HOY, solemnidad de la Exaltación de
la Santa Cruz, los monjes celebramos en el Valle la
fiesta patronal, a la vez que clausuramos el
cincuentenario de la fundación del monumento.
Hasta estas alturas del Valle de
Cuelgamuros ha estado llegando la resonancia de
todos los acontecimientos vividos en estos años por
nuestra nación, así como los juicios vertidos, en
sentidos tan contrapuestos, sobre la significación
de este lugar. Ha sido una marea a veces hirviente,
pero aquietada y como absorbida por la densa quietud
que lo envuelve.
Precisamente, es impresión general,
entre los visitantes del Valle, la fuerte sensación
de paz y sosiego que se experimenta en este rincón
del Guadarrama. El silencio, la naturaleza y la
espiritualidad ambientales se consideran por todos
una de sus riquezas más apreciadas. Si alguna vez
llegara la hora de tener que lamentar decisiones
irreparables, una de las más sensibles sería la
liquidación de este entorno de cultura y humanismo
espirituales.
En este marco los acontecimientos se
perciben bajo otra dimensión, no urgida por apremios
o intimidaciones, sino desde la serenidad y la
percepción directa de la realidad.
Se ha preguntado qué es lo que está
en la génesis del Valle. Sin duda, algo más noble
que cuanto se ha afirmado tantas veces. El Valle no
es el monumento a una victoria, aunque esté en su
origen, sino la memoria de la convulsión sufrida en
la convivencia nacional. Es el memorial a las
víctimas que, hermanos de patria y estirpe, debían
reposar bajo las mismas bóvedas y recibir los mismos
sufragios. La voluntad de reconciliación se impuso
sobre cualquier otra consideración. Todos los
documentos fundacionales del Valle reiteran un
propósito que estuvo «guiado por el más elevado
sentido de unidad y hermandad entre los españoles,
sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos
pacificadores de la cruz» (Decreto-Ley, 23 agosto
1957).
Esa propuesta reconciliadora fue
planteada en los únicos términos en que, entonces y
en cualquier momento, resultaba viable: la que nos
permite situarnos por encima de ideas e intereses
excluyentes, interponiendo los símbolos primarios de
la concordia entre quienes ya no están en trincheras
opuestas, sino en presencia del mismo Juez y Padre.
La pacificación a la que el Valle convoca no es
tanto la de un general victorioso, como la que
señala en la Cruz el lugar donde se rubricó la
armonía de los hombres con Dios y entre sí.
Es una oferta que queda propuesta en
toda la simbología del Valle, concretada en una
Cruz, una Basílica y un altar, una necrópolis común,
una liturgia única en sufragio por todos los caídos,
de los cuales más de 35.000, republicanos y
nacionales, descansan en la Basílica. También el
Centro de Estudios Sociales fue concebido bajo esa
finalidad.
Este lugar no parece pensado para
apologías ni nostalgias: todas sus piedras hablan
únicamente de la Cruz redentora y de Dios, Juez de
vivos y muertos. A Él oran los monjes cada día, en
cumplimiento de uno de los fines de la Fundación.
Oran para que el sacrificio de esos caídos, unido al
de Cristo, sirva para borrar las culpas de unos y
otros. Oran por y con España entera para que la
hostilidad de entonces se trueque en ansias de paz.
Es en el Valle donde se viene reivindicando esa
memoria de todos ante Dios desde mucho antes que se
urgieran otros desagravios o reparaciones.
Cada año los monjes celebran un
funeral por todos los caídos, como culminación de
esos sufragios diarios. Es un acto de exclusivo
sentido religioso y abierto a todos. Nos proponemos
que así siga siendo, aunque con alguna variación de
fechas, que contribuya a preservar esa
significación. Ya a partir de este año la fecha de
dicho funeral se traslada al 3 de noviembre, a las
11 horas.
La memoria litúrgica correspondiente
a los aniversarios coincidentes de Francisco Franco
y de José Antonio tendrá lugar durante la Misa
conventual del día 20, a igual hora.
El Valle encierra un significado
permanente como emblema de las grandezas y
contrastes, de las aventuras y desventuras de
nosotros mismos. Ese trozo de nuestra historia común
debe ser preservado para las generaciones futuras,
como cualquier otro de los que han dejado entre
nosotros huellas profundas, inseparables de nuestra
historia colectiva.
A lo largo de los años el número
impresionante de sus visitantes y su testimonio
mayoritario ha corroborado que el Valle constituye
ya una posesión pacífica de los españoles, un lugar
al que se viene sin complejos y al que muchos
vuelven atraídos, según confesión propia, por la
magia de este paraje natural y religioso. Un lugar
que ha sido y es una ciudad viva, habitada por la
presencia de los monjes, de los niños escolanes, de
los empleados y sus familias, así como de los
turistas o de los huéspedes que vienen en busca de
silencio y reposo.
Ante esta realidad han sido muchas
las voces de los españoles que, en momentos de
acaloramiento, apremiaron a que no se profanara ni
se levantara la mano contra símbolos sagrados que
son cristianos y universales, venerados en España
por casi todos, y respetados por la generalidad de
los hombres. Signos que son axiomáticos para
cualquier europeo, aun cuando no todos compartan su
significado. En ellos está la imagen representativa
del Valle. Aquí las espadas están en actitud de
reposo, y sólo sirven para custodiar la paz de los
que descansan en el interior del templo.
Cabe reparar en uno de esos
símbolos: los monjes. Su venida y permanencia aquí
se explican por las mismas razones que han motivado
la creación de innumerables fundaciones monásticas
en todos los tiempos. En ellas han primado
únicamente los valores espirituales y humanos con
que los monjes han nutrido la cultura de los
pueblos. El concurso que se les ha solicitado lo han
prestado siempre con una entera libertad de
espíritu, como condición inexcusable de su
autonomía. Y así se han mantenido los monjes del
Valle: en una estricta independencia, en moderación
y sobriedad de actitudes, pese al escenario tan
complejo en que han debido desenvolverse.
Por eso, no han tenido que renunciar
a nada que perteneciera a la institución eclesial y
monástica. Han seguido siendo y haciendo lo mismo
que los monjes de cualquier época y lugar: servir a
Dios, a la Iglesia y a los hombres. Lo que se les
pidió: su oración y trabajo, estaba en la tradición
benedictina desde hacía quince siglos. Su actualidad
es la que viene ilustrando diariamente Benedicto XVI.
En este día de la fiesta de la Santa
Cruz los monjes vamos a realizar una sencilla
ceremonia, durante la cual depositaremos al pie de
la que aquí se alza dos pequeños fragmentos de
piedra procedentes del Santo Sepulcro y de la roca
del Calvario. Queremos significar con ello que las
raíces de esta cruz del Valle brotan del único
tronco de la Cruz de Cristo, convertida en clave de
España, de Europa y del mundo. El Valle descansa a
su sombra. |