Muchos biógrafos e
historiadores han tildado a Franco de hombre parco en
palabras. Sobre este juicio habría que hacer algunas
disquisiciones en torno a tal aseveración. Nunca se sabrá si
buscándolo o sin buscarlo, Franco sorprendía siempre a su
interlocutor. Hombre de largas pausas, sabía escuchar.
Hombre de prolongadas meditaciones y a la vez de súbitas
acciones fulgurantes. El embajador de Italia ante el
Generalísimo Franco en la Salamanca del invierno de 1936,
Roberto Cantalupo, lo describió así en su libro “Fu la
Spagna. Ambasciata presso Franco. Febbraio-Aprile 1937”
(Arnoldo Mondadori, 1948): “Español de la cabeza a los
pies y todo español también a su alrededor: muebles,
alfombras, libros, escritorio, tintero, cuadros, penumbra,
pavimento y puertas silenciosas. Todo era español en
él: calma y astucia, frialdad e hidalguía, lenguaje muy
mesurado para decir cosas bravísimas, tendencia a la
soledad, espíritu nacional indomable, religiosidad y
orgullo, amor muy parco hacia lo extranjero, catolicismo sin
Chateaubriand...”
Pero en este trabajo no nos
proponemos dilucidar si fue real o no esta sobriedad de
lenguaje de Franco. Lo que sí podemos dejar constancia es
que el Caudillo habló mucho cuando creyó preciso hacerlo,
sobretodo en los primeros años de la posguerra, siendo más
remiso en sus últimos años. Igual fue debido porque ya había
contado todo lo que deseaba contar. Durante su prolongado
mandato, Francisco Franco concedió incontables entrevistas a
la Prensa de todo el mundo, calculándose en unas ochenta las
charlas que concedió a periodistas, desde el final de la
Cruzada de Liberación hasta el final de sus días. Entre
todas ellas, es una opinión muy extendida entre estudiosos
de Franco, que posiblemente sea su mejor entrevista la
realizada por Serge Groussard y publicada por el prestigioso
diario conservador francés Le Figaro correspondiente
al jueves 12 de junio de 1958, en sus páginas 4 y 5, dentro
de una serie en la que aparecían “Aquellos que dirigen el
mundo” (Chez ceux qui mènent le monde: Franco). El
Caudillo dedicó gran parte de sus respuestas a relatar las
entrevistas que mantuvo con Adolfo Hitler y Benito
Mussolini.
En una de las conversaciones
de Franco con su primo hermano Francisco Franco
Salgado-Araujo, le confesó acerca de esta entrevista: “Al
principio, sabes, me resistí a concedérsela por tratarse de
un periódico que siempre ha tratado mal al régimen español;
pero nuestro embajador me pidió que accediera, pues el
periódico se comprometía a publicar literalmente lo que yo
contestase en un lugar destacado. He de reconocer que
cumplió su palabra y se portó con toda corrección. Al
principio me envió un cuestionario políticamente tendencioso
que no me agradó; le manifesté que tenía que variarlo. De
pronto se presentó el periodista, haciéndome nuevas
preguntas que fueron contestadas en la forma que el
periódico publicó.”
ARRIBA
-¿Ha recibido usted
influencias ideológicas en su formación de hombre de Estado?
-No.
-¿Ni siquiera la de
Mussolini?
-Ni siquiera Mussolini ha resuelto
como italiano los problemas de Italia. Ha moldeado una
ideología original y poderosa. Pero para nosotros, los
españoles, ninguna ética extranjera hubiese podido convenir.
Durante la República nuestro país ha querido imitar a
algunos regímenes extranjeros. El resultado fue un duro
período de caos.
Hemos buscado una solución
en la cooperación de las clases sociales, y no en su
divorcio; en su progresivo acercamiento mediante una
existencia continuamente mejorada para todos, y no en la
desproporcionada supremacía de una falsa minoría. Hemos
rechazado la farsa de los partidos y el reinado del
materialismo. Somos un pueblo que se deja guiar por el
espíritu. Lo hemos demostrado en nuestra guerra civil, en
que, a la postre, muchos españoles han muerto por sus ideas.
Nuestro Régimen actual tiene exclusivamente sus fuentes y su
fundamento en la Historia española, en nuestras tradiciones,
nuestras instituciones, nuestra alma. Son estas fuentes, que
habían sido perdidas o contaminadas por el liberalismo. La
consecuencia del liberalismo fue el ocaso de España. El
olvido de las necesidades del alma española, que nos fue
minando durante el siglo diecinueve y una parte demasiado
grande del veinte, nos ha costado la pérdida de nuestro
imperio y un desastroso ocaso. Mientras las demás potencias
mundiales de aquellos tiempos lograban forjar sus fuerzas,
nos hemos sepultado en un sueño de más de cien años.
-¿No es más bien la falta de
todas las materias primas fundamentales, la pobreza de su
industria y la escasez de su población las que frenaban
entonces la expansión española?
-De ninguna manera. Una
buena política nos hubiese permitido luchar con armas
iguales, pues todo se crea o todo se reemplaza. No había más
que un problema político desde el año mil ochocientos
treinta hasta la restauración de la Monarquía en el año mil
ochocientos setenta, por causa de las guerras civiles, que
nos apartaron de Europa y de la revolución industrial.
Cuando la Restauración intentó recuperar el tiempo perdido,
cincuenta años habían transcurrido ya, y poco después, en el
momento de la pérdida de los últimos vestigios del Imperio,
nuestra economía se basaba en la agricultura y en los
intercambios comerciales importantes con lo que nos quedaba
aún de nuestras colonias. La pérdida de dichas colonias ha
tenido consecuencias económicas de una incalculable
importancia. Nuestra neutralidad durante la primera guerra
mundial contribuyó para mejorar la situación –España tenía
entonces menos habitantes-, pero una agravación se produjo
entre las dos guerras por causa del desequilibrio permanente
de nuestros intercambios comerciales, lo que trajo consigo
la desvalorización progresiva de nuestra moneda.
Los hombres de la República
se mostraron incapaces de considerar objetivamente estos
problemas; sus sectarismos les empujaban a dar al problema
político, enfocado según criterios de clases, más
importancia que a los intereses nacionales.
Nuestra victoria hizo
posible la unificación del poder, necesaria para la
renovación económica urgente y para el progreso social de la
nación.
A la generación llamada del
año noventa y ocho –pensadores y “diletantes”- se ha opuesto
la generación de los hombres de acción surgidos desde mil
novecientos treinta y cinco, cuyas realizaciones se han
traducido en el desarrollo económico de España. |
|
-¿Entre los hombres de
Estado españoles de los tiempos modernos hay algunos que
usted admira?
