Ricardo
de la Cierva y Hoces nació en Madrid en 1926. Su abuelo
fue el eminente abogado, político y ministro de la
monarquía, Juan de la Cierva y Peñafiel, el cual trató
de convencer a Alfonso XIII, durante la tarde del 14 de
abril de 1931, para que no abandonase con el argumento
de que la Corona no era suya sino de su estirpe y de que
la suspensión de funciones que pretendía era realmente
una renuncia definitiva. No valió de nada y el Rey salió
aquella misma noche camino de Cartagena.
Su
tío, Juan de la Cierva y Codorníu, cursó la carrera
de Ingeniero de Caminos, consagrando su vida a la aviación,
fue el inventor del autogiro, precursor de los helicópteros.
Ricardo
de la Cierva Hoces, pese a sus diversos títulos académicos,
prefiere definirse profesionalmente como humanista. Doctor en
Ciencias, licenciado en Filosofía y Letras, graduado en la
Escuela Oficial de Periodismo, catedrático de Historia
Contemporánea Universal y de España en la Universidad de
Alcalá de Henares y técnico de Información y Turismo.
Se
ha concentrado en tres campos, muy relacionados entre sí, de
trabajo literario. Uno, el análisis histórico riguroso de
nuestro tiempo, por ejemplo en sus estudios sobre la guerra
civil, que le valieron el Premio Espejo de España 1989 por su
libro “1939. Agonía y
victoria; otro, la historia de la religión que abrió con
su libro de 1986 “Jesuitas, Iglesia y marxismo”, que suscitó una polémica
internacional que aún perdura; y por último la novela, o
como él prefiere decir, “evocación” histórica, que le
hizo ser finalista en 1988 del Premio Planeta con la primera
parte de su saga isabelina “El triángulo”, cuya continuación apareció en la primavera de
1990.
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Ha
desempeñado cargos tan importantes como el de director de
Editora Nacional en 1973. Director general de Cultura Popular
(1974-1975), asesor del presidente del gobierno para
asuntos culturales y consejero especial de la misión
permanente de España en las Naciones Unidas. En las
elecciones de 1979 fue elegido diputado de UCD por Murcia y en
1980 se le nombró ministro de Cultura, en el gobierno de Suárez,
sustituyendo a Manuel Clavero Arévalo. En septiembre del
mismo año es sustituido por Iñigo Cavero Lataillade. En 1982
dejó UCD para integrarse en Coalición Democrática. Un
choque –caballeroso, pero no por ello menos duro– con
Manuel Fraga y José Mº Cuevas en 1984 le convenció de que
el periodismo y la Historia eran completamente incompatibles
con la política si querían ejercerse a fondo, y entonces
abandonó la política para recabar una independencia absoluta
de nunca servir a señor que se le pudiera morir. De todas
formas, la política fue una experiencia muy importante y
positiva que le ayuda a ser comprensivo e implacable ante la
Historia. Fundó su propia editorial con el nombre de “Fénix”,
ya que muchas editoriales “democráticas” lo ninguneaban y
lo vetaban, sin lugar a dudas por “fascista”...
Entre
los numerosos libros históricos publicados, han alcanzado
especial resonancia: “Historia de la guerra civil española”; “Francisco Franco, un
siglo de España”; “Historia del franquismo”; “Crónicas
de la transición”; “Historia básica de la España
actual”; “La historia se confiesa”; “Historia
ilustrada de la guerra civil española”; “”Pro y contra
Franco”; “La derecha sin remedio”; “Don Juan de Borbón:
por fin toda la verdad”; “Nueva y definitiva historia de
la guerra civil”; “Misterios de la historia”; “Crónicas
de la confusión”; “La victoria y el caos”; “El 18 de
julio no fue un golpe militar fascista”; “Carrillo
miente”; “La otra vida de Alfonso XII”; “No nos robarán
la historia”; “Los años mentidos”; “Alfonso y
Victoria”; “Brigadas Internacionales”.
Sobre
el libro “Retratos
que entran en la Historia”, Editorial Planeta, S.A.,
1993, ‘retrata’ a grandes personajes del siglo XX,
testigos de la historia viva de España, entre los que destaca
el que hace sobre José Antonio.
