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 José Antonio Primo de Rivera visto por ...

Por Eduardo Palomar Baró.

Juan Ignacio Luca de Tena y García de Torres, 2º marqués de Luca de Tena, nació en Madrid el 23 de octubre de 1897. Hijo de Torcuato Luca de Tena y Álvarez Ossorio, fundador de “Blanco y Negro” y “ABC”, el cual le ofreció a Juan Ignacio el primer ejemplar del diario “ABC”, el 1 de junio de 1905. Estudió bachillerato y en 1914 empezó la carrera de Derecho en El Escorial. Al año siguiente publicó su primer trabajo literario, ‘Abrazo de paz’. Edita su primer libro, ‘Alboradas’ y en 1917 su primera comedia, ‘Lo que ha de ser’. Se licencia en Derecho en la Universidad Central en 1918. El 15 de septiembre de 1919 contrae matrimonio con Catalina Brunet Serrano. De ella tuvo nueve hijos, siete hembras y dos varones. El 9 de julio de 1923 es elegido diputado  a Cortes por Sevilla. Dirige la revista “Blanco y Negro” desde 1925 hasta 1929, y, a la muerte de su padre en 1929, dirige hasta 1936, el diario madrileño “ABC”.

En 1931, tras la proclamación de la República, fue detenido y encarcelado –y suspendido el diario de su dirección- con motivo de los sucesos del Círculo Monárquico. El 10 de agosto de 1923 vuelve a ser detenido con motivo del levantamiento del general Sanjurjo. Monárquico convencido, tomó parte en toda clase de conspiraciones tendentes a derribar el régimen republicano, muy especialmente en la que condujo al Alzamiento militar de julio de 1936, interviniendo personalmente en las gestiones que llevaron a cabo el corresponsal de “ABC” en Londres, Luis Antonio Bolín, y el ingeniero Juan de la Cierva, para la adquisición de un avión que trasladase al general Franco de Canarias a Marruecos, con el fin de que se pusiese al frente del Ejército de África. A los pocos días de comenzar la contienda, se trasladó a Italia en unión de Pedro Sainz Rodríguez, para establecer una serie de contactos con el Gobierno de Mussolini en solicitud de armas con destino al Ejército nacional. Combatió en la guerra civil como teniente de complemento del Arma de Caballería, siendo ayudante y enlace del general Varela. El 1 de abril de 1939, una vez recuperada la Casa de “Prensa Española”, gracias a la victoria del Generalísimo Franco sobre el Ejército rojo, vuelve a dirigir “ABC” de Madrid. En el año 1942 fue nombrado embajador en Chile. Al año siguiente muere su mujer. Consejero nacional de FET y de las JONS, procurador en Cortes por designación del Jefe del Estado. El 21 de enero de 1946 toma posesión de su cargo de miembro de la Real Academia Española, y el 20 de marzo contrae segundas nupcias con Isabel Bertrán Güell. En el año 1961 fue nombrado embajador de España en Grecia. Cesa a petición propia como presidente de ‘Prensa Española’ (1967). Autor de diversas obras teatrales, como ¿Quién soy yo?, ‘Don José, Pepe y Pepito, ¿Dónde vas, Alfonso XII?, ¿Dónde vas, triste de ti?, ‘El cóndor sin alas’, ‘Yo soy Brandel’ y ‘El rey de las finanzas’. En 1971 publicó el libro de recuerdos ‘Mis amigos muertos’. El sábado 11 de enero de 1975, a las 9:30 de la mañana, fallecía en su domicilio madrileño de Serrano 111, de una insuficiencia cardíaca. 

Su libro “Mis amigos muertos”, prologado por José María Pemán, es como una antología sentimental dirigida a sus mejores amigos, unos por afecto entrañable desde la niñez y otros por el trato frecuente, más o menos duradero y circunstancial, o una simpatía mutua, nacida súbitamente sin saber por qué, contribuyó a que intimara su amistad. Entre personajes como Alfonso XIII, Calvo Sotelo, el general Sanjurjo, Ramiro de Maeztu, Pedro Muñoz Seca, Benavente, Marañón, los hermanos Álvarez Quintero, Lerroux, Manuel Machado, etc. dedica un emocionado recuerdo a su gran amigo José Antonio Primo de Rivera.

“Llegó a ser en vida el ídolo de juventudes exaltadas de patriotismo e ideologías totalitarias. Durante años, se han vanagloriado muchos de su intimidad: «Aquella tarde, en el Café de Recoletos, me decía José Antonio... » O «Cuando yo estaba con José Antonio en la cárcel... » Pero, en realidad, fuimos pocos los que gozamos de su amistad estrecha y estuvimos con él en la cárcel.

