BREVES ANALES DE SETENTA Y DOS HORAS

Por Tomas Borras.

"un Ejército paisano de 250.000 hombres ..."

   Para entender lo ocurrido en España –me refiero a la precipitación y desorden de los hechos- desde el 17 al 20 de Julio de 1936, fecha de oro, hay que considerar lo que no se recuerda: que el Poder público (Gobierno, Cámara, partidos concentrados en el Frente Popular), iba a imponer el sistema comunista el 1º de agosto. 

Caso extraña en la lista y carácter de las revoluciones, que desde el Mando se preparase la subversión del orden político regido por los mismos que le conculcaban. El ataque a la Monarquía, abandonada por quienes debieron defenderla, fue el primer paso –volar el dique de contención, que resistía desde 1899- para liquidar sin escrúpulo la independencia de España. La República fue el segundo trámite, prometida “con obispos y banqueros”, al instante maculada con quema de edificios religiosos, linchamientos de señores (los “caramelos envenenados”), persecución de los grupos opositores legales, y “ley de Defensa de la República”, que anulaba la Constitución y, al dejar a los ciudadanos a merced de los fretepopulistas, atornillaba la tiranía sin réplica. La culminación de ese rápido procero, cinco años, iba a ser la República comunista, de intención ibérica, pues segundarían los vendidos al atrapar a Portugal en la red, maniobrándole desde Madrid. “¡Atención al disco rojo!”, chirrido de los titulares en los diarios zurdos desde la Revolución de 1934, ensayo general “con todo”, crímenes incluidos, de la que perfilaba el Poder minuciosamente. El disco rojo, con un Ejército paisano de 250.000 hombres con buenas armas, Estado Mayor de Moscú y de Francia, el Ejército auténtico “triturado” y los poquísimos soldados y oficiales restantes con permisos veraniegos, las masas sindicaleras dispuestas, los comités alrededor de la mesa, las instrucciones repartidas ..., ese disco rojo que señalaba victoria debía ser el sol que alumbrase las matanzas del 1º de agosto fatídico, el definitivo “Finis Hispaniae”.

José Antonio, fundador de una Falange que se dejaba en las esquinas jirones sin vida de sus grupos.

Paralelamente, las fuerzas dispersas, mínimas, de los defensores del ser de la patria, de su libertad y dignidad, a duras penas malvivían en la penumbra, perseguidas a muerte, heridas, encarceladas, desterradas, burlando a sicarios y soplones, dejándose en los campos y en las esquinas de las ciudades jirones sin vida de sus grupos. Falange Española de las Jons, el Requeté, los monárquicos del “Tyre”, a la desesperada y sin más espera que en Dios, hacían frente al alud como podían y podían poco en lo material. Por su parte, los oficiales del Ejército, alistados en la UME (“Unión Militar Española”), eran núcleo único con estructura, mando técnico central y programa inmediato. A la UME agregábanse los guerrilleros civiles, algunos ya curtidos en la milicia del fuego y la muerte, los falangistas.

 

Mola, cerebro coordinador de las distintas fuerzas dispersas, defensoras del ser de la patria.

Así, los ordenadores, Mola su cerebro, contaban con un escalafón de combatientes decididos a gloria o sepultura, muchachos inflamados de amor suicida por España, además de los soldados escasísimos y trabajados por la propaganda, por la estupenda propaganda aturdidora de los marxistas y sus cómplices. Esos civiles que se militarizaban, bajo el mando de la famosa profesionalidad nacional, vivieron al margen del error cometido, políticamente, al definirse la República como paso al bolchevismo; el error, mortal, consistió en enredilar a las clases sensatas que forman el fiel de la balanza en los Estados, a los de  tendencia conservadora, a los de orden, a los pudientes, en ese redil de la colaboración con la misma República que lo mejor que pretendía de ellos era exterminarlos.

Cinco años de tanteos, batalla de verborrea, dinero perdido, paciencia ante el agravio, engaño ilusionado y procura de enderezar lo torcido, en fin, falta de visión, de sentido común y de valor, sacaron de la liza a la gran mayoría de los que pudieron decidir el combate –pues era combate- con su peso específico en la sociedad. Solas quedaron las almas aguerridas, iluminadas, únicos los inasequibles al desaliento, sí, pero a la bobería de pactantes contemporizadores con el diablo, los del mal menor y el bien posible, los del todo lo arreglarán los votos ... ¡La Revolución del disco rojo no pudo soñar auxiliares más ignaros y dóciles!