-En
general, el conjunto de los hombres políticos españoles que
han gobernado y que yo he conocido, directa o
indirectamente, antes del Movimiento Nacional, no supo
colocarse a la altura de las circunstancias. No se trata de
que haya habido hombres extraordinarios en España; lo que
ocurría era que el sistema político les destruía o les
condenaba al ostracismo. Esto es lo que ha ocurrido, por
ejemplo, con Antonio Maura, apartado por las conspiraciones
de los partidos. Canalejas y Dato, ambos presidentes del
Consejo de Ministros y prestigiosos estadistas, fueron
asesinados. Lo mismo ocurrió, en mil novecientos treinta y
seis, con Calvo Sotelo, el principal colaborador de la obra
de Primo de Rivera, “suprimido” por la Policía del Gobierno
de la República porque era el jefe de la oposición
monárquica. Es de todos conocido que esta afrenta provocó el
Levantamiento liberador. Ya durante el transcurso de la
guerra civil, figuras como las de José Antonio Primo de
Rivera y Víctor Pradera, tan ricas en promesas, fueron
fusiladas por los rojos.
-Y, fuera de España, ¡los
estadistas más notables, en su opinión?
-Para que
un hombre de Estado sea ejemplar tiene que ser humano. Y
esto es una cualidad bastante más escasa de lo que yo
hubiese creído antes de verme obligado, por deber, a
ocuparme de los problemas y de los hombres políticos. Esta
observación no se refiere sólo a España.
-¿Qué piensa usted de
Hitler, Excelencia?
-Un hombre
afectado. Le faltaba naturalidad. Interpretaba una comedia,
pero de un modo discutible, puesto que se notaba
constantemente. Verá usted: si yo me pregunto cuál es el
hombre de Estado más completo, más respetable entre todos
los que he conocido, yo le diré: Salazar. He aquí a un
personaje extraordinario, por la inteligencia, el sentido
político, la humanidad. Su único defecto es tal vez la
modestia.
-¿Usted no se encontró con
Hitler más que una vez, en octubre de mil novecientos
cuarenta?
-Sí, el
veintitrés de octubre de mil novecientos cuarenta, en
Hendaya. Mi tren había llegado con retraso y la espera había
puesto muy nervioso al Führer.
-¿Estaba usted nervioso
también?
-No.
-¿Le pidió Hitler entrara
usted en guerra a su lado, Excelencia?
-Sí.
Intentó persuadirme de que la guerra se podía considerar
como ganada por el Eje y que, por consiguiente, era urgente
que España entrase en guerra a su vez, pues era para
nosotros una oportunidad única de satisfacer las
reivindicaciones a las que tenía derecho nuestra Patria.
Contesté que, en opinión
mía, la guerra no había terminado, ni mucho menos, pues los
británicos iban a luchar hasta el final de sus fuerzas.
Incluso si Gran Bretaña se viese invadida, seguirían
luchando en sus colonias, en el Canadá, por todas partes.
Además, añadí, no había que olvidar que detrás de Inglaterra
había, a pesar de su neutralidad, los Estados Unidos, con su
formidable potencial de guerra. Le recordé que en cuanto a
España, después de su terrible guerra civil, necesitaba más
que todo la paz. Enumeré, por fin, con detalle, la enorme
cantidad de productos vitales y de materias primas de las
que carecíamos.
-¿Hitler estuvo
decepcionado?
-Terriblemente. Su acogida había sido calurosa. Su despedida
fue glacial.
-¿Usted conoció mucho mejor
a Mussolini que a Hitler?
-Sí.
-¿Se sentía usted más cerca
del Duce?
-Muchísimo
más. Mussolini era humano por excelencia. Tenía inteligencia
y corazón. Yo sentía una afección muy sincera para él. Y su
cruel destino es tanto más lamentable cuanto que antes de la
guerra había traído muchísimos beneficios a su país.
-¿Cómo pudo lanzarse a una
aventura parecida, en junio de mil novecientos cuarenta,
cuando atacó por la espalda a Francia?
-Esto fue, en efecto, un
error tremendo. El signo del destino. Desde hacía muchos
meses, Mussolini era objeto de incesantes solicitaciones de
Hitler y le era muy difícil sustraerse durante más tiempo a
las presiones de un aliado –sobre todo de un aliado tal como
la Alemania nazi–. El Duce constataba que los alemanes iban
a acabar con Francia sin que él hubiese desenvainado la
espada para ayudarles. Además, la derrota francesa le
asombraba. Estaba consternado, pero persuadido de la
supremacía militar alemana. Consideraba que el interés de
Italia consistía en tomar parte en la segunda fase del
conflicto: el asalto –obligatoriamente victorioso– contra
Gran Bretaña.
Otra razón empujó a
Mussolini a ayudar militarmente a Hitler. Era su sentido del
honor y de la fidelidad. Había firmado un pacto con
Alemania: debía, pues, tarde o temprano, ponerse a su lado.
Como existía entre el Duce y
yo una gran estimación recíproca, tuvo a bien avisarme de
sus intenciones. Me escribió, pues. Nos pedía toda la
comprensión y toda la buena voluntad española, pero nada
más. Le contesté en seguida, aconsejándole la neutralidad.
Me acuerdo que le cité el viejo refrán: «Se sabe cómo
empiezan las cosas, nunca como acaban». Intenté razonarle
tratando problemas estratégicos con que tendría que
enfrentarse. ¿La preparación militar de Italia estaba a
punto? Incluso si fuese así, tendría que dividir sus fuerzas
entre teatros de operaciones separados por el mar: teatros
europeo y africano. El teatro de África se encontraba a su
vez dividido en dos sectores: Libia y Tripolitania por un
lado, Abisinia por el otro.
[N. del A.]
Tripolitania se llamaba una provincia de Libia que limitaba
al N. por el mar Mediterráneo, al E. por Cirenaica, al S.
por Fezzan y al O. Por Túnez. Capital: Trípoli. Fue invadida
y anexionada por Italia en 1912. Durante la primera parte de
la II Guerra Mundial, Tripolitania estuvo ocupada por
fuerzas italianas y alemanas hasta que la victoriosa marcha
del VIII Ejército británico (1943) desde Egipto a Túnez
colocó al país bajo control aliado. Por el Tratado de Paz de
1947, en que Italia renunció a la soberanía sobre
Tripolitania, el territorio fue confiado a la administración
británica. En diciembre de 1951, con la aprobación de las
Naciones Unidas, pasó a formar parte, junto con Cirenaica y
Fezzan, del nuevo reino de Libia. En 1969, el ejército dio
un golpe de Estado progresista, y nombró presidente del
Consejo Militar Revolucionario al coronel Muammar
el-Gaddafi.