José
Antonio Primo de Rivera. |
No
tengo la menor idea de la fecha, aunque fue durante la República,
posiblemente en 1933, antes de la fundación de Falange, me
dijeron en casa que aquel joven abogado que vino una tarde al
despacho de mi padre porque trabajaban juntos en un pleito se
llamaba José Antonio Primo de Rivera. Tuvo que esperar un
rato en el hall y yo acerté a pasar por allí con una pelota con la que jugábamos
a veces en el largo pasillo que daba al hall a través de una puerta de cristales. El caso es que aquel
joven abogado me siguió al pasillo, jugamos un rato con la
pelota y, al meterme un gol desde el extremo opuesto a la
puerta, rompió un cristal con la consiguiente bronca de mi
madre, que le trataba con familiaridad. Fuera de sus compañeros
en la cárcel Modelo o la de Alicante, de los que deben quedar
muy pocos, creo que pocos españoles de hoy pueden
enorgullecerse de haber jugado unos minutos al fútbol con José
Antonio Primo de Rivera, aunque yo entonces no tuve la menor
idea de quién sería.
(...)
Dediqué a José Antonio y a su obra política bastantes páginas
de mi primer libro de historia, que realmente era una historia
de la República; pronto pienso rehacerla de arriba abajo pero
con toda la ilusión de aquel libro escrito en 1969. En la
refundición voy a cambiar, ampliar y ahondar muchas cosas
pero creo que no quitaré una línea de las que entonces
escribí sobre José Antonio, que es otra de las grandes
biografías pendientes en España. No es que falten; aparte de
la deleznable perpetrada por Ian Gibson, de la que él mismo
se avergüenza, hay otras muy estimables, como la de Felipe
Ximénez de Sandoval, la de Antonio Gibello, la de Adolfo Muñoz
Alonso. Pero no me parecen bastantes. José Antonio es la única
gran figura del siglo XX a quien las gentes de varias
generaciones, amigos o enemigos, llaman todavía por su nombre
de pila. Queda muchísimo por desvelar en el misterio de su
vida y de su muerte. Lo que muchos creen núcleo de su
doctrina y su actuación, el fascismo en su versión española,
está evidentemente pasado de moda, pero resulta que el
fascismo no es lo único, ni lo más importante, en la vida y
la doctrina de José Antonio. Sus escritos, como los de Manuel
Azaña, se mantienen extrañamente vivos, en el fondo y en la
forma. José Antonio es una figura mágica de nuestra
historia, y unos cientos o quizá miles de jóvenes españoles
de hoy, fragmentados en Falanges independientes, auténticas o
antifranquistas, siguen creyendo profundamente en él, le
intuyen más que le comprenden.
Era
hijo del general Miguel Primo de Rivera, nuestro primer
dictador del siglo XX, pero se formó no sólo en la
universidad, sino además en el mundo intelectual de la época,
sometido como ya he dicho a otra dictadura más duradera y
persistente: la dictadura orteguiana; y además José Antonio
fue un orteguiano cabal, ágil de pensamiento, obsesionado con
la regeneración de España, situado frente al espejo de
Europa, capaz de expresar sus ideas en una prosa juvenil y
elegante que por eso sobrevive. Estaba frente a Europa como
Ortega; miraba a los mismos modelos. Lo que dijo Madariaga,
esta vez certero, sobre Ortega, se puede igualmente aplicar a
José Antonio: “Empeñado en meternos dentro del ejemplo de
Europa en los años treinta, se le volvió loca la modelo.”
Para
comprender a José Antonio hace falta ante todo,
orteguianamente, valorar con exactitud su circunstancia. Que
se resume, creo, en estos rasgos. Primero: en España, en toda
la España liberal del siglo XIX, en la degeneración liberal
del siglo XX y por supuesto en la segunda República (como en
la primera), no había demócratas, salvo excepciones como la
de don Antonio Maura en el campo de la democracia liberal
y las de Ramiro de Maeztu y Salvador de Madariaga en la
democracia orgánica. Lo he explicado con pruebas en un capítulo
publicado en la revista Época,
titulado “Una España sin demócratas”. Ni en la derecha
ni en la izquierda; ni en el socialismo ni en el catolicismo
político ni mucho menos en el comunismo, que siempre ha sido
un atentado a la democracia. En segundo lugar, como dijo
lapidariamente en 1935 Ramiro Ledesma Ramos, protofascista
español, “la crisis de la democracia adquiere hoy características
universales”. Todo el mundo buscaba una tercera vía entre
la democracia liberal en quiebra y el comunismo en auge; hasta
la Iglesia católica, que recomendaba en los años treinta el
corporativismo, es decir la democracia orgánica, y hacía guiños
al fascismo, que era menos brutal y más humano en Italia,
donde se inventó, que en la enloquecida Alemania de Hitler,
donde se desempeñó. Y cuando desde la España degradada por
la República se miraba a Europa lo que traían los aires de
Europa era el fascismo, que parecía salvar a Europa del
bolchevismo. La tercera circunstancia de José Antonio era el
éxito colosal, y luego el fracaso, que él acababa de
comprender, de la dictadura de su padre, que arrastró a una
Monarquía descrita por José Antonio como una cáscara muerta
y no sin fuerte carga de razón en cuanto al sistema político,
aunque fuera desahuciada en 1931 por la deserción de los monárquicos
liberales en una elecciones malentendidas y trucadas.