Cuando el general Primo de Rivera dejó el Gobierno, apenas conocía yo a José Antonio. Se había formado, en torno a la figura del que pocos meses antes regía en dictadura los destinos nacionales, una campaña rencorosa y vil, donde se volcaron todos los calumniadores de oficio en la cobarde y fácil tarea de hacer leña del árbol caído. Se elaboraba al mismo tiempo la revolución contra la Monarquía, y el escándalo en los periódicos republicanos e izquierdistas llegó a términos de procacidades tales, sobre todo contra el ex Dictador, que ni aun pueden explicarse todavía por la inhibición de unos Gobiernos que, pretendiendo derivar a un régimen democrático y liberal, vivían sojuzgados por la anarquía y el libertinaje. La situación de José Antonio Primo de Rivera, con su padre gravemente enfermo en París e injuriado a diario en muchos periódicos de España, era dificilísima. Si andaba todos los días a golpes, podían calificarle de violento y arbitrario y, si se resignaba, de cobarde. Él resolvió todas las contingencias con una elegancia y dignidad tales, que, si no hubiera tenido posteriormente tan brillantes actuaciones, aquella sola bastaría para acreditar su talento y su corazón. Daba bofetadas cuando hacía falta, pero jamás dio una que no estuviera justificada. Respondía públicamente y con la máxima gallardía al insulto personal y guardaba respetuoso silencio ante las críticas al político, con cuya actuación no siempre estuvo conforme su hijo. Algunas veces, frente a un razonamiento respetuoso contra algún aspecto de la política de la Dictadura, sonreía con escepticismo, sin dejar traslucir lo que pensaba para sus adentros. Porque José Antonio –y esto lo ignoran quienes no le trataron a fondo- era uno de los hombres más ponderados que yo he conocido. Ponderado hasta en la violencia. Alguna vez he dicho que sus mayores violencias fueron siempre más inteligentes que pasionales.

Al margen de toda política, estaba yo conmovido y admirado por aquella actitud de buen hijo, tan gallarda e inteligente a la vez, con la que resolvía su difícil situación un hombre de veinticinco años. Y, cuando apenas le conocía, se lo dije en una carta en la que volcaba mi corazón. Me contestó como él sabía hacerlo y volcando su corazón también. En aquella carta me trataba de usted por última vez. A los tres días empezábamos a tutearnos, pero el verdadero origen de nuestra amistad, que perduró hasta su muerte, está en aquella carta. He aquí algunos de sus párrafos:

«No es fácil de expresar la sorpresa y la emoción con que he leído su carta. Pero no me será difícil hacérsela imaginar. Nos hemos educado los dos, como usted muy bien dice, en la misma enseñanza. Y de igual manera que siente y entiende mi temor de ser tan sólo “el hijo de papá”, tiene que sentir y entender también hasta qué punto llega al fondo del alma un rasgo de cordialidad como el suyo.

«Parece que el haber vivido desde chicos en un ambiente de publicidad y pasión (la publicidad y la pasión que han rodeado a nuestros padres) debería habernos embotado en parte la sensibilidad para todo género de impresiones. Pero a mí me ha pasado lo contrario, y por lo visto a usted; los ataques a mi padre (los ataques insolentes, enconados, injustos, como muchos de los que se leen en estos días) llegan a producirme una amargura hasta "física" tan agobiante que me quita del todo la paz. Y en cambio, el encontrar una prueba noble de afecto, el verme entendido y apoyado, como ahora con su carta, me entona de un modo que sólo puede imaginar quien lo ha sentido.

«No encuentro palabras con que agradecerle lo que ha hecho. Es imposible buscar nada de mayor delicadeza: adivinar la situación de espíritu de un hombre a quien ni siquiera le ligaba una amistad íntima y decirle precisamente las palabras justas para confortarle. Ha venido usted a reconocer en justicia, generosamente, los beneficios que a mi padre debe España, precisamente en estos días en que me achicharra por dentro el repugnante espectáculo que a nadie se oculta: una prensa rabiosamente sectaria y una turba hambrienta de viejos fracasados que resucitan, pidiendo a aullidos, ¡las responsabilidades de la Dictadura! Como si el gobierno dictatorial, falible como todos, no hubiera venido a sacar a España de las miserias y las vergüenzas en que la sumieron muchos de los que ahora ejercen de fiscales; como si no hubiese ahuyentado la anarquía, la pesadilla africana, el déficit crónico, la leyenda negra, la reputación detestable de nuestros caminos y tantas otras cosas tristes, sino que hubiera sido una cuadrilla de salteadores dedicada durante seis años al saqueo. Y esto es lo que se dice, a sabiendas de que es mentira, entre el silencio cobarde de los más obligados a la defensa.

«Si todos se portasen como usted conmigo ahora, ¿qué importarían las discrepancias políticas? Lo malo es que en general, entre nosotros, se trata a los adversarios como si no fueran hombres, como si no fueran sensibles: dándoles unos manotazos desconsiderados que hacen sangre en lo más vivo de los sentimientos. Tal vez los que atacan de esa manera sienten poco y por eso no adivinan el daño que hacen. Usted, al entender lo que otros sienten, demuestra que también sabe sentir.»    