Me contestó
que desde su punto de vista, no había más que un solo teatro
de operaciones: Europa. «Si Europa se conquista, se gana
todo. Si Europa se pierde, poco importa África del Norte»,
me dijo. Añadió que agradecía mi sinceridad de amigo, pero
que demasiados barcos italianos se veían detenidos en
Gibraltar por el control inglés, lo que hería la dignidad de
su nación. Además, concluía, la suerte de Europa se había
jugado ya, y él apostaba por el partido que iba a triunfar
sin la menor duda.
-¿Fue al año siguiente,
Excelencia, cuando usted se encontró con Mussolini en la
costa italiana, en Bordighera?
-Me alegré tanto más de esta
reunión en Italia cuanto que hubiese tenido que celebrarse
mucho tiempo antes. Mussolini, en efecto, me había hecho
prometer durante la guerra civil que el primer país que yo
visitaría después de la victoria del Movimiento sería
Italia. Pero se habían interpuesto los primeros problemas
urgentes. Luego, la guerra mundial había empezado. Las
circunstancias no se prestaban a una visita oficial de
amistad. El Duce, sin embargo, deseaba profundamente nuestro
encuentro. Recibí de él un mensaje: en recuerdo de la
promesa de antaño, me proponía ir a verle a Bordighera.
Acepté con sumo gusto, y nos entrevistamos el doce de
febrero de mil novecientos cuarenta y uno.
-¿Estaba siempre tan seguro
de la victoria?
-Sí. Seguía
convencido de que Alemania, gracias al valor de sus tropas y
de su armamento, y gracias sobre todo a sus nuevas armas,
por entonces aún secretas, ganaría la guerra. Pero
comprendía ya que el precio de la victoria sería terrible y
que, por otra parte, en la lucha como en la paz, Alemania
era una cosa e Italia otra. Italia acababa de sufrir serios
reveses contra Grecia. No se habían transformado en
desastre, pero el Duce había tenido que aceptar la ayuda
alemana, y la moral de la población había recibido el
impacto, tanto más cuanto que los bombarderos ingleses se
intensificaban. Es así como la víspera de mi llegada, Génova
había recibido una lluvia de bombas que habían sembrado
destrozos y pánico. El pueblo estaba pesimista y áspero. Las
dificultades crecientes, la falta de entusiasmo para la
alianza guerrera con los nazis inclinaban a los italianos
hacia una moral de vencidos. Por eso, aunque afirmando que
los nazis tenían que triunfar finalmente, Mussolini no
parecía muy alegre en Bordighera. Estaba cansado, con la
cara desencajada y la frente preocupada.
-¿Se
mostró sincero con usted?
-¡Claro que
sí! Ya le he dicho que era muy humano, espontáneo. Además,
creo poder afirmar que tenía mucha amistad conmigo –amistad
que fue recíproca hasta el último momento-. Hablamos con
entera libertad de los acontecimientos. Apenas intentó
persuadirme de entrar en guerra; comprendía que España debía
pensar únicamente en curar sus heridas. Le hice una
pregunta. Le dije: «Duce: ¿Si usted pudiese salir de la
guerra, lo haría?». Se echó a reír alzando los brazos hacia
el cielo y exclamó: «¡Claro que sí, hombre, claro que sí!».
-¿No
tuvo Hitler la tentación, hacia el año mil novecientos
cuarenta y tres, de invadir España para coger al revés
Gibraltar y África del Norte?
-Lo
proyectó, en efecto, y me lo propuso. Pero ante mi negativa,
tuvo que renunciar. Sabía que para invadir un país hay que
tener muchos motivos. No podía reprochar nada a los
españoles y conocía muy bien, por otra parte, el alma de
nuestro pueblo y su Historia.
-Si exceptuamos el error
inicial de haber provocado la segunda guerra mundial, ¿cuál
fueron, en su opinión, Excelencia, los errores de Hitler en
el conflicto?
-Fue, ante
todo, el de haber iniciado la guerra con un espíritu de
seguridad. Olvidaba que toda guerra es una aventura sin
ninguna garantía. Olvidaba la vieja sabiduría que dice,
desde siempre, que el hombre propone y Dios dispone.
Olvidaba que en cada combate hay que contar con buena parte
de azar, de manera que sólo Dios puede saber cómo esto
terminará.
Hitler
tenía un alma de jugador... Por otra parte, desconocía
totalmente la psicología de los pueblos. No entendió nada
del alma inglesa, no tenía nunca en cuenta los milagros que
provoca la necesidad. No tuvo imaginación suficiente para
concebir las posibilidades que se ofrecen a las naciones
atacadas para resistir a toda costa en una guerra, por
mortífera que sea. Por fin, no creía que el conflicto
pudiese extenderse hasta el punto de llegar a ser universal.
Si lo hubiera creído, hubiese reflexionado sobre la
desproporción de las fuerzas.
No había
sopesado el precio de la lucha. No tenía una noción clara de
los límites de su nación. No había preparado su guerra
completa ni lógicamente. Alemania se había preparado
cuidadosamente, pero para una guerra corta. No para un
conflicto largo. Hitler no había tenido en cuenta, en
realidad, el hecho de que la guerra contra la URSS se haría
inevitable en un plazo corto. Tuvo finalmente que luchar en
dos frentes, oportunidad para la cual su máquina de guerra
no estaba racionalmente preparada. En el Este, los espacios
estratégicos son considerables. Los alemanes no se
encontraban en condición de maniobrar convenientemente a
través de tales extensiones. Se cometieron graves faltas
militares. La Wehrmacht tenía un dispositivo de línea y no
un dispositivo en profundidad.
-¿Tuvo Hitler confianza
hasta el final en la victoria?
-En cierto
modo, sí. Siempre creyó en la superioridad de los soldados
alemanes, en su propio genio militar, en las armas que sus
técnicos forjaban con empeño. Alrededor suyo, los jefes
militares tenían plena confianza en las armas atómicas. Tuve
la oportunidad de darme cuenta de ello. Los bombardeos
anglo-americanos impidieron en el último momento la
terminación de las armas atómicas nazis. Hitler ha vivido en
la certeza del triunfo.
-¿No pensó usted en ningún
momento de la guerra en colocarse al lado del Eje?
-Nunca. No
existía entre nuestros países ningún compromiso que pudiese
obligar a España a participar en un conflicto armado.
-Sin embargo, fue con su
completa aprobación y, más aún, con su apoyo constante que
la famosa División Azul se fue a luchar contra los rusos...