José
Antonio se lanzó a la arena política al término de la
dictadura para defender nobilísimamente, la memoria de su
padre acosada por la calumnia y la ingratitud. Al llegar la
República se hundieron los viejos partidos de la Monarquía,
y muy pronto un líder excepcional, José Mª Gil Robles,
encabezó la nueva y gran derecha católica en la que no cabía
José Antonio, católico pero nada amigo de lo confesional en
política. Los restos de la derecha monárquica se agruparon
en torno a un ex ministro conservador de la Monarquía, el
florido Antonio Goicoechea, y luego alrededor de un brillante
ex ministro de la dictadura, José Calvo Sotelo, a quien José
Antonio culpaba en parte de haber abandonado a su padre.
Quedaba libre la vía media, el fascismo, que había pactado
en Italia y en Alemania con la derecha de intereses (finanzas,
industria) y ofrecía sobre el papel grandes posibilidades
para el patriotismo, la regeneración y el nacionalismo
reivindicativo. Allí quiso encuadrarse José Calvo Sotelo
cuando volvió del destierro, pero José Antonio lo rechazó
de plano.
Hubo
brotes fascistas en Castilla durante los años 1931 y 1932;
sonaban los nombres de Ledesma Ramos en Madrid y Onésimo
Redondo en Valladolid. La revista El
Fascio, dirigida por un periodista de la dictadura, don
Manuel Delgado Barreto, publicó en su único número, en la
primavera de 1933, cuando toda Europa estaba conmocionada por
el arrollador triunfo de Hitler en Alemania, una especie de
concurso de méritos para designar al nuevo jefe del fascismo
español. La derecha de intereses quería pactar también en
España con un fascismo que diera la cara frente al marxismo
de la calle. Muy pronto no quedaron dudas sobre el candidato y
José Antonio fundó la Falange Española días después de
haber expuesto su doctrina en el teatro de la Comedia de
Madrid el 29 de octubre de 1933, un acto, recuérdese bien,
organizado dentro de la campaña electoral de la
derecha, por cuya candidatura en Cádiz figuraba José
Antonio.
La
derecha política y monárquica –Renovación Española–
firmó un pacto de asistencia mutua con la nueva Falange, que
confería plenamente a la Falange el carácter fascista; el
fascismo era eso. Se había dudado mucho del pacto hasta que
el negociador por la derecha, Pedro Sainz Rodríguez, ha
publicado el texto y sus circunstancias. José Antonio, hijo
del que durante más de seis año fue el hombre más poderoso
de España, no tenía un duro y a la Falange le cortaban la
luz en su sede de la Castellana. Había una gran
interpenetración entre la Falange y la derecha monárquica;
Juan Antonio Ansaldo, aviador laureado y primer activista monárquico,
fue en Falange “jefe de objetivos”, es decir encargado de
la lucha armada; y otro gran conspirador monárquico, Eugenio
Vegas Latapie, admiraba profundamente a José Antonio, con
quien le unía gran amistad. En cambio, las relaciones entre
la Falange y la derecha católica eran de hostilidad cada vez
más abierta. José Antonio se indignaba cuando las Juventudes
de Acción Popular asumían uniformes, modos y consignas
totalitarias. La CEDA, organizada en torno a Acción Popular,
llegó a ser el primer partido del Cogreso, mientras losa
efectivos de Falange eran reducidísimos: no llegaron, antes
de la guerra civil, a los quince mil militantes, equivalentes
a los del partido comunista. Seguramente José Antonio estaba
de acuerdo con su compañero Ramiro Ledesma Ramos en que ello
se debía a que la CEDA se “fascistizaba”, viraba al
totalitarismo, con lo que Falange resultaba casi superflua.
