Ramón
Serrano Suñer nació en Cartagena el 12 de septiembre
de 1901. Su padre, Ingeniero de Caminos, Canales y
Puertos fue destinado a Cartagena a los 23 años, en
donde estuvo durante diez años. En esta ciudad nacieron
los seis hermanos de Ramón. Se licenció en Derecho por
la Universidad de Madrid, obteniendo en todas las
asignaturas la calificación máxima y el “Premio
extraordinario” de fin de carrera. Ingresó luego por
oposición en el cuerpo de Abogados del Estado,
ampliando estudios en Roma y Bolonia. En las elecciones
de 1933 y de 1936 fue diputado por la CEDA elegido por
Zaragoza, ciudad donde conoció a Franco, entonces
director de la Academia General Militar, y a la hermana
de la esposa del general, Zita Polo Martínez-Valdés,
con la que contraería matrimonio.
Al
estallar la guerra civil se hallaba en Madrid. Dos de sus
hermanos, José y Fernando fueron asesinados, y él se refugió
en una pensión y luego en el domicilio del ex ministro
republicano Ramón Feced Gresa, en el cual fue detenido. Tras
dos simulacros de fusilamiento, fue conducido a la Dirección
General de Seguridad y, de allí, a la cárcel Modelo, siendo
testigo de la matanza que, a cargo de milicianos afectos a la
República, tuvo lugar el 23 de agosto de 1936. Entre los
presos asesinados figuraban los ex ministros Rico Avello, Álvarez
Valdés y Martínez de Velasco; Melquíades Álvarez, jefe del
Partido Liberal Demócrata; los falangistas Fernando Primo de
Rivera –hermano de José Antonio– y el aviador del “Plus
Ultra”, Julio Ruiz de Alda; el doctor Albiñana; el
comisario de policía Martín Báguenas; los generales Capaz y
Villegas; José Gómez, chófer del general Primo de Rivera.
Mediante la colaboración de Gregorio Marañón, fue
trasladado Serrano Suñer a una clínica privada, de donde se
fugó disfrazado de mujer, refugiándose en la legación de
los Países Bajos. Mediante la intervención de un diplomático
argentino, fue trasladado a Alicante, donde embarcó, junto
con su familia, en el destructor “Tucumán”,
que los trasladó a Marsella y de aquí salió con dirección
a la frontera de Hendaya-Irún, para instalarse posteriormente
en Salamanca, donde estaba el cuartel general de Franco, su
concuñado. Puso
en marcha la Unificación, fusión de la Falange Española de
las JONS y la Comunión Tradicionalista.
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En 1938 fue nombrado
ministro del Interior y Jefe Nacional de Prensa y Propaganda
de Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Desarrolló
una gran actividad político-legislativa, destacando entre sus
obras, el Fuero del Trabajo y la ordenación de las regiones
devastadas por la guerra. Serrano Suñer designó jefe de
Propaganda a Antonio Tovar y director de Radiodifusión a
Dionisio Ridruejo. El 9 de agosto de 1939, pasa a ocupar la
cartera de Gobernación y el 16 de octubre de 1940 se encarga
del departamento de Asuntos Exteriores, en plena II Guerra
Mundial. Se entrevista en varias ocasiones con Mussolini y
Hitler. Estuvo presente en el encuentro entre Franco y Hitler
en Hendaya, el 23 de octubre de 1940, en donde el Caudillo
evitó la entrada de España en la guerra. Tras unos
incidentes habidos en el santuario de Begoña, entre
falangistas y requetés, fue destituido del cargo de ministro,
desapareciendo del escenario político e incluso suspendiendo
su relación de amistad con el Caudillo, y dedicándose a su
oficio de abogado. Autor, entre otros libros, de Siete
discursos; Semblanza de José Antonio, joven; Entre Hendaya y
Gibraltar; Entre el silencio y la propaganda, la Historia como
fue. Memorias; De anteayer y de hoy.