-Hay que
remontarse a los principios de la guerra civil. Muy pronto
ésta dejó de ser un asunto privado de los españoles. Los
rojos pidieron la ayuda de los comunistas y de los
socialistas de todos los países. Se beneficiaban del apoyo,
más o menos confesado, de numerosas potencias. Las Brigadas
Internacionales se convirtieron en un conjunto de numerosas
unidades, armadas por el extranjero y compuestas
exclusivamente por extranjeros. Por nuestra parte, recibimos
cantidad de voluntarios que acudieron del mundo entero.
Entre los primeros, un batallón de irlandeses católicos.
Creamos nuevas unidades de la Legión. Por fin, aceptamos el
concurso de tropas de voluntarios italianos y alemanes, y su
apoyo contribuyó a poner fin cuanto antes a los sufrimientos
españoles.
De este modo, al final de la
guerra, España tenía una deuda moral para con dichos
voluntarios extranjeros. El Movimiento consideraba que tenía
para con ellos, y principalmente para con los italianos y
alemanes, una deuda de sangre.
El pueblo español tiene por
costumbre pagar siempre esta clase de deudas.
Cuando el Eje entró en
guerra contra los Aliados, no se trató para nosotros de
pagar nuestra deuda, pues esto nos hubiese obligado a luchar
sin motivo alguno contra naciones que nunca se comportaron
como enemigas de España y con las que manteníamos relaciones
cordiales. Pero cuando Alemania e Italia entraron en guerra
con la URSS, el problema cambió radicalmente para nosotros.
Los bolcheviques se comportaron siempre como enemigos de
nuestro Movimiento. Para muchos españoles, la lucha que
llevaba a cabo el Eje contra el comunismo en el Este no
tenía nada que ver con la lucha germano-italiana contra los
aliados de Occidente. En el Oeste era una guerra discutible.
En el Este era una cruzada. Y una cruzada en muchos puntos
análoga a la nuestra. Por eso dimos nuestra conformidad al
reclutamiento de voluntarios para luchar contra los
bolcheviques. De este modo íbamos a poder pagar nuestra
deuda de sangre. Estos voluntarios, agrupados en Alemania en
una división que se llamó «la División Azul», fueron
encuadrados y encaminados hacia el frente ruso bajo bandera
y con armamento alemán.
La División Azul pagó con
creces la deuda nacionalista para con nuestros amigos del
tiempo de la gran prueba.
Luchó heroicamente en los
frentes del lago Ilmen, de Novgorod y de Leningrado. Muchos
fueron los que en sus filas se cubrieron de gloria. Muchos
fueron los muertos y los heridos. Pero pasaba el tiempo, los
efectivos de la División disminuían y el conflicto, al
prolongarse, aumentaba el peligro para nuestros voluntarios
de encontrarse frente a frente con las fuerzas militares de
los Aliados, que colaboraban cada día más estrechamente con
los rusos. Se trataba, pues, del peligro de tener que luchar
no sólo contra los comunistas, objetivo exclusivo de su
actuación, sino también contra los angloamericanos. Por eso,
en mil novecientos cuarenta y cuatro manifestamos el deseo
de retirar la División Azul de los teatros de operaciones.
Era una decisión lógica, dada la evolución del conflicto.
-Me parece, Excelencia, que
usted conoció muy bien al mariscal Pétain.
-Sí, y
nuestros encuentros se escalonan sobre muchos años. El
primero tuvo lugar en mil novecientos veinticinco; por
entonces colaboramos en Marruecos. Más tarde solía verle con
motivo de mis visitas a París.
Nos volvimos a encontrar en
Madrid, donde el Gobierno francés le había mandado como
embajador a principios de mil novecientos treinta y nueve.
Manteníamos relaciones excelentes.
Cuando el mariscal fue
llamado para formar parte del Gobierno de Paul Reynaud, en
mil novecientos cuarenta, le aconsejé no aceptar.
«Se le impulsará a
desempeñar un papel de portaestandarte –le dije–. Usted es
el vencedor de Verdún, la máxima gloria viva de Francia.
Usted es el símbolo de la Francia victoriosa y poderosa.
Usted se va a convertir tal vez en el rehén de la
renunciación francesa. Francia parece deslizarse hacia la
derrota. Usted va hacia el sacrificio. Usted sufrirá
amarguras que no merece en absoluto».
Contestó con una nobleza
conmovedora. Estaba lúcido y sereno. «Sé lo que me espera
–me dijo–. Pero tengo ochenta y cuatro años. No tengo nada
que ofrecer a mi país sino yo mismo. Mi elección está hecha.
Puesto que puedo aún ser útil a Francia sacrificándome,
voy». Tenía un espíritu total de sacrificio. No se trataba
de palabras.
-¿Ustedes se han vuelto a
ver aún una vez más desde entonces?
-A mí
regreso de Bordighera me detuve en Montpellier, a petición
del mariscal. Almorzamos juntos. Estaba encantado de volver
a verle. Fue una entrevista muy amistosa, muy útil también,
ya que nos dio la oportunidad de dilucidar algunos
malentendidos.
-¿Cómo encontró usted al
mariscal en Montpellier?
-Igual que
siempre, con un aspecto físico inmejorable, el espíritu
claro. Siempre lúcido y sereno. Pero le faltaban
conocimientos políticos. Y –viviendo en el recuerdo de la
gloria francesa– no se daba cuenta de la situación presente
en su país. Me hablaba sin cesar del porvenir, del resurgir
nacional, hacía proyectos, decía: «Emprenderé esto,
aquello...». Yo pensaba en el presente de Francia, en su
subordinación trágica, en la división de su metrópoli.
“Acabé por exclamar: «Pero,
señor mariscal, es preciso ante todo que se preocupe por los
dramas del momento». Se echó a reír y me dio la razón,
repitiendo: «¡Es verdad! ¡Es verdad!».
El mariscal Pétain fue un
gran soldado y un gran francés.
-La estancia de Pierre Laval
en España después de la derrota nazi y su repentina salida
para Francia tienen algo misterioso. ¿Fue voluntariamente
que Pierre Laval se entregó a las autoridades francesas?
-Cuando
supe que Pierre Laval había tomado tierra en Barcelona, no
supuse ni un instante que se propusiera permanecer en España
como refugiado político. Era un estadista de fuerte
experiencia. Tenía, por consiguiente, una clara noción de
los problemas con los que tenía que enfrentarse un país como
España. Al salir de nuestra guerra civil habíamos sabido
permanecer neutrales durante todo el conflicto mundial de
mil novecientos treinta y nueve-cuarenta y cinco, y esto,
pese a preocupaciones a veces importantes. Una vez consumada
la derrota del Eje teníamos, sin embargo, que tener en
cuenta la hostilidad sin fundamento que numerosos ultras nos
mostraban. Teníamos por entonces enormes dificultades con
Francia. No podíamos pensar en aumentarlas sin motivos
imperiosos, nacionales. Pues bien, la presencia de Pierre
Laval en nuestro territorio aparecía ya como un desafío.
