CÓMO ENTRE EN MADRID

 

Bajo este título escribía Bobby Deglané en el Semanario gráfico nacionalsindicalista “FOTOS”, en su número 110 correspondiente al 8 de abril de 1939 y editado en San Sebastián. Decía así:

“Quiero, en primer lugar, dejar en claro esta advertencia: mi entrada en Madrid, dos horas antes de que entraran las tropas de Franco, fue meramente consecuencia circunstancial, y de ninguna manera puede ella significar contenido episódico alguno. Este relato de cómo entré en Madrid, no tiene otro alcance que el de procurar que llegue hasta nuestros lectores, en hilvanado estilo, pero en términos objetivos, algo de lo que ocurría en Madrid en los últimos momentos, en que aún actuaban en la capital fuerzas del Consejo de Defensa republicano.

El lunes 27, como consecuencia de las manifestaciones oficiales que el Consejo de Defensa hizo públicas a través del micrófono de Unión Radio de Madrid, y que explicaban las gestiones de paz iniciadas por dicho Consejo ante los emisarios del Generalísimo Franco, gestiones que fueron de plano rechazadas por el Caudillo, por no corresponder, ninguna de ellas a la realidad del momento actual y de la que hemos vivido a través de toda la guerra, grandes masas de milicianos rojos, pasando por encima de sus líneas de la Ciudad Universitaria, se rendían en constante caravana a nuestras fuerzas, que sin movimiento militar alguno, pero con todas las precauciones del caso, en previsión de sorpresas, les iban desarmando, interrogando y remitiendo a los campos de concentración de nuestra retaguardia.

Es conveniente recordar, o por lo menos declarar en esta oportunidad en que la hora de los secretos militares ha terminado, que el campo fortificado que el enemigo tenía en la Ciudad Universitaria debido al tiempo largo de treinta y tres meses que la guerra se estacionó en él, permitió a nuestro enemigo fortificarle de tal manera que una operación ofensiva nuestra en aquel sector habría significado una preparación táctica de gran envergadura. No eran ya sólo las innumerables y tortuosas líneas de trincheras, ni la cantidad de sus armas automáticas, ni el número exorbitante de sus puestos de morteros, sino que también pesaban en el valor táctico, las minas subterráneas y superficiales que por todas partes tenía sembrados el enemigo. Sin embargo, la situación en el día 27 de marzo era muy distinta a la que hasta ahora habíamos vivido en la Ciudad Universitaria. El enemigo había perdido totalmente su moral por las enormes derrotas sufridas y que vinieron a aumentarse, desplomándose verticalmente, con las noticias que confirmaban que el Consejo de Defensa republicano quería rendirse. Y si a esto aún le faltó alguna gravedad, para empeorar la situación moral desastrosa del enemigo, ella vino en la ofensiva que el mismo día 27 inició nuestro Caudillo por Toledo. En estas circunstancias, pasándose sus hombres en gran número a nuestras líneas y huyendo sus oficiales al interior de Madrid en procura de una salida a Valencia, naturalmente la oportunidad de dar un golpe táctico sobre Madrid era clara.

El jefe de la Ciudad Universitaria y al mismo tiempo decano de las fuerzas que la han defendido, teniente coronel Fernández Prieto, ordenó fueran asaltados y ocupados rápidamente los edificios que hasta ahora habían estado en poder del enemigo.

Estos eran el Pabellón de Medicina, el de Odontología, el de Farmacia y el de Filosofía y Letras. Simultáneamente fue asaltada la Cárcel Modelo y el Puente de los Franceses, desde cuyas posiciones quedaban nuestras fuerzas frente y a escasos metros de las primeras barricadas de las calles de Madrid.

Esto ocurrió el 27 de marzo, durante el día y la noche respectiva. Al amanecer del día 28, la caravana de pasados a nuestras filas había perdido completamente el aspecto que hasta ahora había tenido, es decir, de soldados desarrapados, de caras caídas, sin aliento y vencidos moral y físicamente; ahora eran columnas heterogéneas de una romería civil que amenazaba despoblar Madrid, como se permitiera su continuidad. Mujeres, ancianos, niños de corta edad y de todas las clases sociales, conocedores de que los rojos habían abandonado sus trincheras, se descolgaban desde los diversos barrios de Madrid y arriesgando la vida sobre el campo minado de la “tierra de nadie”, penetraban alborozados en nuestras trincheras.

