias políticas; el reconocimiento y garantía de los derechos esenciales de la persona humana tal como el Derecho Público Cristiano los define y regula, mediante la creación de organismos representativos adecuados a la situación moral del país; el rearme de nuestras fuerzas militares, poniéndolas en cuanto a medios materiales al nivel que exige lo delicado de las circunstancias presentes; y, finalmente, la rectitud administrativa no sólo por la acción enérgica del poder público, sino también por la legítima fiscalización de los ciudadanos, contenida siempre dentro de los límites de la crítica constructiva y honesta.

Con plena conciencia de mi responsabilidad, y con el ánimo sereno de quien cumple un deber ineludible, quiero resumir esta larga carta diciendo a V.E.:

a) Creo que España tiene ahora una nueva ocasión propia y universal. Su razón coincide, como en los más altos momentos de su Historia, con el destino de Occidente. Una política grande y renovada podría recuperar para nuestra cultura, nuestras armas y nuestra economía, el lugar que le corresponde.

b) Quiero poner al servicio de mi patria cuanto la Monarquía puede aportar para una obra grande, auténticamente planteada y honradamente sentida en un ambiente de hermandad y esfuerzo común de los españoles.

c) Una sola responsabilidad no quiero asumir y la declino ahora solemnemente. Si la Historia dice algún día que España llegó a una crisis máxima por no haberse logrado, o al menos intentado, seriamente una inteligencia entre V.E. y yo, habrá de afirmarse que advertí a tiempo el peligro y me dispuse a la obra necesaria de todo corazón.

Deseando a V.E. todo género de prosperidades en unión de su familia, le saluda atentamente, Juan.


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© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.006. - España -

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