Pierre Laval comprendió muy
bien todo esto. Tenía la posibilidad de ir fácilmente hacia
otras naciones menos expuestas que nosotros a las
dificultades. Unos amigos suyos le propusieron se embarcara
para América del Sur. El barco estaba preparado. Pero Laval
dijo que quería regresar a Francia. A pesar de la
insistencia de sus amigos, persistió en su voluntad y se fue
libremente hacia su destino.
-¿Pensó usted realmente
después de la capitulación del Eje que España corría graves
peligros?
-Desde
luego. Hemos creído en el peligro y teníamos razón en creer
en ello. Pero España estaba preparada para defenderse. Y yo
sabía que la voluntad del pueblo español sería unánime.
Existía el riesgo de excitaciones y provocaciones, el riesgo
de una tentativa de invasión. España entera se hubiese
agrupado instantáneamente, como lo iba a hacer a fines del
año siguiente, cuando las Naciones Unidas decidieron las
sanciones contra nosotros y la marcha de sus embajadores.
-¿Cómo piensa España
contribuir a la paz del mundo?
-La verdadera finalidad que
hay que alcanzar es la comprensión recíproca de todos los
pueblos. De esta comprensión nace la paz.
-¿Ve usted una posibilidad
en África del Norte? En caso afirmativo, ¿qué formas
concretas, Excelencia, adoptaría dicha colaboración?
-En los tiempos pasados
había una contradicción entre los intereses de España y de
Francia en África del Norte. La profunda conmoción que está
viviendo el Mogreb hace que se junten sus intereses.
No hay equívoco posible.
Deseamos los unos como los otros la paz y el orden y el
progreso en los países musulmanes. Esta voluntad, que, sin
lugar a dudas, nos es común, proviene, en primer lugar, de
la afección que tenemos para los norteafricanos, que están
tan cerca de nosotros en muchos puntos. Además, es
consecuencia de una preocupación legítima: preservar nuestra
obra en dichos países, en que hemos puesto tanto empeño, en
que hemos realizado tantos esfuerzos, en que nuestros
sacrificios, nuestras realizaciones, son perceptibles por
todas partes.
Nuestro deber común consiste
igualmente en proteger a nuestros compatriotas, que en todo
el Mogreb siguen contribuyendo al progreso. Queremos
garantizar su seguridad y sus derechos. De este modo
serviremos los verdaderos intereses de África del Norte.
-¿No es en el campo de la
política internacional donde España y Francia deberían de
ahora en adelante llegar a un estrecho entendimiento?
-Habría
desde luego, que proceder a intercambios de puntos de vista
en todas las cuestiones de interés común. Dos naciones de
buena voluntad consiguen siempre ponerse de acuerdo. Los
contactos sistemáticos entre los Gobiernos son siempre
beneficiosos para los pueblos.
Tomemos el ejemplo de África
del Norte, ya que estábamos hablando de ella ahora mismo.
España y Francia han seguido durante mucho tiempo ahí
caminos no sólo distintos, sino completamente divergentes. A
menudo una de las dos naciones tuvo que enfrentarse
bruscamente con las consecuencias de las decisiones
unilaterales de la otra, y esto, pese a los acuerdos de mil
novecientos doce y la Convención de Burgos, firmada entre
los señores Jordana y Bérard, el veinticinco de febrero de
mil novecientos treinta y nueve. Podría citar, entre otros
casos, la destitución del Sultán Mohamed Ben Yusef, con el
provisional acceso al Sultanato y al poder religioso de Sidi
Muley Ben Arafa. ¿Cuál fue el resultado de esos «actuar por
su cuenta»? Desórdenes, anarquía, sangre. Muchas
oportunidades desperdiciadas. Ahora bien, si en el porvenir
nos entendiésemos de verdad, los resultados podrían ser
felices, lo mismo para nosotros como para el Mogreb.
-Podemos esperar que
caminamos hacia una verdadera Comunidad Europea. ¿Cuáles
serían las relaciones de España con dicho conjunto?
-Veo dos
etapas distintas, no sólo en las relaciones de las naciones
europeas, sino mundiales. Una de estas etapas acaba de
terminar. Hay que considerar, pues, por una parte, el
pasado; por otra parte, el presente.
Antes de la última guerra
mundial era la era de las rivalidades nacionales. Las
divergencias de intereses supeditaban las relaciones entre
los países. El ascenso de una nación determinada tenía como
corolario ineludible el ocaso de otra. En los campos
políticos, económicos y militares era un movimiento
constante de balanza. Al poderío debía corresponder la
debilidad. A la grandeza, la servidumbre. Cada nación
llevaba su juego en la soledad, incluso cuando concertaba
alianzas, pues cada país sólo consideraba su propio interés.
Y los “grandes” del mundo, cada uno para sí mismo, tenía
mucho cuidado en respetar lo que ellos llamaban «el
equilibrio de las fuerzas»; dicho equilibrio, dependiendo de
su propia fuerza y de la inferioridad del prójimo.
La última conflagración
mundial ha modificado profundamente esas nociones. Al
egoísmo sagrado de las naciones ha seguido el egoísmo
sagrado de los grupos de naciones. A la era de las
rivalidades nacionales, la era de las rivalidades entre los
grupos de naciones –entre los bloques–.
En cada uno de los bloques,
que se vigilan mutuamente, si una única nación se encuentra
en peligro, todas las demás lo están también. Todos los
miembros del bloque tienen las mismas esperanzas, las mismas
inquietudes, los mismos intereses profundos. Cada uno de
ellos está igualmente interesado en que todos sus vecinos se
encuentren siempre más poderosos, más fuertes.
Yo había presentido este
cambio capital. De ello hablé claramente en una carta a sir
Winston Churchill en octubre de mil novecientos cuarenta y
cuatro. Es fácil concebir el paso necesario del nacionalismo
al supranacionalismo, paso que coincide con un cambio
profundo en la mentalidad y en la voluntad de los pueblos.
Desde aquel momento se veía claramente que el destino del
mundo dependería de la evolución de la rivalidad entre los
Estados Unidos y la Unión Soviética.
-¿Cree usted que debemos
quedar en la etapa de los bloques?
-Habrá tal
vez una tercera etapa, la era de la concordia mundial.
-Ya que me
permito invitarle a edificar castillos en el aire... ¿cree
Su Excelencia que Francia y España puedan llegar a unirse en
una Confederación?