No cabía duda, a ninguno de los que estábamos en la Ciudad Universitaria, que aquel día entraríamos en Madrid. Sólo muy aisladamente se oía alguno que otro paco, empecinado comunista, tirotear nuestras trincheras. Era evidente que la toma de Madrid estaba decidida, que habría bastado con que nuestras tropas saltaran sobre nuestras trincheras y alambradas, para que las barricadas enemigas se hubieran desplomado y Madrid fuera reconquistado para España. Pero el Ejército, cuando obedece a una disciplina militar, no tiene opción de deliberar por cuenta propia y por lo tanto, mientras no se diera la orden superior de salir de las trincheras, nadie podía tomarse la libertad de entrar en Madrid.

Mi situación, en cambio, era muy distinta. Supeditado y además convencido del acatamiento que debía a la autoridad militar, me acerqué al jefe de la División, hoy actual gobernador de Madrid, coronel Losas, a fin de que me autorizara, bajo mi responsabilidad y por cuenta propia, de entrar en Madrid. Esta petición la hacía presionado fuertemente por mi interés periodístico de anticiparme a los acontecimientos, y brindar a mis lectores de “FOTOS”, los últimos momentos del Madrid rojo. La petición me fue lógicamente denegada, en atención a los posibles peligros de un paqueo o del gesto traidor de la clásica emboscada. No obstante estar yo convencido de la razón poderosa que invocaba este heroico e ilustre coronel para denegar mi petición, no pudiendo refrenar mi vocación profesional, salté de las trincheras, pasé sobre nuestras alambradas que durante treinta meses contuvieron los ataques enemigos, y me adentré resueltamente en Madrid con mi uniforme de Falange, pasando previamente por el campo minado. En un rápido esfuerzo, logré llegar hasta el Paseo de Rosales. En vano traté de penetrar en Madrid, pues todas las calles que desembocan a este Paseo, estaban obstruidas por poderosas barricadas de cemento. Salté como pude, perdiendo en el salto el bolso con parte de mi documentación, por sobre la barricada de la calle Marqués de Urquijo y Paseo de Rosales. Cuando caí al otro lado de la barricada, ya estaba en Madrid. Eché a correr por la calle de Marqués de Urquijo en busca de Unión Radio. Había pasado sólo tres calles, cuando ya encontré grupos de mujeres y jóvenes madrileños que llevaban brazaletes nacionales y que cantando se desbordaban camino de las barricadas, para mirar si entraban nuestras fuerzas, que a su vez esperaban con impaciencia la orden de adelante. Uno de estos grupos vio mi uniforme de Falange y creyendo que se trataba de un falangista que salía de su casa vistiendo por primera vez el uniforme, me saludaron con un estentóreo ¡Arriba España! Pero cuando se dieron cuenta de que mi aspecto era más bien de procedencia nacional se abalanzaron sobre mí y abrazándome me llevaron en alto por las calles de la capital de España. Como mi intención era llegar cuanto antes al micrófono de Unión Radio de Madrid, supliqué a estos entusiastas y jubilosos madrileños me permitieran realizar mi intento. Entonces todos gritaron: ¡Sí, sí, a la emisora! ¡Que hable por Unión Radio! Detuvimos a un coche que con banderas de Cruz Roja se veía venir a gran velocidad, mientras sus ocupantes gritaban: ¡Franco!, ¡Franco!, ¡Franco! En él, llegué hasta Unión Radio, donde encontré montada en servicio, a las fuerzas de la quinta columna de Madrid, o sea a los españoles, que sin esperar a que entraran nuestras tropas, se lanzaban a la calle en conquista de la capital. Formalizados los trámites de rigor, se me entregó el micrófono de la emisora, a través del cual lancé mi primera crónica de Madrid. Hecho esto salí a la calle, y con enorme sorpresa, yo que creía ser el primero que entró en Madrid, encontré varios coches, que por la Gran Vía corrían atestados de nuestra sección femenina de Falange, que con sus uniformes flamantes gritaban: ¡Arriba España! y ¡Viva Franco!

Los balcones ya ostentaban banderas nacionales y por todas partes subía un solo clamor: ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco! ¡Arriba España!


© Generalísimo Francisco Franco. 1 de Abril de 2.005.-


ANTERIOR

 SIGUIENTE