Calvo Sotelo, el gran político, no casualmente elegido para la eliminación y el martirio.

En ese momento clímax de paso fuerte a la solución maximalista del proceso revolucionario, de contextura perfecta y brutalmente masiva del Poder agresivo y, por el contrario, de alguna preparación eficaz de la UME, con la adhesión de los divinos caballeros de la España agonizante, el Gobierno decidió librarse de los pocos, aunque endurecidos e irrefrenables, que le molestaban como mosquitos. Es parte de la táctica leninista, en situaciones en que hay que batir al contrarrevolucionario, la provocación. Como los ánimos estaban candentes, una provocación científicamente motada haría salir de sus escondites a los aún libres entre las mallas de la persecución, y en un día la contrarrevolución sería aplastada. En seguida, en paz, pues los pazguatos del bien posible y el mal menor no rechistarían y el Frente Popular colocaría ufano la bandera de hoz y martillo en la cúspide de su maniobra en tres tiempos. La provocación fue el asesinato de José Calvo Sotelo.

La réplica fue la que el traicionero Gobierno esperaba. Saltó la gente ardida. Pero no fue lo que se esperaba el Gobierno de Judas. Saltó la gente, mas con el punto de apoyo firme de un reducido Ejército incomparable. Sí. La clave de la victoria de España sobre sus asesinos se llama Ejército de Marruecos.

Allí, la coherencia de los elementos armados, la lejanía de la vigilancia del “aparato” policiaco y subpolicíaco (los sindicatos anarquistas y marxistas), el volumen de los efectivos y, sobre todo, su calidad, el espíritu de cuantos vestían uniforme, de general a soldado de segunda (contadas excepciones de masonazos o estómagos frentepolulistas), todo ello conjunto, más la imposibilidad de disolver las magníficas agrupaciones por exigir su presencia en la zona un compromiso internacional, forjó el arma contra los caínes. Había en Marruecos un hueste capacitada, entusiasta, invencible y vencedora siempre, de solo un corazón, de pensamiento único. Y estaba jurado en la revista del Llano Amarillo, que como un solo hombre, como un varonil hombre entero, aquellos quince mil acudirían a la voz de peligro, fieles a la orden de la España crucificada, saltando sobre la Bestia roja para acabar con ella y con su gran crimen.

Se contaba con Sanjurjo, con Franco, con Goded, Saliquet, Franjul, Ponte, Orgaz y Varela, primera futura Junta gobernante, añadido Mola, con matemática y paciencia exactas y sutiles, se tejían los hilos de la leva con los nudos de los mandos. Escasa leva, pues son pocos  en el trance los decididos. Y con el ansia febril de adelantarse al 1º de agosto. Pues si el 1º de agosto estaban en la calle las tremendas fuerzas de la Revolución roja, ya no cabría sino morir decentemente.

El grito de rabia que origina el asesinato del puro mártir, cuando los demás están encarcelados, José Antonio, Ledesma Ramos, Pradera, Maeztu... , cuantos podían agregar su civilidad a los militares; la indignación que produce la herida en el honor, inferida por los del “¡Muera España!” “¡Viva Rusia!” en efecto, como calculó el Poder, hace que la gente se eche a la calle. La gente eran los españoles. Así empieza la Segunda Guerra de Independencia. Como empezó la de 1808, con decisión para hacer lo que había que hacer, costase lo que costase, paisanos y oficiales unidos en el paso adelante, a la buena de Dios, que es la buena si Dios es uno de los combatientes. Así se puso en pie el “¡No importa!” definitivo de España.


Ello origina la lucha general según planos y planes, sino confuso forcejeo local, en cada pueblo de resultado diferente, combate caótico, sin cohesión ni extenso objetivo premeditado. Morir o liberar a la ciudad, o la aldea: ése es el designio. Se lanzan al asalto de las férreas estructuras frentepopulizantes como David contra Goliat. El Ejército de Marruecos, con la flota en poder de la marinería homicida, está allí bloqueado, no podrá pasar el Estrecho. “¡No pasarán!”, empieza el estribillo de la Bestia borracha de sangre.