Falleció
el 1 de septiembre de 2003, a punto de cumplir los 102 años
de edad, en su casa de Madrid, a causa de una afección
respiratoria.
De
su mencionado libro “Entre el silencio y la propaganda, la Historia como fue. Memorias. (Editorial
Planeta. Espejo de España. 1977), transcribiremos dos
apartados de gran interés, como son su amistad con José
Antonio y la poco conocida entrevista entre Franco y José
Antonio.
Mi
amistad con José Antonio. |
¿Pruebas
de mi amistad con José Antonio? Sólo estas pocas: nuestra
entrañable y conocida camaradería en los años
universitarios; nuestra colaboración en defensa de las
“Asociaciones profesionales” de estudiantes; algunas
colaboraciones de tipo jurídico en los primeros tiempos de
nuestra actividad como abogados. Cuando luego José Antonio
iba a Zaragoza se hacía dirigir la correspondencia más íntima
a mi casa en donde se alojaba. Cuando venía yo a Madrid, íbamos
juntos a comer, a pasear, al teatro, cosas propias de amigos.
Recuerdo que agobiado yo con la preparación de unas
oposiciones sin el tiempo necesario, aislado en un piso libre
en la calle de Hortaleza que la bondad de mis amigos López
Roberts me ofrecía para estudiar en mejores condiciones, me
localizó e irrumpió una tarde allí para llevarme al teatro
“Maravillas” donde iba a cantar Raquel Meller, recién
llegada del extranjero, sólo durante tres funciones. Aunque
los dos teníamos por la genial “cupletista” (como
entonces se decía) gran admiración, yo me resistía a perder
unas horas de estudio, pero él me argumentaba, casi empujándome,
que aquella distracción haría luego más fecundo mi trabajo.
Nos fuimos en su “Chevrolet” hasta el teatro y al día
siguiente, venciendo mi “indignación”, repitió la
visita.
José
Antonio fue testigo de mi boda, teniendo que desplazarse desde
Madrid, en momento muy azarosos para él, a Oviedo, y me nombró,
en mi calidad de “amigo de toda la vida”, albacea en su
testamento. (Muerto su padre, me encargó que formulara un
recurso en relación con la suscripción de los Alcaldes y la
“Unión Patriótica”.) Cuando se anunció el día en que
iba a plantearse en la Cámara el suplicatorio para procesarle
por tenencia de armas, muy contrariado porque pensaba que en
aquella fecha no podría estar en Madrid, me rogó que lo
impugnara yo en el caso de que efectivamente él no hubiese
podido asistir, y si por fortuna para él no resultó
necesario que lo sustituyera, yo, rompiendo la disciplina de
la minoría, voté en contra de su concesión. Entre muchas
preocupaciones, decepciones y amarguras tuvo José Antonio algún
momento de ilusión y de esperanza y proyectó una lista de
Gobierno en la que yo era Ministro de Justicia, y en cambio no
figuraba en ella un solo nombre de los que a su muerte se
crecieron políticamente unos centímetros y se instalaron
vitaliciamente en un poder que, según su confesión, no era
falangista.
Entrevista
Franco - José Antonio |
Como
es lógico, dada mi amistad con ambos, fui testigo e
intermediario en las contadas entrevistas y comunicaciones
–sólo dos y una carta– que tuvieron lugar entre Franco y
José Antonio. Antes de que Franco fuera nombrado Jefe del
Estado Mayor, el Ministro Hidalgo le había invitado a
participar en unas maniobras militares –o a presenciarlas–
que se celebraban en la zona del Pisuerga. José Antonio, ya
muy preocupado por el sesgo que tomaba la política del país,
me había hablado varias veces de él y más aún de Mola,
insistiendo en que cualquiera de los dos eran los hombres que
podían y debían realizar la operación quirúrgica para
encauzar la vida del país, cuando aún era tiempo y sin
recurrir a la sempiterna equivocación militarista de
sustituir las fuerzas políticas por el Ejército. (El general
Goded, en quien reconocía inteligencia y capacidad
superiores, no le inspiraba simpatía por haber conspirado
contra su padre). A juicio de José Antonio debía ser una
simple operación rápida –sin sangre, o con poca sangre–
que abriera las puertas a una experiencia política nueva. En
la ocasión de las maniobras militares del Pisuerga, José
Antonio creyó conveniente concretar esas exhortaciones en una
carta dirigida a Franco, complementaria de otra más amplia
que había dirigido al Ejército en general y en la que
precisaba todo su pensamiento. Para hacerla llegar a su
destino –en el delicado momento a que me refiero– movilicé
a mi inolvidable hermano Pepe que podía hacer de mensajero
sin llamar la atención pues por razón de su destino en Obras
Públicas estaba encargado de aquellas carreteras).
