Por José Enrique Ruiz-Domènec
Isabel lucha por tener un lugar en la
tierra, convencida que ya lo tiene asegurado en el cielo debido a su
decidida devoción por la Virgen de las Angustias. Aguanta la presión de
los consejeros y de algún eclesiástico que le invita a no abandonar el
solar de Castilla. Pero Isabel, en esas semanas, exalta la personalidad de
una mujer que se siente dueña de sus actos, y cuya ética es la
disciplina que quiere imponer en todas las cosas que le rodean. También
en esto podemos observar la personalidad de reina, ínquebrantablemente
dominada por una visión de la realidad que todo lo ve a través de sus
ojos, como si el resto del mundo no tuviera propia voluntad. Incluso la
refinada elaboración del testamento denota una fe infantil en la
inmutabilidad de sus decisiones, enturbiada únicamente por los hombres
malos. Esta reina moribunda proyecta de manera simplista, hacia el futuro,
sus anhelos y sus ambigüedades morales. En el codicillo adjunto al
testamento se percibe con claridad este punto. Es el momento en que una
oleada de inquietud moral se apodera de Isabel, como si el destino de «sus
indios» estuviera amenazado por perversos administradores y hombres de
negocios. Sentimos que estamos al borde de una verdad absoluta,
deslumbrados por una disposición de ánimo generosa hacia los vencidos y
al mismo tiempo sorprendidos por la contundencia de sus recomendaciones.
Por su increíble ardid de palabras sugestivas, la reina nos hace creer
que conoce la verdad sobre la condición de los habitantes del nuevo mundo
y que se preocupa por ellos.
El debate que siguió a estas
recomendaciones está realmente envenenado debido a la mala utilización
política en el siglo XX. Los críticos del colonialismo y los profetas de
la cuestión del «otro» se han hecho con el monopolio interpretativo en
abierta colisión con los hagiógrafos de la reina que se mantienen firmes
en la idea de que quiso limitar la conquista por motivos morales. Las
leyes que ordenó hacer para proteger a los indígenas son elementos de
una manera de pensar el mundo que sin embargo había hecho de Castilla un
lugar inhabitable para el pueblo judío. La ironía final de esta historia
es que el incumplimiento del codicillo es el resultado de sus propias señales
confusas.
Isabel agonizaba llena de dolor en el
cuerpo y en el alma. Un final terrible para quien había sido dueña de un
poder inimaginable para cualquier miembro de su familia cincuenta años
atrás. «Una reina vencedora, una mujer vencida», sugiere Alfredo Alvar,
y la expresión la convierte en el subtítulo de su interesante biografía.
La historia de Isabel pertenece por completo al siglo XV, al momento donde
las venganzas y las expiaciones se convierten en objetivo político, y en
tema de las habladurías de unos refinados cortesanos en el umbral de un
cambio sin precedentes en la cultura europea. Nadie es ajeno a lo que
entonces ocurrió en España por obra de esta mujer y de esta reina, el
misterio profundo de una iniquidad que jamás ha sido aclarada pero que le
sobrevive durante décadas en un convento de clarisas portugués.
«La Reina Católica», como la llamaron,
tuvo enemigos implacables desde que aceptó el trono de Castilla tras la
muerte de su hermano Enrique IV. Pero la sangre y los años de represión
han ofuscado la memoria y sus obras se superponen a la noche que fue
trazando a medida que se hacía con las riendas del poder. Diseñó una
historia para España que a muy pocos les interesa en el día de hoy.
La muerte de Isabel el 26 de noviembre de
l504 hubiera sido una noticia de primera página de haber existido periódicos;
no los había y sin embargo todas las cancillerías europeas se hicieron
eco del luctuoso acontecimiento ocurrido en Medina del Campo entre las
once y las doce del mediodía. Se suscitaron testimonios de amor y de
respeto en todos los sectores sociales y políticos, aunque también
alguna que otra reprobación, como la del corregidor García Sarmiento que
delante de testigos afirmó tener el convencimiento que la reina estaba en
el infierno. Esas cosas solían ocurrir. En ausencia de controversias, invéntate
una. De entre todos los testimonios destaca el de Pedro Mártir de Anglería,
testigo presencial del traslado del cuerpo de la reina desde Medina del
Campo a Granada que, en una prosa típicamente humanística, de la que
ironizaría Cervantes, escribe: «Hasta los cielos hicieron sentimiento
por esta señora; lloraron todo el viaje las nubes; desde el día que
partimos con la Reina, de Medina del Campo, fue de suerte la tristeza del
cielo que, en todo el camino, no vimos el sol ni aun estrellas: llovía de
noche, y de día no parecía que andaba la gente por tierra, sino que
navegaba por mar; solamente la descubríamos cuando subíamos algún monte
o collado, pero en bajando a lo llano fluctuaban las mulas por las lagunas
y no podíamos salir de los pantanos y se quedaban de su voluntad en ello,
por no ir con nosotros. No había arroyo que no hiciese emulación a Tajo
y arrebatase con la corriente algunos hombres y muchas mulas. Tratóse de
parar en Toledo, mientras cesaba el diluvio, pero, venció la orden del
Rey, que mandó no se parase en parte alguna hasta llegar a Granada». Su
cuerpo se trasladó da Granada, donde llegó el 15 de diciembre de 1504.
Isabel era la Reina más famosa de Europa
en ese tiempo, un buen precedente de las grandes damas del Renacimiento,
Margarita de Navarra, María Estuardo e Isabel de Inglaterra, las tres
grandes competidoras en obtener el galardón de la mujer más distinguida
de los tiempos anteriores a la Revolución Industrial. Cuatro heroínas
para tiempos de cambio en Europa, cuatro mujeres a la altura de los
hombres que forjaron el Renacimiento y la Reforma, hitos de aquel tiempo
que solía decir el viejo historiador Leopold von Ranke.
Simplemente como artífice de un poderoso
Estado dinástico en la Península Ibérica, Isabel no habría podido
mantener viva la memoria durante siglos en los corazones de millones de
personas. Fue el carácter controvertido de decisiones de gobierno lo que
la elevó a la inmortalidad. Los rasgos personales y las decisiones de
gobierno han sido sometidos desde hace siglos, y lo son todavía hoy en día,
a un escrupuloso análisis con el fin de encontrar en ellos suficientes
pruebas para que la Iglesia Católica pueda incoar el proceso de
santificación a favor de ella. Se le presta tributo de respeto en las
ciudades, los pueblos y las aldeas que de algún tuvieron que ver con su
vida. Se levantan monumentos conmemorativos, como madre de la patria. Se
le da su nombre a plazas, avenidas, teatros, institutos de enseñanza para
jóvenes. Isabel es la máter dolorosa nacional de España.