-Desarrollando sistemáticamente nuestras relaciones en el
campo económico, pero también cultural, pues es
profundizando las relaciones humanas como las naciones
progresan hacia la concordia. No petrificarse en rivalidades
muertas en política exterior. Buscar lo que nos podría unir
y empeñarse sinceramente en desarrollarlo. Cuanta más
comprensión haya entre los pueblos español y francés, más
llegarán a acercarse nuestros intereses. De la comprensión
de los pueblos deriva la concordia de los Estados. Hasta
ahora España tuvo que sufrir la incomprensión de gran parte
del pueblo francés desde hace bastantes años. El
comportamiento de los dirigentes franceses ha sido a menudo
muy perjudicial para la concordia entre nuestros dos países.
Habría que volver a salir
adelante sobre bases nuevas.
-¿La
democracia liberal no es la llave política del mundo de
mañana? ¿No pertenecen los dictadores, pese a ciertas
apariencias, a una concepción política pasada?
-Con el
nombre de «dictaduras», de «régimen de fuerza», ¡se pueden
concebir tantas nociones diversas!
Dicho esto, todo lo que se
crea debe morir. En los hombres, en la Naturaleza... y en la
política.
Lo que usted llama
democracia es, si no me equivoco, el sistema liberal basado
en el juego de los Parlamentos y de los partidos.
-Sí.
-Pues bien,
este sistema político ha dado ya todo que podía de sí. Y, en
verdad, este sistema ha acumulado numerosos fracasos cuando
se trató por los Gobiernos liberales de resolver los
problemas nacionales esenciales. Ante los problemas
fundamentales, la unión, la unidad de la nación, son
indispensables. Y, sin duda alguna, la multiplicidad de los
partidos llega a fomentar los desacuerdos nacionales en
todas las grandes cuestiones.
No, la democracia no tiene
nada que ver con el régimen de las asambleas parlamentarias
y la multiplicidad de los partidos políticos rivales. La
democracia consiste en averiguar cuál es la voluntad del
pueblo y en servir dicha voluntad.
Pero, objetará usted, puesto
que la base de la democracia consiste en el gobierno del
pueblo por sí mismo, ¿y si el pueblo eligiese el régimen de
los partidos? En verdad que dentro de cada nación incumbe al
pueblo elegir su régimen político e incluso su destino. ¡Que
se haga la voluntad popular, pero cada uno en su casa!
Hay, sin embargo, una
diferencia entre los regímenes. En los regímenes liberales,
el interés de los parlamentarios y de los partidos supera al
interés público, mientras en los regímenes auténticamente
nacionales es el interés público el que predomina.
-¿Se considera usted,
Excelencia, como un dictador?
-Para todos los españoles y
para mí mismo, calificarme de dictador es una puerilidad.
Mis prerrogativas, mis atribuciones propias, son mucho menos
importantes que las conferidas por la Constitución de los
Estados Unidos a su Presidente.
Considero que el Régimen
actual del Estado español es el más adecuado para la defensa
del pueblo. La voz popular se deja oír a través de los
organismos vivos de la nación: la familia, los municipios,
los Sindicatos. Cada elemento útil del país tiene de este
modo su intervención en las cuestiones que le conciernen.
Por el contrario, en el régimen parlamentario es a menudo la
dictadura de la incompetencia.
Todas las decisiones de
importancia nacional tienen su origen no en lo alto de la
pirámide, sino en su base. Son la consecuencia de los
trabajos realizados en las provincias de la nación por los
organismos calificados. Cada uno de dichos organismos no
deja de estudiar los problemas y de seguir el curso de los
acontecimientos que le conciernen. Gracias a estos estudios
prepara soluciones, preparación constante, ya que todos los
países están en una perpetua evolución.
Ahí colaboran todos los
cuerpos constituidos de la nación –Sindicatos,
municipalidades, corporaciones universitarias, etcétera–.
Que se trate de reformas
judiciales, de problemas de comunicaciones o de inmigración,
de modificaciones del Código Civil, todos los problemas se
discuten de escalón en escalón por los representantes del
pueblo, y de las soluciones así propuestas, de escalón en
escalón, no hay más que darles forma cuando llegan ante el
Gobierno. Este traza las conclusiones, que se presentarán a
los procuradores de las Cortes, donde el pueblo está
representado por los delegados de sus distintas
corporaciones. El pueblo, de este modo, discute y decide en
todas las cosas. La característica del Régimen no es, pues,
la omnipotencia del jefe, es la omnipotencia del pueblo, es
la democracia.
-Usted afirma que todas las
decisiones fundamentales tienen su principio en la base de
la pirámide. Sin embargo, tomando un ejemplo, no es el
pueblo el que tomó la iniciativa de definir al Estado
español como una Monarquía, no es él tampoco el que hizo, en
mil novecientos cuarenta y siete, la Ley de Sucesión al
Trono de España.
-Ocurre,
por cierto, que el Jefe del Estado toma iniciativas de
importancia nacional. Pero incluso en estos casos es
finalmente el pueblo el que juzga su destino. Usted menciona
la definición de España como Reino y la Ley de Sucesión al
Trono. Pues bien, ¿qué pasó en verdad en dicha
circunstancia? Propuse a las Cortes un proyecto de Ley
Fundamental. Las Cortes aprobaron este proyecto. Pero esta
votación aprobatoria no me pareció suficiente, pues se
trataba de una cuestión esencial para el porvenir de España.
Pedí que se consultara al país por medio de un referéndum. Y
la nación se pronunció libremente sobre la Ley de Sucesión.
Cada vez que hay que formular una elección fundamental, el
pueblo es el que se pronuncia por el referéndum. De este
modo, el Gobierno resulta como la emanación absoluta de la
voluntad nacional.
-Ha
afirmado que los hombres políticos anteriores a la victoria
nacionalista no le parecían dignos de estima. ¿Habla usted
únicamente de los demócratas? Le pregunto esto porque yo soy
un demócrata.
-Yo
también... No, no hablo sólo de los demócratas. Hablo
también de los colectivistas, de los «autoritarios». Todos
se prestaban a una farsa. Hacían frases. Dejaban que todas
las cosas siguiesen la corriente como buenamente podían.
Tenían un pesimismo innato de hombres vencidos. No podían
ofrecer al país más que ideas sombrías, veleidades. Estaban
dirigidos por los acontecimientos. Desde luego, no, no
podían ofrecerme el menor ejemplo.
Las malas instituciones
perjudican a los hombres. Vea la experiencia española de la
República: desprovista de autoridad y debilitada por los
separatismos, se consideraba a sí misma como un régimen
liberal, lo que no le impidió gobernar durante cinco años de
su existencia con una severa censura de prensa ni suspender
la mayor parte del tiempo las garantías constitucionales.
-¿Los veteranos de los
ejércitos «republicanos» y los responsables políticos de la
España «republicana» tienen ahora los mismos derechos que
los nacionalistas?
