Desfile
por la casa de la víctima
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El
cadáver de don José Calvo Sotelo en el
depósito del cementerio del Este. |
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Durante
todo el día 13, una procesión ininterrumpida de
gentes desfila por la casa de Calvo Sotelo. Cuando la
aglomeración es mayor, acuden fuerzas de Asalto
estacionadas en las inmediaciones y la disuelven. Otro
tanto ocurre en el cementerio, donde un piquete de la
Guardia Civil cumple la consigna de prohibir la
entrada al depósito, donde yace el cuerpo inerte del
estadista.
Cuando
llega la noche, Madrid vive consternado, sumido en una
ola de terror que lo anega. Es una sensación de
angustia que pesa sobre la ciudad como una losa de
plomo. Noche calurosa, estival, que hacen más honda
las remotas lejanías de su transparencia y su alta
serenidad sobre el drama que se vive en las calles.
Van y vienen raudos los coches de la policía, que
practican detenciones sin cuento. Las milicias
socialistas y comunistas prestan vigilancia en las
calles, y con especial cuidado en las proximidades de
los cuarteles y Ministerios. En el de la Guerra,
algunas patrullas de milicianos comparten con los
soldados los servicios de guardia. |
Noche
de pavor esta del 13 de julio, solemne, dolorosa, que
empieza a vivir Madrid. Todas las personas que se
consideraban señaladas con el signo de la exterminación
marxista andan alocadas en busca de cobijos donde ocultarse.
Los que pueden preparan de prisa sus equipajes y huyen de la
capital, empujadas por el terror. ¿Qué va a pasar? se
preguntan todos, invadidos de mortal desaliento, convencidos
de que la fuerza del marxismo es tan aplastante, que no
habrá medios ni posibilidades para contrarrestarla. Esta
atmósfera electrizada y cargada de pánico contribuye a
extender rumores y fábulas, fáciles de creer, dado el
febril estado de la población. Unos dicen que ha sido
secuestrado Goicoechea, y otros refieren con pelos y
señales el asesinato de Gil Robles. El primero está
preparando su salida hacia la raya de Portugal. El segundo
regresa a Madrid, desde Biarritz, donde se hallaba con su
familia.
El
día 14 amanece radiante, pero sin que su claridad
desvanezca el aire fúnebre que parece envuelvo a Madrid. A
las seis de la mañana, los doctores Piga y don Salvador
Pascual practican la autopsia en el cadáver de Calvo Sotelo.
Tiene dos heridas de arma de fuego, con orificios de entrada
en la nuca, al mismo nivel y separados por unos tres centímetros.
Los trayectos se cruzaban; uno con orificio de salida en la
parte externa del arco superciliar izquierdo y el otro sin
orificio de salida y con la bala incrustada en el lóbulo
frontal anterior: la bala era de las de calibre nueve corto,
pistola de uso en la oficialidad. Tenía también una herida
contusa en la nariz, consecuencia del golpe, y fuerte
contusión en la pierna izquierda.
En
la Capilla ardiente
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Calvo
Sotelo amortajado en su féretro |
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Horas
después, tras de vencer no pocas resistencias
opuestas por el Gobierno, el cadáver es conducido a
una capilla ardiente improvisada en el mismo
depósito, cuyas paredes han sido revestidas de paños
negros. El cuerpo, amortajado con el hábito
franciscano, yace en un ataúd de caoba con
aplicaciones de plata. Entre las manos yertas Cristo
Crucificado y el escapulario de la Virgen del Carmen.
A modo de paño funerario la bandera roja y gualda
envuelve la mortaja. |
Sube
del recinto un cálido olor de flores: claveles rojos y
amarillos que cubren el cuerpo macerado, sin huellas ya de
sangre, y que son ofrenda de sus mejores amigos. Alrededor,
arrodillados y sollozantes, oran piadosas mujeres. Un
sacerdote empieza a rezar el Rosario y suben hondas y
conmovedoras preces en aquel recinto caldeado por los aromas
y las llamas de los cirios; mientras desfilan sin
interrupción gentes y más gentes, de todas las clases
sociales y edades, con el estupor y la cólera reflejados en
sus semblantes. Fuera luce el sol incendiando los campos
apartados y el ámbito del cementerio silencioso, sembrado
de hierbas y de cruces...
En
la capilla ardiente velan también amigos y familiares: el
que fué secretario de Calvo Sotelo, sus hermanos
políticos, algunos sobrinos. A las doce llegan sus hermanos
Joaquín y don Luis, y poco después el padre, agobiado de
años y de pesares. Todas las desgarraduras paternas sangran
vivas ante la quietud impenetrable del hijo.
Y
luego la escena inenarrable de la esposa, que ya viste tocas
de viuda. Pálida, aniquilada física y moralmente por la
tragedia. La sostiene, sin embargo, una digna entereza.
