He escrito
en otra ocasión de la “máquina de fabricar pobres”, que es el
populismo. Ahora, autoplagiándome, quiero hablar de otra gran
máquina que funciona con enorme potencia y genera toneladas de
ideología. Ese magnífico artefacto es el Nacionalismo.
Sus ramificaciones se extienden hasta los recónditos
rincones del cuerpo social. Y, además, tiene la virtud de contagiar
a las otras ideologías como un virus expansivo. Su función
principal, lo que a un tiempo supone el secreto de su éxito y su más
íntima seña de identidad, es la capacidad de crear problemas. Han
leído ustedes bien: no “resolver” ni “provocar” ni “suscitar”, sino
“crear”. Hay que sacar los problemas de la virtualidad, de la nada
donde dormían el tranquilo sueño del no-ser. Al modo de un demiurgo
o de aquellos personajes de un famoso cuento de Borges de largo
título, que inventan un universo con todos sus detalles: la
geografía, la botánica, la lengua…
Todos estos problemas tienen un mismo origen, que es
el Mal con mayúsculas. Esta entelequia puede recibir distintos
nombres: el Estado, el Gobierno central, o simplemente, con
recurrida metonimia, Madrid. El Nacionalismo –aquí está la clave de
esta impostura- tiene como función principal y trascendente la
resolución de estos problemas que él mismo crea.
Un caso claro es el de la lengua. Cataluña, por
ejemplo, ha sido siempre un modelo de convivencia lingüística.
Cualquiera podía comprobar como, en una calle o en una tienda de
Barcelona, se alternaban y mezclaban castellano y catalán en la
misma conversación. Miles de paisanos nuestros que fueron desde
Andalucía a buscar su forma de vida pueden ser testigos de esta
realidad. En otro nivel, el de la alta cultura, Barcelona era la vía
de penetración de las vanguardias culturales europeas e
hispanoamericanas. ¿Cómo entender sin los catalanes Barral y
Castellet y sin las empresas editoriales de Barcelona en fenómeno
del “Boom” de la novela hispanoamericana?
Sin embargo, forzando la espontaneidad social y yendo
contra la lógica, había que crear un problema lingüístico y, con él
una grave problema educativo, que está agriando el ambiente,
generando una multitud de descontentos y fomentando un peligroso e
injusto sentimiento anticatalán. ¿Qué decir de Galicia y del
gallego? Un nuevo nacionalismo abre un frente en una región que
siempre ha sido bilingüe sin problemas ni renuncias. Lo mismo -en
ciertos aspectos peor, pues aquí si se fuerza una realidad
lingüística hasta extremos casi de imposición- puede decirse del
euskera. ¿Vendrán detrás el valenciano y el bable? El nacionalismo
inventa el problema de la lengua como inventa largas historias de
represión como crea ab nihilo territorios –Euskalerría- que
nunca han sido más que una mención geográfica.
Algo nos consuela: en los tiempos que vienen harán
falta fuerzas y medios para resolver problemas de verdad y habrá,
por necesidad, que dejar de lado los problemas virtuales. |
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