-Exactamente los mismos. Personalmente, odié siempre la
guerra civil. El país entero la ha soportado con odio. No
hay nada más terrible en el mundo. Somos ahora un pueblo
unido. Hay una sola España. ¡Ninguna discriminación! La
victoria ha sido la victoria de todos y la victoria para
todos, incluso para los vencidos –me atrevería incluso a
decir «sobre todo para los vencidos»–, pues hemos tenido que
consentir esfuerzos especiales para darles nuevamente un
sitio normal en la nación.
Últimamente aún, un general
del Ejército «rojo», el general Rojo, ha regresado a España.
Hubiese podido hacerlo mucho antes. Lo hemos dejado
completamente en paz: nadie le pide nada. ¡La guerra civil
ha terminado! Hay muchos antiguos «republicanos» que ocupan
importantes cargos en nuestro país –altos funcionarios,
diplomáticos-. Algunos han formado parte del Gobierno. Otros
forman parte de él en la actualidad.
-¿Durante la guerra civil
tenía usted sentimiento de estima para los soldados
«republicanos»?
-Nos
parecía terrible la necesidad de luchar entre españoles.
Siempre he estimado a todos los militares profesionales y
los soldados que luchan.
-¿Después de la victoria
nacionalista la represión no fue demasiado sangrienta?
-Desde
luego, ha habido condenas y ejecuciones después de la guerra
de Liberación. Desde luego, debió de haber algunos actos
exagerados... Pero los errores fueron escasos. Y se puede
afirmar que después de la victoria de mil novecientos
treinta y nueve, sólo los delitos de Derecho Común se
castigaron.
Comparemos, por ejemplo,
nuestra depuración de entonces con la depuración de mil
novecientos cuarenta y cuatro. Su represión ha sido mucho
más sangrienta, mucho más violenta que la nuestra. Las
cifras de las ejecuciones y de las condenas a penas de
cárcel lo demuestran, contrariamente a lo que ocurrió en su
país. Nadie ha sido condenado en España «por crímenes
políticos». Nadie se ha visto perseguido por causa de sus
ideas. Sólo tuvieron que rendir cuenta de sus actos los que
habían cometido abusos –saqueos, robos, asesinatos– y
los que personalmente habían tenido la responsabilidad de la
muerte de inocentes. Hemos tenido que dar ejemplo. El país
lo exigía. Pero dichos ejemplos se determinaron con
justicia. Personalmente, ¡cuántas veces he conmutado penas,
pese a las protestas de algunos exaltados! Se examinaba
cuidadosamente cada caso. Basta examinar los expedientes de
los juicios de la época para darse cuenta de ello.
Últimamente, un grupo de personalidades norteamericanas
quiso compulsar nuestros archivos de criminales de guerra.
Se interesaban particularmente para la instrucción de los
asuntos hecha por las jurisdicciones especiales militares.
Estudiaron numerosos expedientes de condenados a muerte. Les
pregunté su opinión:
“Pero –me
dijeron- estos hombres hubiesen sido fusilados igualmente y
sin excepción por los jueces de los Estados Unidos”.
“Contesté: Pues bien, he
absuelto a tal y cual de estos culpables”.
Pidieron más expedientes.
“Estos –dijeron– hubiesen
sido fusilados también por nosotros”.
“Se trata, sin embargo, de
gente que ha sido por fin puesta en libertad”, contesté.
-Sin
embargo, hay todavía muchos refugiados políticos.
-Muchos de ellos quieren
seguir en posesión de un estatuto de refugiado político
porque en el país donde se asilan dicho estatuto les
proporciona ventajas. Muchos, al pasar los años, han
enraizado en su tierra de exilio y no se les puede pedir que
abandonen situaciones, a veces muy interesantes, para
regresar a España, donde tendrían que volver a empezar de
nuevo. Un pequeño número de ellos, por otra parte, ha
cometido durante la guerra civil delitos de Derecho Común.
Por fin, numerosos son los que se dirigen a nuestros
Consulados para reclamar la autorización de volver a la
Patria, temporalmente o de un modo definitivo. En un noventa
y nueve coma nueve por ciento de los casos dicha
autorización se concede. España está abierta para todos sus
súbditos, sin distinción alguna, salvo para los criminales.
-Supongamos
que pronto la América Latina, por una parte; Europa, por
otra, lleguen a unirse en dos Confederaciones auténticas.
¿Hacia cuál de estas Confederaciones se sentiría España más
atraída por el corazón, por su interés?
-No veo
ninguna incompatibilidad entre el acercamiento de mi país
con las naciones hermanas de la América Ibérica, ni su
acercamiento con el Consejo de Europa. Daremos nuestra
conformidad completa a todo cuanto pueda acercar a los
pueblos, teniendo en cuenta las características singulares
de cada uno de ellos.
-¿Considera usted Ceuta y
Melilla, así como el territorio de Ifni, como
definitivamente españoles?
-Definitivamente. En el caso
de nuestras plazas de soberanía de África del Norte no ha
habido nunca la menor duda, no habrá nunca la menor duda:
una presencia española secular e ininterrumpida hace nuestro
derecho incuestionable.
Pero Ifni es igualmente, con
toda evidencia, tierra española. Desde la ocupación por los
españoles, en el siglo quince, de las islas Canarias, la
costa occidental africana, de cabo Guir a cabo Bojador, zona
casi desértica, ha sido considerada como zona natural de
seguridad. Allí se establecieron numerosas fortalezas y
fortificaciones, entre ellas la célebre Santa Cruz de Mar
Pequeña, erigida probablemente en el territorio de Ifni.
En mil ochocientos sesenta,
durante la negociación de un tratado de paz entre España y
Marruecos, se incluyó un artículo, el octavo, en virtud del
cual el Sultán de Marruecos se comprometía a conceder a
perpetuidad a España un territorio suficiente para permitir
la instalación de una factoría pesquera, como la que España
había tenido ahí en otros tiempos. Se trataba en realidad de
una cesión auténtica de territorio en una región donde
España había ejercido históricamente su autoridad, puesto
que el texto del artículo evocaba concretamente la antigua
Santa Cruz de Mar Pequeña.
El emplazamiento de esta
fortaleza española se ha considerado durante mucho tiempo
dudosa –y ésta era, sin duda, la idea de los negociadores
marroquíes del tratado– identificando a Santa Cruz de Mar
Pequeña con Agadir, ciudad entonces de poca importancia, que
se desarrolló considerablemente más tarde. Esto explica los
esfuerzos marroquíes para eludir el cumplimiento de esta
cláusula: se trataba de evitar que la cesión de aquel
territorio pudiese perjudicar económicamente a Mogador, la
ciudad preferida de los Sultanes y el principal centro
comercial en aquella época de la zona.