José
Antonio y Franco no habían tenido otro encuentro anterior más
que al coincidir en mi casamiento, ceremonia en la que ambos
fueron testigos. Sólo más tarde, en la proximidad de las
elecciones de 1936, José Antonio quiso entrevistarse con
Franco que en su día había recibido la carta a que vengo
refiriéndome sin
demasiado interés. José Antonio estaba entonces obsesionado
con la idea de la urgente intervención quirúrgica preventiva
y de la constitución de un Gobierno nacional que, con ciertos
poderes autoritarios, cortaran la marcha hacia la revolución
y la guerra civil que, a su juicio, se haría inevitable si,
como él profetizaba, perdían las elecciones las derechas e
incluso si las ganaban. Me encargué de organizar el encuentro
que se celebró en la calle de Ayala en casa de mi padre y mis
hermanos. Fue una entrevista pesada y para mí incómoda.
Franco estuvo evasivo, divagatorio y todavía cauteloso. Habló
largamente; poco de la situación de España, de la suya y de
la disposición del Ejército, y mucho de anécdotas y
circunstancias del comandante y del teniente coronel tal, de
Valcárcel, Angelito Sanz Vinajeras, “el Rubito”, Bañares,
etc., o del general cual, y luego también de cuestiones de
armamento disertando con interminable amplitud sobre las
propiedades de un tipo de cañón (creo recordar que francés)
y que a su juicio debería de adoptarse aquí. José Antonio
quedó muy decepcionado y apenas cerrada la puerta del piso
tras la salida de Franco (habíamos tomado la elemental
precaución de que entraran y salieran por separado) se
deshizo en sarcasmos hasta el punto de dejarme a mí mismo
molesto, pues al fin y al cabo era yo quien los había
recibido en mi casa. “Mi padre –comentó José Antonio–
con todos sus defectos, con su desorientación política, era
otra cosa. Tenía humanidad, decisión y nobleza. Pero estas
gentes...”
(...)
La ‘Falange’, como es sabido, había sido excluida de la
alianza derechista que presentaba sus candidaturas en las
elecciones de febrero de 1936. Las candidaturas de
‘Falange’, que entonces no contaba con masas, fracasaron,
y José Antonio quedó sin investidura parlamentaria lo que,
aparte de ser injusto, era sumamente peligroso para él en
aquellas circunstancias, cuando ya estaba procesado y en prisión.
Los estados mayores de la derecha recapacitaron sobre aquella
situación y se acordó proponer a José Antonio como
candidato para la segunda vuelta electoral (o elección
parcial) que debía celebrarse en la circunscripción de
Cuenca. Pero, deseosos de una mayor espectacularidad, se
decidió unir en la misma candidatura el nombre de Franco y el
de José Antonio. Con razón a éste le parecieron muy
desafortunadas la ocurrencia y la combinación, no sólo por
la idea que él tenía sobre la ineficacia de la presencia de
Franco en las Cortes, falto, a su juicio, de toda capacidad
oratoria y polémica, sino también porque la unión de los
dos nombres en la misma candidatura le parecía una provocación
excesiva al Gobierno, con lo que el triunfo electoral iba a
resultar imposible. Un día me pidió que fuera a visitarle a
la Cárcel Modelo donde se encontraba y así me lo manifestó
sin rodeos rogándome que interviniera para conseguir cerca de
Franco su exclusión de la misma. “Lo suyo no es eso
–recuerdo casi literalmente sus palabras– y puesto que se
piensa en algo más terminante que una ofensiva parlamentaria,
que se quede él en su terreno dejándome a mí este en el que
ya estoy probado.” Mientras José Antonio razonaba su punto
de vista dirigiéndolo a mí con afectuosa serenidad, su
hermano Fernando –hombre inteligente, serio, y su principal
apoyo según varias veces me contó–, que se encontraba
junto a él detrás de la reja del locutorio, apostilló con
indignación y amarga ironía: “Sí, aquí para asegurar el
triunfo de José Antonio no faltaba más que incluir el nombre
de Franco y además el del cardenal Segura.”