Como último tributo de
despedida en el que van simboliza- dos todos los afanes y
todos los recuerdos de tantos días, pone sobre el cadáver
el crucifijo íntimo, que Calvo Sotelo tenía en la cabecera
de su lecho.
El entierro
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Afluyen
sin cesar al cementerio grupos de admiradores y de
adictos, de amigos y compañeros, que quieren asistir
al entierro. Va a ser a las cinco de la tarde, y se
han comunicado unos a otros la hora, porque el
Gobierno ha prohibido que se haga pública. Son, sin
embargo, muchos, varios miles, los que por medios
particulares se han enterado y acuden desafiando los
rigores del día asfixiante y las medidas restrictivas
de la autoridad. Por todos los alrededores hay un
alarde extraordinario de fuerzas. Parejas de la
Guardia civil en todos lados, rondas de policías,
retenes de reserva
Se vigilan
cuidadosamente los movimientos de esta multitud
dolorida, todavía no repuesta de su estupor, Afluyen
políticos y personalidades: Gil Robles, Goicoechea,
Martínez de Velasco, Cid, Ventosa, don Melquíades Álvarez,
don Juan de la Cierva, diputados de las minorías de
derecha y algunos radicales, hombres de ciencia, académicos,
financieros, periodistas, gente del pueblo,
A las cinco en punto
se pone en marcha la comitiva. Cae un sol implacable
sobre el coto pardo y llano del cementerio, La
concurrencia describe un pequeño círculo para llegar
hasta el camino, Abren la marcha afiliados al Bloque
Nacional, que son portadores de coronas, Un sacerdote
con capa negra, después la cruz alzada y el féretro
en hombros de don Joaquín Calvo Sotelo, doctor Albiñana,
Fuentes Pila, Valiente, Amado, Lahoz, Serrano
Mendicute, Bermúdez Cañete, Comín, Sainz Rodríguez,
Detrás, los señores Gil Robles y Goicoechea,
Así va el cortejo
en un silencio impresionante. Ni un gesto ni un grito
ni un murmullo de conversación. El silencio es también
ceremonia en esta hora histórica. Y con este mutismo
que se hace angustioso, porque está preñado de
fuerza, el féretro pasa por entre una doble fila de
muchachos disciplinados que saludan brazo en alto, y
es llevado al pequeño cuartel señalado con el número
9, en cuya manzana II va a recibir sepultura Calvo
Sotelo, frente a la tumba de su hermano Leopoldo. |
La muchedumbre se
arrodilla. El sacerdote, de pie, reza en voz alta el
Rosario. La alternativa de las preces es un murmullo suave,
húmedo, mojado de lágrimas, que tiene, una extraña
resonancia en la paz de la tarde. Al depositar el cadáver
en el panteón se reza el responso final, que es una
ardiente despedida. Y cuando el ataúd ha sido sepultado,
cuando han cesado ya los golpeteos de las paletadas que
cierran el recinto donde yace Calvo Sotelo, sin que el menor
ruido altere este silencio febril y dramático, don Antonio
Goicoechea, en lo alto de un montículo, se yergue altivo y
dice con acento vibrante:
«No te ofrecemos que
rogaremos a Dios por ti; te pedimos que ruegues tú por
nosotros. Ante esa bandera colocada como una reliquia
sobre tu pecho, ante Dios que nos oye y nos ve, empeñamos
solemne juramento de consagrar nuestra vida a esta triple
labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte, salvar a España,
que todo es uno y lo mismo, porque salvar a España será
vengar tu muerte, e imitar tu ejemplo será el camino más
seguro para salvar a España».
Un grito unánime -los
brazos extendidos- contesta a esta breve oración. La
muchedumbre está en tensión, pronta al estallido. Lo
prueba el que pocos minutos antes, al llegar al cementerio
la Mesa del Congreso, representada por el diputado Labandera
y el oficial señor San Martín, para cumplir con este hipócrita
formulismo oficial que ha acordado Martínez Barrio, la
multitud rodea al coche y da mueras a la Mesa de las Cortes.
Inopinadamente se lanzan algunas piedras, pero los diputados
de derecha y jefes de Falange allí presentes acuden a
contener los impulsos populares. El coche, aprovechando el
momento de calma, da la vuelta y regresa hacia Madrid.
Terminado el sepelio, la
multitud retorna a la capital. Hay que dispersarla y evitar
que en su dolor exhale ni un gemido de protesta, y para
ello, desde algunos coches en los que van guardias de
Asalto, disparan pistolas ametralladoras sobre los concurrentes.
En la calle de Alcalá caen un muerto y algunos heridos. A
la vez se ahuyenta brutalmente a los patriotas que se
estacionan frente a la casa de Calvo Sotelo para expresar su
sentimiento. |