El Cuartel de la Montaña

Caídos por Dios y por España.

 


Fanjul se ofrece para ir al Cuartel de la Montaña.


 

El general de División don Joaquín Fanjul Goñi.

Es un choque inesperado, pero alentador. Por fin, la cosa parece ponerse en marcha. Pero Fanjul reflexiona unos instantes. Desde luego, está pronto a obedecer y a ir a donde le mandan. El edificio de la División, no obstante, a su juicio, no ofrece posibilidades defensivas para el caso de producirse un ataque. Lo ha pensado a fondo durante estas jornadas de soledad expectante. La guardia, además, es allí muy reducida. Por todo ello estima que sería infinitamente preferible establecer en el Cuartel de la Montaña el mando de la sublevación. Le encarga al sobrino de Villegas que someta a éste la idea, y el emisario sale presuroso.

A poco vuelve con la contestación. El hijo de Fanjul la relata en la forma siguiente: Villegas respondió a Fanjul 

«que tomase el mando en el Cuartel, y que el general Villegas le enviaría allí al jefe de Estado Mayor de la División con órdenes concretas, así como a los enlaces de la Guardia civil y la de Asalto.»

Fanjul está radiante. Por fin parece que todo se encauza y coordina. No se ha perdido la esperanza de sumar la capital de España al Movimiento.

-Voy a ponerme el uniforme-dice-, y en seguida salimos para el Cuartel.  

El sobrino de Villegas le advierte que será mejor ir de paisano, y él mismo se encargará de llevarle a la Montaña el uniforme... Llaman otra vez a la puerta. Son el comandante Castillo y sus oficiales, que vienen a buscar a Fanjul, a decirle que las fuerzas sublevadas le esperan. Extraordinaria coincidencia de criterios.

-Estoy a la disposición de ustedes -responde animadamente el General.

Y a los pocos minutos están ya en la calle. A Fanjul le acompañan el comandante Castillo y los oficiales de la Montaña, todos de paisano, y uno de los hijos del General, José Ignacio, que es teniente médico. Van tranquilamente por callejas desiertas, sin despertar sospechas. Y a poco dan con el automóvil militar que el comandante dejó apostado a cierta distancia. El coche parte hacia el Cuartel de la Montaña...

En su trayecto hasta el Cuartel, el General se ha podido dar cuenta de la alteración que ha experimentado la fisonomía de Madrid. La población parece que se ha replegado en, los fondos más oscuros de las casas. Reina un profundo silencio. Pasan por las calles, como extraviados y en todas direcciones, grupos de hombres armados cuyos rostros llevan pintado ese desasosiego que sufre el delincuente en los albores de su primera fechoría y que deben ser los pródromos del crimen.

Entretanto, desde la División se envían emisarios a casa del general Villegas a pedir instrucciones y a ser posible noticias. Los enviados regresan sin haber podido ver al General: no estaba en casa; pero la esposa les ha dicho que su sobrino ha ido al domicilio de Fanjul para comunicarle la orden de posesionarse de la División. Esto es todo. Se espera en la División ver llegar a Fanjul de un momento a otro. Pero las horas pasan, y como el General no aparece, dos oficiales que actúan como enlaces se encaminan al domicilio del propio Fanjul. Y es entonces cuando se enteran de la contraorden de Villegas: en vez de ir a la División se ha ido a la Montaña.

Mientras se anuda y deshace todo este enredijo, llega a la División una llamada telefónica del Ministerio de la Guerra. El general Cardenal, que está allí de servicio, ha recibido la confidencia de que Fanjul se ha presentado ya, o va a presentarse, en la Montaña. Esto prueba cómo están vigilados y traicionados los patriotas del Cuartel. El General pregunta, con voz que no parece dar crédito a la noticia, qué se sabe de semejante información, y como se ignora, pues los emisarios no han regresado aún, contesta a Cardenal en el mismo tono tranquilo y escéptico.

El automóvil militar que conduce al General llega al Cuartel a las doce y media. El Alzamiento ya cuenta en Madrid, no sólo con un centro impulsador -la Montaña-, sino también con un jefe visible: Fanjul.

Se presenta de improviso, vestido de paisano y llevando en la mano un maletín. Pero todos reconocen en él al instante la figura del jefe. Los oficiales se agolpan en torno a ese hombre que acaba de apearse del coche, descubierta la cabeza, la tez morena, el pelo y las barbas orlándole el rostro con una blanca aureola. Se oyen varias exclamaciones de júbilo: 

«¡Fanjul!... ¡Es Fanjul!... ¡Ya está aquí!» 

Y de todos los pabellones del inmenso patio, inundado de sol, surgen soldados y oficiales, que lo atraviesan corriendo. El coronel Serra acaba de arrojarse en brazos del general Fanjul y ambos se estrechan entrañablemente. Son viejos camaradas, un día compañeros de promoción, a los que hoy el destino junta en estas horas supremas. El General, al deshacerse el cordial abrazo, pasa a vestirse rápidamente de uniforme. Y al volver a salir al patio ya están acabando de formarse las clases y los oficiales. Los rostros están un poco congestionados. En varios oficiales el ardor de los ojos delata un contenido asomar de las lágrimas.

Fanjul tiene muy animoso el semblante. Su estatura ha ganado. Su cuerpo, ceñido por el uniforme, es más ágil y esbelto. Se dirige primero al departamento de Alumbrado, y luego a Ingenieros e Infantería. Avanza lentamente hacia las filas de hombres, que le miran inmóviles. Los contempla unos instantes y les habla luego con llaneza, muy seguro de su palabra, y más todavía de la alta misión que le ha sido confiada. Lanza una condenación rotunda de la política del Frente Popular. 

«El Ejército -dice- tiene, no ya el derecho, sino el deber de alzarse contra un Gobierno que prepara conscientemente la descomposición de España.» 

Expresa encendidamente el sacrificio total que es necesario imponerse por el bien de la Patria. Y mientras sus hombres le escuchan con impresionante silencio, Fanjul les asegura que gracias a este Alzamiento España y su Ejército volverán a recobrar la categoría que les corresponde en el mundo, y su destino histórico será colmado. Termina: 

«El camino que hemos emprendido no tiene más salidas que éstas: vencer o morir..» 

Vítores y aplausos ahogan las palabras finales de Fanjul. Las lágrimas reprimidas saltan, por fin, desatando no pocas gargantas. Aclamaciones estentóreas atruenan aquí y allá el ámbito del Cuartel. Pero el jefe se retira rápidamente, y la Montaña entera se pone en afanosa ebullición, como una vasta colmena.


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