Los
dirigentes de “Acción Popular” comprendieron y aceptaron
las razones de José Antonio y éste, haciéndose cargo de que
habiendo dado ya Franco su aprobación para figurar en la
candidatura el intento de su exclusión podía desairarle, me
pidió que fuera yo personalmente a gestionar su renuncia
voluntaria y con este fin me desplacé a Canarias. Salí muy
temprano, a las 8 de la mañana, en un avión de la “LAPE”,
aquellos aviones que tenían un fuselaje casi de cartón y
madera con un pasillo central y un solo asiento a cada lado,
correspondiéndome a mí precisamente el que estaba a la
altura del de Negrín que iba a Las Palmas a visitar a su
padre que era médico allí. Me saludó un tanto sorprendido y
me preguntó –creo que reticente– si iba a hacer turismo a
su tierra; contestándole, sin disimulos, que iba a pasar un
par de días con mis cuñados. Poco rato después, habiendo yo
terminado la lectura de los periódicos de la mañana, me dijo
si quería algún libro para leer, y abriendo un pequeño
maletín que llevaba junto a él me ofreció una edición muy
cuidada de El Príncipe
de Maquiavelo. En Casablanca, donde el avión hacía escala y
almorzamos –bien por cierto, convidándome él “porque ya
estábamos cerca de su terreno”, insistió–, tuvo interés
en que habláramos de la situación política sin manifestar
especial hostilidad hacia José Antonio, subrayando la
“peligrosa actividad” a la que Calvo Sotelo estaba
entregado para terminar diciendo: “Estos galleguitos son de
cuidado.” Llegamos a Las Palmas y me presentó a su
padre que le esperaba en el aeropuerto. No pude continuar en
el avión hasta Santa Cruz de Tenerife porque el aterrizaje
allí resultaba entonces casi siempre peligroso, como me
explicó el piloto, que era Ansaldo, el mayor y más sordo de
la dinastía, creo que se llamaba José, y era hombre muy simpático.
Caída
la tarde embarqué en un vapor de la Transmediterránea que se
llamaba Vieira y Clavijo,
hoy ya desguazado según mis noticias. En las primeras
horas de la mañana desembarqué en Santa Cruz de Tenerife. Me
esperaba allí un oficial que me condujo a la Comandancia
donde fui recibido con afectuosa curiosidad. Aunque la cuestión
era delicada y difícil de plantear lo hice de la única
manera posible: con claridad y también con afectuosa
sinceridad, arguyendo que, aparte de la razón de prudencia
que se imponía y de la mayor necesidad que José Antonio tenía
para alcanzar un acta de diputado en el Congreso con las
inmunidades consiguientes, a él –a Franco– no le haría
provecho ni prestigio entrar en un juego para el que no estaba
especialmente destinado, ya que la dialéctica del soldado se
acomodaría difícilmente a las sutilezas y malicias del
escarceo parlamentario y tendría que soportar, además, las
desconsideraciones que allí eran habituales y, posiblemente,
el fracaso si en sus intervenciones le envolvían algunos de
los formidables parlamentarios del frente adversario con su
indudablemente superior entrenamiento. Lo suyo no era eso y
con las mismas palabras de José Antonio le argumenté que
“si pensaba en algo más terminante que una ofensiva
parlamentaria, lo más discreto sería que se quedara en su
terreno y dejara a José Antonio este otro en el que estaba
bien probado”. Con toda probabilidad estas consideraciones
no dejaron de hacerle mella y la idea de verse desairado
–como habría ocurrido– en un terreno que no era el suyo,
le persuadió. Al principio de la conversación escuchó con
algún nerviosismo y desagrado, pero la verdad es que no tardó
en rendirse con naturalidad y creo que sin reservas.