           

Esta carta, que ató los primeros eslabones de nuestra amistad, estaba fechada, por pura coincidencia, en un día histórico para España e inolvidable para él: 16 de marzo de 1930. Momentos antes o después de escribirme José Antonio, quizás a la misma hora, fallecía en París el general Primo de Rivera. Tal coincidencia reforzó nuestro naciente afecto, que rubricamos tres días después en la estación del Norte con un emocionado abrazo, ante el féretro de su padre. Desde entonces, nuestro trato cordial no se interrumpió nunca, ni siquiera en momentos de discrepancia. Poseía, entre todas sus excelsas cualidades, la de ser humano, cordial y alegre. Desde distintas trincheras hemos luchado los dos, durante seis años, contra los mismos adversarios. Juntos nos tuvo en la cárcel, el verano de 1932, la arbitrariedad rencorosa de la República, y a mi lado le tuve durante aquella huelga periodística de 1934, en que todo Madrid era para mí un parapeto.

Justo un año antes, en marzo de 1933, cuando aún no existía la Falange, José Antonio y yo habíamos discutido públicamente, en una polémica periodística que no dudo en calificar de ejemplar por la cortesía y cordialidad con que fue planteada y mantenida. En ABC, dirigido por mí a la sazón, se había publicado un editorial atacando al Gobierno de Azaña por la recogida arbitraria del semanario El Fascio y protestando al mismo tiempo contra las amenazas y coacciones del socialismo frente a la propaganda, que estimábamos lícita, de los partidarios del fascismo. Señalábamos, en el mismo suelto, la objetividad de nuestro criterio, fundándolo en que nosotros no éramos fascistas. Replicó José Antonio: 

«Me duele que ABC, tan admirable diario, despache su preocupación por el fascismo con sólo unas frases desabridas en las que parece entenderlo de manera superficial». 

Le contesté y comenzó la cordial polémica. José Antonio defendía una doctrina; yo atacaba una táctica. Su primera carta abierta terminaba así:

«Cierro esta carta, no con un saludo romano, sino con un abrazo español. Vaya con él mi voto porque tu espíritu, tan propicio al noble apasionamiento y tan opuesto por naturaleza al clima soso y frío del liberalismo, que en nada cree, se encienda en la llama de esta nueva fe civil, capaz de depararnos, fuerte, laboriosa y unida, una grande España».

Pasaron los meses y los años, sin que nuestra intimidad se interrumpiera nunca. Algunos domingos íbamos los dos con otros amigos y amigas, de excursión a los lugares artísticos más cercanos a Madrid: Toledo, El Escorial, Segovia, Ávila, Sigüenza. Entre semana, casi todas las tardes, a última hora, jugábamos al póquer en casas amigas. En octubre de 1933 fundó él la Falange, y seguimos, cada uno desde nuestra trinchera distinta, luchando contra los mismos adversarios. La República se desprestigiaba día a día entre las ferocidades de los “auténticos” y las fofeces de la táctica radical-cedista. Y llegó, con las elecciones del 36, la barbarie erigida en sistema de gobierno. A las pocas semanas de posesionarse del poder el Frente Popular, le volvieron a meter en la cárcel con todos los directivos de la Falange. A mí no me apeteció que me volvieran a encerrar por tercera vez en cinco años, y, de polizón en un aeroplano extranjero, huí a Francia, donde ya había instalado a mi familia. En España, las atrocidades aumentaban con celeridad. La revolución, que preparaban los comunistas, se aproximaba. Comprendí, entonces, muchas de las razones de mi amigo, y meses antes de comenzar la Guerra Civil, se lo dije en una carta desde Biarritz, haciendo llegar hasta su celda mi efusiva amistad. El 25 de mayo, José Antonio me respondía, desde la cárcel:

«Mil gracias por tu carta. Tienes razón cuando invocas nuestros sentimientos comunes de hombres civilizados. Éste es un espectáculo de barbarie nada sorprendente para quienes creemos en la necesidad de un orden nuevo y sabemos que el vigente no es más que un vivero de injusticias alternativas. Pero es bueno, siquiera, esto de sentirnos en la incomodidad (todavía me parece demasiado pomposo llamarlo persecución), porque en este aprendizaje nos hacemos fuertes para derruirlo y alzar, sobre su ruina, la España que quiere la Falange: una, grande y libre. Un fuerte abrazo» José Antonio.

A los seis meses, lo mataban en Alicante. Hoy ya está en los luceros y desde su luz ilumina la tierra de esta España a la que tanto amó, con el resplandor de aquel ideal de unidad que con tanto entusiasmo defendía en sus propagandas.

¡José Antonio! ¡Presente aún en el corazón de tus más viejos amigos! Guardo, como una reliquia, tu carta última en la que me hablabas de la “comunidad de sentimientos entre los hombres civilizados, frente a la barbarie”. Es la clave de la España que anhelamos. Comunidad, que es decir: unión. Unión de todas las clases y de los españoles todos por encima de las clases, fundidas y apretadas, como en un haz, por el supremo interés de la Patria.  

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