Para quienes hubiéramos deseado formar en el piquete de su
fusilamiento, o en su defecto haberle dado garrote, la muerte de la
Rata de Pontejos nos ha resultado prematura. De cualquier forma,
España debió haberle juzgado por un delito de genocidio.
En cierto modo, la vida de este repugnante ser humano es un
misterio, como lo prueba que muy pocos supieran que estuvo casado
una primera vez y que tuvo una hija a la que abandonó enferma en la
URSS. Respecto a la mujer, muerta y enterrada, nadie ha sabido dar
cuenta de cómo y dónde. Aunque todas las versiones son escabrosas.
Oficialmente, y como Delegado de Orden Público de la Junta de
Defensa de Madrid (verdadero Gobierno de la II República en la
capital de España), Carrillo es responsable de las matanzas habidas
durante los meses de octubre y noviembre en las poblaciones de
Paracuellos, Aravaca y Torrejón, ampliamente documentadas. En
febrero de 1939, próxima a terminar la guerra de Liberación
Nacional, huye a Francia, iniciando un periplo en la más absoluta
clandestinidad por Argentina y Cuba, para regresar en 1949 a
Francia, instalándose en París. Convertido en secretario general del
PCE, inicia la lucha terrorista en España a través del Maquis, sin
descartar las purgas y las delaciones de infinidad de compañeros de
partido en la medida que le hacían sombra o le perjudicaban.
Iniciando en la década de los setenta del siglo XX, junto al
secretario general del PCI, Belinguer, la vía del Eurocomunismo, que
no fue otra cosa que la utilización de la táctica revolucionaria de
la infiltración, para cuyo propósito contó con la colaboración de
los que él mismo calificó como "tontos útiles": cristianos de base y
estudiantes universitarios principalmente de la clase media. Sin
embargo, todos estos extremos nunca se han tenido en cuenta,
potenciando tan sólo su labor en pro de la democracia al haber
tenido que renunciar a la práctica revolucionaria de la conquista
del poder.
Carrillo, que disfrutó de una larga vida matando, de ahí que podamos
hablar de que nos encontramos ante un asesino en serie cuyo iter
criminis es absolutamente demostrable, demostró la impunidad que un
genocida puede alcanzar en España por la bajísima condición moral de
sus gentes y, sobre todo, de sus dirigentes. Empezando por el Rey, a
cuya repugnante rata considero un gran amigo.
Se fue, pues, sin que pudiéramos tocarle un pelo. Ahora, ¡qué Dios
le juzgue! |
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