Cumplida
aquella misión, siguiendo encarcelado José Antonio, y al
corriente yo de la conspiración, era lógico que procurase
evitar el aislamiento de éste con respecto a lo que del
movimiento militar podía esperarse, y así, cuando fue
trasladado desde Madrid a Alicante –ya para cortar el flujo
de visitas de sus amigos a la Cárcel Modelo de Madrid, como
se adujo por algún personaje importante, ya para impedir que
pudiera ser víctima de un golpe de mano de la extrema
izquierda–, le visité allí en compañía de Mayalde y
también continué la comunicación por medio de otro compañero
de minoría parlamentaria, y del maurista Fermín Daza, buenísima
persona, que simpatizaban con él.
Proyecto
de golpe de Estado. |
Sabido
es que José Antonio no acababa de mostrarse optimista y
confiado en relación con los planes que los militares iban
concretando con absoluta autonomía. Consideraba él necesaria
la intervención militar, pero le asaltaba el doble temor de
que ésta se realizase entregando el poder a la derecha o
dando paso a una situación semejante a la Dictadura militar
de su padre. Tales temores le inspiraban reservas y vacilación
antes de comprometer en el proyecto a las fuerzas falangistas
que, como resultado del desastre electoral de la derecha, crecían
en toda España. Su idea, mil veces publicada, era la de que
España necesitaba una revolución de carácter socio-económico
compatible con una fuerte reafirmación del espíritu nacional
y no le parecía que tal necesidad fuera sentida por los políticos
más visibles de la derecha (reconocía la capacidad de
algunos como Calvo Sotelo, por ejemplo, pero no tenía con
ellos afinidad de pensamiento ni de sensibilidad), ni pudiera
ser bien interpretada por el arbitrismo al que siempre se
inclinarían los militares si ellos tomaban la empresa en sus
manos.
Le
inspiraba alguna confianza Sanjurjo por su modestia y su
valentía y porque lo creía bien inclinado hacia él. L
inspiraba aprecio y confianza Mola, al que consideraba hombre
metódico y racional: “Este hombre no parece un general español
pues trabaja al estilo de un general alemán”, me dijo en
una ocasión. Franco no le inspiraba simpatía ni mucha
confianza, y quizá por todas esas causas, en los días
inciertos que precedieron al Alzamiento de julio, José
Antonio se aferraba más y más a su idea del Gobierno de
concentración nacional que, con plenos poderes, pudiera
impedir el conflicto trágico que ya se presagiaba y orientar
al país hacia algunas reformas a través de las cuales se
pudieran plantear las cosas de otro modo. ¿Era una utopía?
Él lo consideraba posible y no veía otra solución. “No le
des vueltas, Ramón, no hay otra fórmula para evitar el
horror de la guerra que puede venir, que vendrá, estoy
seguro, y que a todo trance hay que evitar. Es una solución
clásica y un tanto gastada pero es la única: un Gobierno
nacional en el que yo tendré que sentarme con Calvo Sotelo,
con Prieto – sentarme junto a éste me resultará menos incómodo
que tener otras compañías–, con Gil Robles... Cuando se
haya conjurado el peligro ya veremos quién lleva el gato al
agua. Hoy es esto lo que hay que proponer al Ejército: hay
que contar con él para que apoye esta solución, pues de otra
manera estamos perdidos y llegará la tragedia.” No es extraño
que iniciada ya la guerra civil y aislado él en Alicante
garrapatease en su celda los borradores con la lista de un
gobierno de ese tipo que Prieto conservó y dio a conocer; y
que, como consta en su proceso, se ofreciera al Gobierno
republicano para mediar y atajar la sangría de cuyo desenlace
no se prometía nada bueno.