Son setenta y dos horas decisivas, se oye crujir la Historia, de lo que suceda depende la vida de una nación, y depende la vida de Europa, y depende la vida de una civilización bautizada de Cristiandad. Setenta y dos horas en que lo alucinante trágico planea sobre la patria en forma de burla. El amanecer del día 20 alumbrará un cadáver cristiano o el cuerpo ensangrentado, pero erguido, en pie.


“Madrid se pierde. No importa. Resistid hasta que llegue Mola.” Es la consigna que nos dan a los falangistas. El Cuartel de la Montaña, los regimientos de Carabanchel, los del Pacífico, el de El Pardo han de ganar Madrid, con los falangistas y los cadetes. Fanjul entra en el Cuartel, los tiros comienzan el 19, la madrugada del 20 alumbra el exterminio y saña. Por el suelo yacen los despedazados en las irrupciones, al final, después de quemar todos los cartuchos, después de los cuerpo a cuerpo. Es el otro Parque de Monteleón. Madrid será en adelante, para los honrados, el Madrid del Dos de Mayo y del Cuartel de la Montaña. Los del “¡Arriba España!” en Carabanchel y el Pacífico son luego fusilados. Las cárceles rebosan y comienzan las checas a sustituir a las cárceles. Por cunetas, desmontes, solares y calles aparecen los primeros “besugos frescos”, como llaman a los arrancados de su hogar y caídos con el tiro en la nuca. Madrid paga los votos aquellos, su confianza e la República. Desde el Poder se cacarea: “¿A dónde van esos locos?” En efecto, ellos tienen todo cuanto es preciso para ganar una guerra. Los españoles, un nada: locura de razón.


En Valencia, indecisiones –indecisión, musa de la derrota-. Paterna posición erizo, quemas de edificios públicos en la hermosa de toda hermosura, soldados que no saben a quién obedecer, jefes rebasados por las masas, barcos extranjeros en el puerto a la ayuda de su revolución, de la extranjera, las famosas derechas, las que tuvieron fe en los consabidos “procedimientos democráticos”, sacadas a la calle y asesinadas, saqueos, incautaciones. Es el terror, los cien días de darle satisfacción al “pueblo”, que anunciaba la oratoria mitinesca. Y Alicante, con José Antonio entre rejas, con el intento de liberación y fusilamiento de los de Callosa de Segura, abnegados inmolados, perdido Alicante luego de intentos de poquísimos contra muchísimos e inundación de Levante por la barbarie de disfraz de casulla robada. Allí actuó el Gran Oriente, el de suave sonrisa y maneras de pastelero para entregar a la víctima cándida bien asegurada.


En Badajoz mandonea en el acto el preparado, como en todas partes, un Comité del Frente Popular. Se incendia, se asalta y fusila, se llenan las poblaciones de furias rojas, ganan así una provincia entera, la ferocidad es característica de los “defensores de la legalidad”: doce personas quemadas vivas en Fuente de Cantos, ráfagas de crímenes por doquier, los ojos cuajados de visiones de sangre, los pocos “nacionales”, como nos llaman, pereciendo en los choques de “ni heridos ni prisioneros”.


A Barcelona va Goded, que cambia su mando, señalado para Valencia, a última hora. Hay numancias como en todas partes, pues son uno contra diez mil y los parapetos alargan las horas en espera de lo que ocurra en el resto de España, si es afortunado. Allí hay servidores del separatismo además del sovietismo. El cerco, la lucha, Goded procura que se salve, por lo menos, en última instancia, la vida de los suyos. Cree capitular con caballeros, respondiendo él solo. Si se acepta la rendición honrosa, es para fusilar a todos después. Barcelona, enloquecida. Con ella toda Cataluña cae en el cepo.


