A finales del siglo XV, un médico
alemán, Jerónimo Münzer, viajando por España, tuvo la precaución
de anotar muchas cosas que le sirvieron luego para escribir un
libro. Es el primero en una larga serie de escritores de viajes
que escogieron España como tema fundamental. Entre los datos que
más llamaban la atención destacan aquellos que se refieren a
cuestiones de gobierno. A él pertenece este juicio: «Estoy
convencido de que el Todopoderoso ha enviado del cielo a esta
mujer religiosísima, piadosa, dulce, para, en unión con el rey,
levantar a España de su postración». Años más tarde otro
extranjero, Baltasar de Castiglione, autor de «El cortesano»,
que estuvo al servicio del emperador y llegó a ser obispo de Ávila,
se hacía a sí mismo la reflexión de que habría sido necesario
que todos los españoles, pobres y ricos, nobles o simples
villanos, se hubiesen puesto de acuerdo en mentir para que pudiera
darse una imagen tan positiva y sin defectos de una reina en la
memoria posterior. Siguiendo el criterio de los humanistas podemos
decir que Isabel vivió acompañada de una opinión
predominantemente favorable, la cual se convirtió en fama después
de su muerte, siéndole ésta otorgada de modo unánime en la
conciencia de los españoles. Es preciso llegar al siglo XX, y al
término de todo un proceso histórico, para que se abran paso
opiniones discrepantes que consideran tanto la unidad católica
como la Unión de Reinos como logros no deseables. En la memoria
de los judíos Isabel ha ocupado siempre un lugar negativo, pues
la señalan como autora de la expulsión.
Un error, cometido ya por los
autores aúlicos y repetido en la tradición historiográfica
posterior, presenta la obra de los Reyes Católicos como una
especie de milagro: emergencia del reino a partir de un calamitoso
tiempo de puro desastre. Se confunde en este caso la agitación de
los partidos y la debilidad de reyes como Juan II y Enrique IV,
con el estado general del reino. Existió, ciertamente, una
situación económica desfavorable en Cataluña, donde la
prolongada guerra civil acentuó el «desgavell», pero esto no
era aplicable a los demás territorios. Valencia, Andalucía y
Castilla habían conseguido superar la recesión ya en las
primeras décadas del siglo XV y estaban siguiendo un proceso
expansivo cuando Fernando e Isabel aparecieron. Puede decirse que
la obras de ambos reyes aparece como resultado de una paciente
labor, agitada y tensa en muchas ocasiones, original en cuanto a
la claridad con que enfocaron la creación de la primera forma de
Estado, pero continuista en casi todos los aspectos. Culminaba con
ellos un proceso, no se iniciaba. Para decirlo de otro modo: los
proyectos de los Trastámara entonces se hicieron realidad. No
fueron ni siquiera los creadores de la Inquisición. Enrique IV ya
la había introducido en Castilla, aunque sin eficacia.
Para hacer la adecuada presentación
de esa mujer que fue Isabel y de ese hombre que fue Fernando –es
muy difícil separar las actuaciones de una obra conjunta– es
necesario avanzar algunos años, aquellos que todavía precisaron
para alcanzar plena madurez. Madre de cinco hijos –uno solo varón–,
de los que sólo tres la sobrevivieron, las descripciones de sus
contemporáneos y el retrato que preside las sesiones de la
Academia de la Historia permiten afirmar que era de mediana
estatura, graciosa en la presencia y en el trato, blanca y rubia,
notas frecuentes ambas en los Trástamara aunque en su caso la
ascendencia lancasteriana aparecía reforzada por la ascendencia
portuguesa, de ojos claros entre azules y verdes, mirada franca y
expresión serena, casi alegre.
Se había impuesto a sí misma el
dominio extremo de sus sentimientos, tomando en sus partos toda la
clase de precauciones para ocultar su dolor, pero esta represión
continuada era causa de que los abundantes sufrimientos internos,
al reprimirse, resultaran demoledores para su salud. No bebía
vino, sino solamente agua, y era morigerada en sus alimentos. En
una época de licencia sexual muy amplia en todas las Cortes de
Europa, incluyendo la de Roma, ella intentaba devolver al sexo a
su papel estricto, en la intimidad del matrimonio y en la
procreación: no toleraba en su Casa ligerezas y fue una
impenitente casamentera de jóvenes que la rodeaban. En este
ambiente educó a sus hijas.
De ahí la fortaleza que le habría
de demostrar Catalina, afirmándose en un matrimonio que la
autoridad del rey Enrique VIII había disuelto. El caso más
notable fue el de Juana, enviada a la Corte de Borgoña, donde
amor y matrimonio operaban en plena disyunción permitiendo a las
amantes de los duques desempeñar un papel casi oficial. La
princesa española reaccionaría de forma violenta, agrediendo a
una de las favoritas. En Castilla hubo desde luego infidelidades y
uniones ilegítimas, pero el «amor cortés» no desempeñó ningún
papel.