La utilización que el régimen de Franco
hizo de los Reyes Católicos facilitó la tarea de todos aquellos que
sentían por otras razones una especial repulsión hacia Isabel la Católica
y deseaban denigrarla. Sus enemigos han ido históricamente de los
republicanos a los islamistas pasando por los separatistas vascos y
catalanes que siempre han lamentado la tarea de reunificación nacional
consumada –que no iniciada– por Isabel y Fernando. Sobre estas
razones políticamente correctas, se ha ido labrando un cúmulo de
leyendas que tachaban a la reina de sucia, intolerante, fanática y
racista. Sin embargo, la realidad es que ninguno de esos mitos resiste
la más elemental confrontación con las fuentes históricas.
Si examinamos la leyenda relativa a una
Isabel que no se cambiaba nunca de camisa aunque ésta apestara, lo que
nos enseñan las fuentes es que precisamente Isabel era una mujer de
pulcritud sorprendente para su época; que se esforzó por hacer
extensivas al conjunto de la población sus normas y que los informes de
los médicos de la corte señalan su especial preocupación «por la
higiene o los alimentos». No menos difícil de sostener es la acusación
de racista. Isabel fue la principal inspiradora de las Leyes de Indias
que convertían a los indios americanos en súbditos de pleno derecho y,
por añadidura, el número de judíos que trabajó para ella antes y
después del Edicto de Expulsión fue muy numeroso. Pablo de Santa María,
Alonso de Cartagena, el inquisidor Torquemada, fray Hernando de
Talavera, Hernando del Pulgar, Francisco Álvarez de Toledo o el padre
Mariana entre otros muchos son muestra de cómo la estirpe judía no
implicó la lejanía de la reina. Este tipo de ataques contra Isabel ha
intentado sostenerse sobre todo en episodios como la expulsión de los
judíos y el final de la Reconquista.
La expulsión de los judíos significó
un conjunto de dolorosísimos dramas humanos y resulta imposible no
contemplarla como un grave error. Sin embargo, en su época la acción
distó mucho de tener esa connotación tan negativa. La medida fue
precedida por otras similares en naciones como Inglaterra, Francia o
Alemania e incluso fue saludada con aprecio en Europa porque, a
diferencia de lo ocurrido en otras naciones, los Reyes Católicos no
actuaron movidos por el ánimo de lucro. Por otro lado, Isabel se
preocupó personalmente de que no se cometieran abusos en las personas y
haciendas de los judíos expulsados como se puso de manifiesto en la
Real de provisión de 18 de julio de 1492 que velaba por evitar y
castigar los maltratos que ocasionalmente habían sucedido en algunas
poblaciones como la actual Fresno el Viejo.
Durante los ciento cincuenta años
siguientes, la innegable hegemonía española en el mundo no llevó a
nadie a pensar que la expulsión de los judíos hubiera sido un desastre
–habría que esperar a la Edad contemporánea para escuchar esa teoría–
y, desde luego, difícilmente se hubiera podido sostener que el episodio
había sido más grave que otros similares realizados en otras naciones
europeas. Aún más fácil de comprender resulta el final de la
Reconquista. Que los Reyes católicos, tras reunir los territorios de
Castilla y Aragón, ambicionaran concluir el proceso reconquistador era
lógico y, desde luego, no chocaba con las trayectorias de otros
monarcas anteriores. Con todo, la lucha contra el reino nazarí de
Granada no fue provocada por ellos sino por la ruptura de los pactos
previos por parte del rey moro y por las incursiones de agresión que
los musulmanes desencadenaron contra las poblaciones fronterizas. No se
trataba, desde luego, de una lucha meramente religiosa sino también
nacional y no deja de ser significativo que cuando se supo que Granada
había capitulado los judíos danzaran para celebrarlo ya que también
ellos habían sido víctimas de la intolerancia musulmana.
Sin embargo, la grandeza de Isabel de
Castilla descansa no en el hecho de que los ataques contra ella sean de
escasa consistencia sino en que fue una reina verdaderamente excepcional
en lo político, en lo humano y en lo espiritual. Por ejemplo, supo
comprender el efecto pernicioso que sobre la economía ejercía la
subida de impuestos y prefirió la austeridad presupuestaria al
incremento de la presión fiscal. Y fue enemiga resuelta de las
conversiones a la fuerza y así lo dejó expresado en la Real cédula de
27 de enero de 1500.
Aún más notable es el aspecto
humanitario de su personalidad. Por ejemplo, cuando en 1495 tuvo noticia
de que Colón había traído de América indígenas a los que había
vendido, dispuso que se procediera a su búsqueda y se les pusiera en
libertad con cargo a las arcas del reino. A Isabel hay que atribuir además
el establecimiento de las primeras indemnizaciones y pensiones para
viudas y huérfanos de guerra –una disposición tomada después de la
guerra civil de Castilla cuando las arcas del tesoro estaban
exhaustas– o la creación de los primeros hospitales de campaña
durante la guerra de Granada. El descubrimiento y la posterior
colonización de América son incomprensibles sin una mención
cualificada a las causas espirituales expresadas desde el primer momento
por Isabel la católica y recogidas en diferentes documentos de la época.
Todo ello explica que la figura de Isabel fuera muy estimada en su
tiempo y abundan los testimonios de españoles y extranjeros que la
tuvieron por una mujer no sólo excepcional sino tocada por la gracia de
la santidad.
En la actualidad, los ataques contra
Isabel arrancan o bien de una clara ignorancia histórica o de una
repugnancia ante sus logros excepcionales. En contra de esa visión
marcada profundamente por el sectarismo se hallan los testimonios de la
época y las opiniones favorables de personajes de la talla de
Washington Irving, W. T. Walsh, William Prescott Ludwig Pfandl, Marcel
Bataillon, Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga, Ortega y Gasset o
incluso Johnson y Eisenhower, ambos presidentes de Estados Unidos, entre
muchos otros. Al final, como sucede con tantas otras cuestiones, sobre
el frío y documentado análisis histórico prevalece la lucha política.