José
Antonio Primo de Rivera, pese a los caracteres fascistas de su
movimiento, sufrió, a partir de 1933, una fuerte evolución
interior. Decía, con verdad, que para caudillo fascista le
sobraba sentido del humor. Pretendió, sin actos exteriores,
una especie de refundación de Falange como gran izquierda
nacional; y aseguró que se haría militante del PSOE si los
socialistas españoles repudiaban su dependencia
internacionalista y se alineaban en la línea socialdemócrata
no marxista de Prieto y no en la demagogia revolucionaria y
errática de Francisco Largo Caballero. José Antonio
desarrolló en el Congreso una intensa labor y muchos de sus
discursos parlamentarios son admirables, como muchos de sus
artículos, donde se revela como el mejor analista político
de su tiempo. Su profunda y sincera fe católica la alejaba de
cualquier aberración hitleriana; despreciaba y aborrecía a
Hitler y se sentía más próximo a Mussolini, con el cual las
democracias occidentales estuvieron dispuestas a pactar hasta
que entró con Alemania en la segunda guerra mundial.
En
1934, un terrible desengaño íntimo –el rechazo personal de
la dama que prefirió ser duquesa de Luna a marquesa de
Estella– aceleró la evolución de José Antonio hacia el
desenganche de la derecha y la conversión de Falange en
izquierda nacional. Cultivó desde entonces a los militares jóvenes,
entre los que fue consiguiendo muchos afiliados, sobre todo en
el Ejército de África. Los segundos de Falange exigieron en
vano un cupo exagerado de diputados “seguros” para
integrarse en la coalición del centro derecha y el 16 de
febrero de 1936 la Falange no obtuvo un solo diputado.
Sin
embargo la derecha entera se desmoronó tras el triunfo del
Frente Popular y la revolución que saltaba por todas partes a
la calle y a los campos de España. Ahora es cuando gran parte
de la juventud española se pasó a la Falange, una vez
comprobada la tibieza de la CEDA frente a los desmanes del
enemigo común. Las nuevas afiliaciones no se pudieron
verificar porque desde mediados de marzo de 1936 José Antonio
y sus colaboradores principales fueron detenidos
arbitrariamente por el gobierno de la República, obsesionado
con que Falange era su enemigo principal y no aquella “media
España que no se resigna a morir”, como la definió Gil
Robles en mayo. José Antonio, encerrado en la Modelo y luego
en Alicante, dudó en sumarse a la conspiración dirigida en
la sombra por el general Mola pero al final lo hizo. Sus
hombres y mujeres se incorporaron en bloque al alzamiento de
julio de 1936; no se registró entre ellos una sola deserción.
En
cuestión de meses los afiliados a Falange saltaron de quince
mil a un millón, mientras la CEDA se desacreditaba como
fuerza política y prácticamente desaparecía como tal en la
zona rebelde. Desde ella se intentó varias veces liberar a
José Antonio, y tanto la reina Victoria Eugenia como don Juan
de Borbón participaron en las gestiones, cuya frustración
tal vez no se aclare nunca. Entonces empezó, tras la
persecución, la agonía de José Antonio Primo de Rivera.
Juzgado en la cárcel de Alicante por un tribunal arbitrario
que actuó al margen de la justicia y a impulsos de la
venganza, la defensa y la actitud de aquel hombre joven que se
resistía a morir alcanzó momentos sublimes de heroísmo
reconciliador que llegaron a conmover a algunos jueces. Leído
desde hoy el proceso estremece y da una medida exacta de la
tragedia española, como los últimos escritos de Manuel Azaña.
El 20 de noviembre de 1936, José Antonio, con actitud entera
y generosa, cayó fusilado en el patio de la cárcel mientras
su doctrina se imponía, con manipulaciones que no son del
caso, en la zona nacional, donde primero se negó su muerte
con el mito del Ausente y luego se le tributó un culto que no
tenía mucho que ver con la auténtica ejecutoria del héroe.
El
general Franco, para dar forma a su unificación de partidos
en abril de 1937, creó una nueva Falange híbrida que no era
la de José Antonio Primo de Rivera, pero sirvió para
eliminar toda disputa política interna hasta lograr la
victoria. Franco, que admiraba profundamente a José Antonio
Primo de Rivera desde que conoció en octubre de 1933 el
discurso de la Comedia, se creó un José Antonio diferente,
que modificó la imagen real y se fue diluyendo, junto con la
imagen real, a lo largo de las décadas. Hoy reposan juntos en
el Valle de los Caídos.
Creo
que hoy, cuando nos acercamos a los sesenta y siete años de
su muerte, José Antonio Primo de Rivera sigue siendo el gran
desconocido de la historia contemporánea española. Unos
segaron su vida en flor, otros aprovecharon los despojos:
nadie se preocupó de reconstruir su trayectoria y su figura
real.
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