No
es menos cierto que consintió en que, finalmente, los
falangistas participasen en el proyecto de golpe
de Estado suponiendo que se trataría de eso, no de una
guerra civil, y que él podría imponer de un modo o de otro
sus puntos de vista. Se quedó en Alicante renunciando al
proyecto de fuga –del que yo no tuve noticias precisas–
porque, según creo, recibió garantías respecto a la
seguridad del golpe en la región de Valencia. Por mi parte yo
hice lo que pude para intentar que fuera trasladado a las cárceles
de Burgos, de Vitoria o de alguna ciudad en las que creía más
seguro que en Alicante y para ello hablé a Martínez Barrio
–a la sazón Presidente del Congreso– invocando la antigua
condición de diputado de José Antonio y la relación cortés
de adversarios que entre ambos existió, pretextando para ello
las malas condiciones sanitarias que principalmente con el
gran calor de la temporada de verano ofrecía la cárcel de
Alicante. Martínez Barrio
me oyó con atención y con amabilidad en la tribunilla
desde donde presidía las sesiones, prometiéndome su ayuda.
Esto era en el mes de mayo y en seguida me trasladé a
Alicante donde pude comunicar con José Antonio por el
locutorio de abogados. Encontré
José Antonio en aquel día de muy mal humor. Le hablé
de lo tratado con Martínez Barrio diciéndole: “Mientras no
se pueda obtener tu libertad esto sería un alivio para tu
situación. El Presidente, Martínez Barrio –le dije–, me
ha recibido con comprensión y cortesía dentro de la natural
desconfianza; no sé si es que estaba pensando en lo mismo que
yo: en tu mejor situación para el momento del estallido.”
José Antonio –que agradecía con largueza cualquier acto de
amistad especialmente en aquel tiempo difícil– me contestó
con estas palabras que literalmente recuerdo: “No te ocupes
de eso, la poca influencia que tengamos quiero que se utilice
para sacar a éste de aquí –señalando a Miguel que con
aire enfurruñado se había quedado un paso más atrás–
porque éste no tiene nada que ver con lo nuestro”.
Cuando,
fracasado el Movimiento en Valencia, José Antonio se queda
aislado y llegan a él las noticias de que lo planeado como
mero golpe de Estado se ha convertido en guerra civil, no se
resigna al hecho, porque lúcidamente prevé sus
consecuencias, y se ofrece al Gobierno republicano como
mediador, dejando a sus familiares en rehenes. A tal fin
prepara un manifiesto, analiza con pesimismo la situación, y
arrostrando sin miedo el peligro, con entereza, señala los
errores de un bando y del otro y propone como solución
deponer las hostilidades; redacta un programa de gobierno y
una lista de nombres para constituir, con carácter nacional,
el que debe realizarlo y arrancar hacia una época de
reconstrucción política y económica del país, sin
persecuciones y sin acciones de represalia, que hiciera de
España un pueblo tranquilo, libre y atareado.
Teme,
frente a los excesos, atropellos y vejaciones de los
republicanos, la desoladora mediocridad política del otro
lado; los tópicos y la falta de un sentido nacional de largo
alcance que conducirá, a la vuelta de unos años, otra vez, a
la revolución negativa.
Luego
viene el emocionante discurso ante el tribunal popular cuyos
vocales políticos respondieron martilleando sí, sí, sí, un
veredicto de condena a muerte. Se precipita la ejecución, sólo
tiene ya tiempo de dejar aquel testamento sereno, cuidado y
delicadísimo. Y el proceso de su vida se corta. Porque no es
cierto que haya habido sobre vivencia en lo que vino después.
Hay sólo utilización y deformación.
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