En Baleares se lucha, se ganan Mallorca y las islas chicas, se pierde Mahón. Zaragoza se salva, los pueblos se suman al Alzamiento, la línea “leal” de los desleales y la “facciosa” de los legítimos queda a tres kilómetros del Pilar, con pueblos envueltos y en apretado sitio. Huesca y Teruel sufren con los populeros en los arrabales a pedrada y bayonetazo, defendiéndose. Oviedo es islote azul en la Asturias roja, allí otra Numancia, ésta feroz, en destrucción lenta y heroísmo de meses, tesonera de españolidad. Oviedo salva, con su decisión sacrificada y con Aranda y Caballero, todas las provincias de su Sur, Palencia, León, Zamora ... y las líneas de Madrid. Pues si los mineros no acuden arremolinados al cebo de Oviedo, se derraman sobre las minas leonesas, en pie, y se pierden la Castilla y el León, antiguos nobles. Y perece Valladolid dinamitado, y el Alto de los Leones no se denominaría así ahora. Eran veinte mil hombres de pelo en pecho y cartucho entre los dientes. Oviedo se deja agarrar, pero no suelta la mano que la agarra. Es otra de las claves del triunfo.


En Galicia el choque es encarnizado y en revuelto montón, no se sabe quién vence, a nadie le importa la táctica ni el conjunto, Dios decidirá al final cuando no queden enemigos. El Ferrol es llave de victoria o derrota. Los buques de la Armada pasan de mano a mano, según la alternativa de ganancia. A lo último decide un hombre: el oficial Salvador Moreno entra, pistola empuñada, en el “Almirante Cervera” y se impone por ley de energía y ley de disciplina. Es el fin. Galicia se gana, añadidos los honrosos combates de las cuatro provincias. Buena prenda de porvenir. Galicia, la de los soldados mudos, que hablan sólo por o que hacen, y lo que hacen lo hacen muy pocos más.


Canarias no vacila ni en motín de un solo hombre. Unánime, con Franco, ya capitán del rescate. Las provincias africanas, con la España de que son porción. Castilla la Vieja, entera, por algo es rectora política de la nacionalidad desde Fernán González San Sebastián, Bilbao se pierden de momento. Álava queda, en ese azar de lo imprevisible, del lado de lo natural, libre de zafiedades postizas. Como Cáceres, sin un tiro; como Salamanca, tan absoluta era su devoción por la doctrina de la España eterna, asimismo Logroño. Toledo es teñido de rojo, salvo la otra Numancia del Alcázar, donde se refugia la guarnición, un puñado, la Guardia Civil y el otro puñado, la Falange. Albacete se pierde, le inunda la riada que rebasa Valencia, así como Murcia, la sana y católica, en aquellas horas puesta de máscara comunista. Pamplona, Navarra, dio el ejemplo: hasta los niños, la montaña de boina amapola, la ribera de camisa azul.


Valladolid saca sus jonsistas y las escuadras labradoras toma el fusil y se va a salvar Madrid. Valladolid y Burgos impiden que salgan de Madrid los doscientos cincuenta mil combatientes rojos e invadan el centro peninsular o se derramen por el Sur, aniquilando las ciudades andaluzas propicias. Valladolid y Burgos hacen de ventosa, como Oviedo. Y son cabeza de la Castilla que, con Salamanca, regirá los comienzos de la Cruzada.


En Andalucía hay varia fortuna. Sucede en Cádiz que la primorosa ciudad se dispone después de aventar unos cuantos cuervos graznadores para servicio de los hombres representativos de la bandera. En Sevilla, el milagro de los milagros: un general con el disco de gramófono de la marcha legionaria y los garrochistas y caballistas de la labranza señoril, más la audacia de la Falange Sevillana, una de las mejores, en total pocos centenares, domina por la gracia de la Gracia a hordas avezadas en número innúmero, que se refugian en Triana, y al llegar, “de veras” esta vez, la Legión apacigua la ciudad y gana para la Sagrada Causa el cogollo de la zona oriental andaluza. El increíble suceso se llama Queipo de Llano. Granada se incorpora al Movimiento después de duras escaramuzas, sangrientas y ciegas. Málaga, Jaén, Almería, Huelva se pierden: como Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara y Santander. Se gana Córdoba, dirigida por un gobernante no frentepopulista, sin matanzas por ello, sin más crisis que el minuto de la buena decisión.


Yagüe, jefe de la hueste capacitada, entusiasta, de Marruecos, clave de la victoria.