La diplomacia marroquí,
entre otras medidas de aplazamiento, propuso en varias
ocasiones otros territorios para compensar el previsto por
el tratado de mil ochocientos sesenta. En mil ochocientos
ochenta y tres, Marruecos identificó Ifni como territorio
cedido a España en virtud del tratado de mil ochocientos
sesenta.
Los límites actuales del
territorio de Ifni se encuentran precisados por el tratado
de veintisiete de noviembre de mil novecientos doce, que
creó el Protectorado de España en Marruecos. Dicho tratado,
pese a lo que pueda afirmar el Gobierno de Rabat, obliga
plenamente al citado Gobierno. No hay que olvidar, en
efecto, que el señor Balafrej puso su firma en la convención
diplomática francomarroquí de mil novecientos cincuenta y
seis en nombre de Su Majestad el Rey Mohamed V, y que en
ella se dice que el Gobierno acepta como valederos todos los
tratados que Francia firmó en su nombre. El tratado del
Protectorado español, posterior en nueve meses al que
establecía el Protectorado francés en Marruecos, y negociado
por Francia en nombre del Sultán, se encuentra claramente
comprendido entre los instrumentos diplomáticos que
Marruecos ha aceptado siempre después de su independencia.
-¿Cree usted que Gibraltar
debe volver a España?
-Plenamente.
-¿Sus distracciones
favoritas?
-He
practicado todos los deportes en general. Consagro
actualmente a la pesca y a la caza todos los días de
descanso que me permiten mis actividades. Como violín de
Ingres, he elegido la pintura, que me descansa y me distrae,
pero sin pretensiones «artísticas».
-La prensa europea y
anglosajona habla a menudo de sus preocupaciones de salud.
En estos últimos días se decía que usted debía salir para
Suiza, con el fin de someterse allí a una grave operación.
-¡Que sigan esos rumores!
¡Esto me trae suerte!
-Excelencia: En mil
novecientos treinta y ocho, intenté alistarme en las tropas
republicanas. Me lo impidió en el último instante mi edad,
diecisiete años. Desde entonces, mis sentimientos no han
variado. Si la Historia pudiese volver a empezar, sería aún
en las filas de los republicanos españoles donde intentaría
con toda mi alma luchar. Dicho esto, en el transcurso de
esta entrevista, he comprendido que usted es un hombre digno
de estima. Es para mí un deber decírselo, en un sentimiento
de honor.
-Me gusta
su sinceridad. He tenido un placer extremo al encontrarle.
Serge Groussard
ARRIBA
A través de esta entrevista
y de los diversos y variados temas que en ella se producen,
se observa la agilidad en las respuestas que a las preguntas
de Serge Groussard, –a veces con “cargas de profundidad”–,
contesta el Caudillo. Agilidad y una visión que en ocasiones
se transforma en profética, y que a pesar del tiempo
transcurrido desde la publicación en Le Figaro de
París (12 de junio de 1958), o sea al cabo de más de
cincuenta y un años, aún siguen siendo válidas y de gran
actualidad.
Interesantísimos los relatos
sobre los contactos y las conversaciones mantenidas en la
década de los cuarenta con Adolf Hitler, Benito Mussolini y
Henri Philippe Pétain. Respecto al encuentro con Hitler en
Hendaya, confirma el empeño del Führer en que España entrase
en guerra, y no como explican los pseudo historiadores
actuales, tales como Paul Preston, Luis María Anson, Javier
Tusell y demás tropa antifranquista, acusando a Franco de
pretender la entrada de España en la guerra mundial, cuando
la realidad es exactamente la contraria. Este episodio está
actualmente completamente documentado, tanto en las pruebas
escritas como en los testimonios orales. Además Franco no
participaba, como él mismo relata, de las convicciones de
Hitler sobre la victoria alemana.
La clarividencia de Franco
se puso de manifiesto con el histórico mensaje que dirigió a
sir Winston Churchill el 8 de octubre de 1944, a través del
embajador de España en Londres, el duque de Alba, y que
entre otras cosas le manifestaba al primer ministro
británico: “Porque no podemos creer en la buena fe de la
Rusia comunista y conocemos el poder insidioso del
bolchevismo, tenemos que considerar que la destrucción o
debilitamiento de sus vecinos acrecentará grandemente su
ambición y su poder, haciendo más necesaria que nunca la
inteligencia y comprensión de los países del Occidente de
Europa”. “Destruida Alemania y consolidada por Rusia su
posición preponderante en Europa y Asia, así como
consolidada en el Atlántico y en el Pacífico la de
Norteamérica, como nación más poderosa del Universo, los
intereses europeos, ante una Europa quebrantada,
padeceríamos la más grave y peligrosa de las crisis”. Con el
final de la II Guerra Mundial, vino lo que vino: el “paraíso
soviético” extendido por todo el Este europeo, Berlín
dividido, el muro de la vergüenza. Persecuciones,
asesinatos, terror, esclavitud, hambre y miseria, o sea, los
grandes logros y objetivos del comunismo. Así en la
entrevista mantenida con Serge Groussard, contestaba que ya
había presentido este cambio capital, y que el destino del
mundo dependería de la evolución de la rivalidad entre los
EE.UU y la Unión Soviética.
Contesta con rotundidad
sobre la soberanía española de Ceuta y Melilla, tema que
siguen siendo de actualidad, ante las cíclicas y reiteradas
pretensiones marroquíes. Curiosamente la soberanía española
de las dos ciudades es anterior al nacimiento de Marruecos
como Estado, y fue reconocida por los siguientes tratados
internacionales: Acuerdo de junio de 1469 entre España y
Portugal. Tratado de Cintra de 1509. La Paz de Londres de
1603 y la de Westfalia de 1648. La Paz de los Pirineos de
1659. Los de Nimega de 1678, Utrecht de 1713, La Haya de
1720, Viena de 1725, San Ildefonso de 1777, Versalles de
1783, Aquisgrán de 1784, con Napoleón de 1798, Amiens de
1802 y Fontainebleau de 1807. De tiempos más cercanos es la
Conferencia de Seguridad Europea de Helsinki de 1975, que
reconocía las fronteras de los Estados asistentes.
Curioso como la Prensa
europea y anglosajona hacían correr rumores sobre una grave
enfermedad de Franco, que se tendría que solucionar con una
intervención quirúrgica en Suiza. Su Excelencia, con su
típica sorna gallega, le contestó: “-¡Que sigan esos
rumores! ¡Esto me trae suerte! Pues sí, tuvieron que
transcurrir diecisiete años para que los rumores,
desgraciadamente, se cumpliesen.
ARRIBA
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