LOS DARDOS DE FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR


 

Por José Utrera Molina es abogado.

La Tercera de ABC, en la que se acomoda con sorprendente facilidad la pluma envenenada del Sr. Cortázar, escribía recientemente un artículo «Una Razón llamada España». Hay argumentos de fondo que acepto complacido en el citado escrito, porque se refieren a los nacionalismos catalán y Vasco que ya desde muy antiguo y olvidando sus orígenes históricos, pretendían la desvertebración de España. El fondo de sus reflexiones es compartido por muchos españoles, pero no así que apoyen sus argumentos en las ideas de Manuel Azaña, al que califica como político con responsabilidad de poder. Usted sabe que nada más lejos de esa realidad. Su nombre puede estar ligado a ensayos literarios de muy alta estima, a discursos encendidos y fervorosos que arrastraban a multitudes, a prédicas políticas con enjundia indudable, a reflexiones sobre la vida pública cuya lógica difícilmente podría discutirse, pero de ahí a erigirlo en patrón de sus fracasados intentos para integrar la pluralidad de España, hay un abismo en el cual no quisiera entrar en este artículo. Creo que dejar pasar la mentira como algo admisible, no sólo es una complicidad con ella, sino la destrucción de una «parte esencial del porvenir».

Ortega, sin embargo, sí colaboró con su actitud, con su conducta y con su palabra en la idea «de hacer algo grande con España y para España, en crear un estado fuerte, serio y abierto en el cual pudieran estar alojadas peculiaridades que hasta entonces siempre habían estado desterradas». Y es que Ortega tenía siempre viva «la candela de las palabras». Usted, sin embargo, tiene sólo encendido el prodigio de su rencor. Pero la razón de mi réplica no son las observaciones que sobre ese problema candente se hacen hoy numerosos españoles. Me refiero a ese estilo solapado y cruel capaz de acuchillar por la espalda con que usted ataca a Franco en todas las ocasiones, situándole en el eje de una etapa a la que usted denomina sin pudor «etapa negra» triunfadora en 1939.

Somos muchos los que vivimos después de aquella contienda, sin haber participado en ella por razón de nuestra edad, pero que contribuimos en los logros, las ilusiones, las esperanzas y el esfuerzo de una España que se ponía definitivamente en pie, precisamente frente a un orden cerrado a todas las novedades revolucionarias que latían en muchos de nosotros. ¿Es posible que en su corazón anide un odio tan profundo? Posiblemente cuando habla de negrura, se referirá probablemente al color de su sotana de clérigo, que le hace ver oscuro todo lo que tenía una limpia y brillante claridad. No hay escrito suyo que no aproveche para apuñalar sin piedad alguna, la figura de quien fue un estadista ejemplar. Y es que resulta demasiado fácil, demasiado cómodo y cobarde, cortar la cabeza al león cuando está muerto. Su estilo no es de recibo, por muchas alabanzas que en otros sectores coseche, por muchas adulaciones que continuamente reciba, y por muchos foros que le presten su asistencia, tengo la completa seguridad de que hay muchos españoles que no podemos considerar cejijunta e inviable la España de Franco a la que usted miserablemente ataca y desprecia. 

¿Puede reconocerse usted como historiador objetivo, veraz y desapasionado, cuando desdeña una etapa prolongada de vida nacional con logros sociales, que España no había conocido jamás, con obras que habían transformado nuestro país situándola la novena potencia del mundo? ¿Se puede considerar inviable una España que consiguió el primer acercamiento a Europa con la aprobación del tratado preferencial que nos dio una serie de ventajas que hoy se ocultan, se ignoran o se falsean? ¿Se puede considerar inviable un estado fuerte que potenció hasta límites extraordinarios la vida universitaria, las escuelas técnicas y tantas obras que respondían a una ineludible necesidad de aumentar y fomentar la cultura española? ¿Se puede considerar inviable un estado que sin proporcionar ventajas económicas, sin ofrecer privilegios a los que le componían, mantuvo un ejército lleno de dignidad en cuya escuela muchos de nosotros, incluido yo, como oficial de la Milicia Universitaria aprendimos la generosidad de amar a España y servirla sin contrapartida? Vuelvo a insistir en lo que he referido al principio de mi artículo, me cuesta mucho trabajo comprender el insondable pozo de rencor que hay en su alma. 

Lo comprendería en cualquiera que no estuviese ligado al ejercicio sacerdotal como jesuita. No voy a hacer referencia crítica a la posición de la Compañía en la que mis hijos han estudiado y en la que yo mismo fui profesor en años muy lejanos. Lo que me parece verdaderamente increíble es su férrea perseverancia, su tozudez, su ánimo vengativo hacia una etapa de vida española que sí tuvo muchas luces, tuvo también sombras y errores, pero que juzgada en su conjunto ofreció un saldo eminentemente positivo. Tantas veces como usted escriba sin base ni rigor para utilizar el insulto y la descalificación, tengo la completa seguridad de que hallará en mí, modestamente, porque ya no soy nada, la réplica a sus injusticias, la contestación a sus desmanes y la firmeza sin desmayos de defender una etapa vilmente agredida.

Sé que usted cuenta con poderosos medios de asistencia para hacer oír su voz en cualquier lugar. Yo, por el contrario, no cuento con nada de esto y mi palabra y mis razones están permanentemente condenadas al silencio, pero si en alguna ocasión puedo salir de él, contestaré a sus agresiones no con ánimo destemplado, pero sí con rigor y firmeza, defendiendo las razones que muchos españoles comparten conmigo. Termino este artículo con una cita de Ortega que en su libro «España invertebrada» escribía: «España por una perversión de sus afectos, da en odiar a toda individualidad selecta y ejemplar, por el mero hecho de serlo». Usted, sin duda, está incluido íntimamente en esa perversión. Que Dios, al que seguramente se acoge usted sólo por razón de oficio, le perdone.

 

La Razón. 06 de Junio de 2.005.-
   


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