Franco vive, previo a su hazaña militar y civil, un anteepisodio en el que se ve la mano de la Providencia. El 17 de julio se recibe en Las Palmas la noticia del Alzamiento en Melilla de los bravos de Yagüe, el azul. En el archipiélago que adelanta España hacía la bien amadas Africa y América, reside como desterrado con mando el general que inquieta con su silenciosa calma al Ministerio encargado de la subversión “desde arriba”. Franco lo tiene todo preparado. En Gando hay un bimotor inglés con turistas a bordo. Es el que de madrugada eleva el vuelo con Francisco Franco, cuya misión es ponerse a la cabeza de los del juramento del Llano  Amarillo. Pero el Frente Popular,  como buena organización comunista, tiene un servicio de espionaje perfecto; que espioneo y propaganda son sus dos actividades sobresalientes.

En los aeródromos franceses de Marruecos se da la alarma. Hay que detener ese avión y asesinar a Franco. Los pistoleros son convocados por sus capitostes.

Reposta el bimotor en Agadir. Sin novedad. Los frentepopulistas no disponen allí de muchos elementos. Casablanca es la estación peligrosa. De Tánger había salido una cuadrilla de asesinos para Casablanca, al mando de Cerdeira, mientras en el aeródromo de Tánger esperaba otro “gang”, y a Casabranca llamaban por todos los procedimientos los frenéticos timbres de alarma de Madrid.

Se esquiva el riesgo por adelantarse el avión a los cálculos de los criminales. A las cuatro y media de la madrugada (del 19) surgía a las nubes de la plaza, desde el suelo, bien provisto de gasolina, el bimotor que conducía a un Caudillo. Era poco antes de que a toda marcha se precipitase el “auto” de Cerdeira y sus cerdeiros hacia la pista desierta, aun resonando en el aire el zumbido de los motores. El Mal no había triunfado. (Hay momentos en que así, a tictac de segundos, el Destino juega sus dados). Franco, su nombre, es la bandera izada en el corazón e los españoles, fiel a sí mismo.

Ya es llamas y oro duro el sol de Tetuán cuando Buruaga, avisado desde Arbaua, se dirige al avión que aún ronronea en el aterrizaja. En la portezuela, abierta con mano tranquila, aparece un militar. Buruaga da el clamor: “¡Ha llegado Franco!” El del parte oficio al de 1939: “La guerra ha terminado.”


Amanece ese 20 de julio, en que el sol ha de contemplar cómo queda, después de un eclipse de noticias de setenta y dos horas, el mapa, el territorio. Y es así: por la continuidad como nación están Las Palmas, Tenerife, las plazas y provincias africanas, Baleares, excepto Mahón; Cádiz, Sevilla, ciudad, y algún pueblo; Córdoba capital, y poquísimos pueblos, también; Granada, ciudad tan sólo y tan sola; Cáceres, y no todo; Avila, en parte, con la capital; Segovia, en idéntica situación, como Soria; Teruel, la capital, y algo de territorio alrededor de su enclave; Zaragoza y parte de la provincia; Huesca, capital, y poca provincia; Pamplona, Vitoria, Logroño, Burgos, Palencia, Valladolid, Salamanca, Zamora, León, con merma de pueblos norteños; Orense, Lugo, Pontevedra, La Coruña. Lo demás, dos terceras partes de la España peninsular, en uñas de la Konmintern soviética y de los pactos secretos de San Sebastián, disgregadores.

“¿A dónde van esos locos?” Los locos de Marruecos siguen el día 20 de julio frente al Estrecho, dominado por la flota de la marinería verduga. Los locos de las provincias donde no cesó el fuego se defienden, copados, en su propia probable sepultura. En la reducida España libre toman las armas muchachos y viejos alistados, pues “morir es acto de servicio”. Sol del 20 de julio, y no disco, alumbró el final del primer episodio, el inextricable enmarañado al azar las malas y las buenas suertes. Pero se había adelantado España a la Antiespaña, y el 1º de agosto rojo abortó. Ahora estaba a la defensiva. Quien se anticipa lleva un punto. Los otros puntos de la ganancia allí, en un despacho de la Alta Comisaría, en Tetuán, alrededor las líneas de impávidos en posición de firmes, la mente de Franco, el capitán recién llegado ligando la estrategia en que habían de enredarse los pies que pisoteaban el suelo sacro.

  ABC. 18 de Julio de 1958.-


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