Discurso de Juan Pablo II al nuevo embajador de España ante la Santa Sede

Señor Embajador:


1. Me es grato recibirle al hacerme entrega de las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario del Reino de España ante la Santa Sede, en este acto que me ofrece también la oportunidad de expresarle mi cordial bienvenida y, a la vez, los mejores deseos para el desempeño de la alta responsabilidad que su Gobierno le ha encomendado.

Agradezco las amables palabras que me ha dirigido, las cuales me han hecho reavivar los sentimientos de cercanía y aprecio a un País que, como Vuestra Excelencia ha resaltado, desde su honda raigambre cristiana se ha distinguido siempre por su vinculación a la Iglesia, dando lugar a que, mediante una ingente obra de evangelización, un gran número de sus fieles en el mundo hablen español.

Aprecio de corazón los saludos de parte de Su Majestad el Rey, de la Familia Real, de la Nación española y de su Gobierno, rogándole se haga intérprete ante ellos del afecto entrañable del Papa por todos los españoles.

2. Al constatar con satisfacción el estado de las relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede, basadas en la estima y el respeto, no puedo olvidar mis cinco viajes a ese país. Recuerdo sobre todo el más reciente, el año pasado, cuando a la expresividad de los testimonios se unió una vivacidad y fervor desbordantes. Me encontré una vez más con una multitud de todos los sectores sociales, vibrante, de una fe profunda y un afecto entrañable al Sucesor de Pedro. Fue un signo muy claro de esperanza para la Iglesia y también para la sociedad española, pues los elevados valores vividos intensamente son como el alma que da cohesión a toda actividad humana e infunde creatividad y entereza en los momentos de decaimiento o de adversidad, de la que España ha tenido también muy recientemente trágicas experiencias, sobre todo a causa de la plaga del terrorismo.

Consciente de ello, me despedí dirigiendo una invitación encarecida a los españoles: «No descuidéis nunca esa misión que hizo noble a vuestro País en el pasado y es el reto intrépido para el futuro» («Regina caeli», Madrid, 4 de mayo de 2003). Es una misión que perdura incluso fuera de las fronteras patrias, donde muchos miles de religiosos y religiosas, voluntarios y cooperadores laicos, con su dedicación y esfuerzo abnegado, son tantas veces portadores de la mejor imagen de su patria. España ha dado una pléyade de santos y está sembrada de monumentos, centros de asistencia, de cultura y obras de arte inspirados por la fe. Son muestras patentes de su identidad y de la fuerza vital que ha guiado su gloriosa historia y ha sabido llevar con generosidad a muchos otros pueblos. En el momento en que en la vieja Europa nace también un nuevo orden, no puede faltar entre sus aportaciones la manifestación expresa de las raíces cristianas, de las que, como en los otros países europeos, ha ido brotando durante siglos un alto concepto de persona abierta a la trascendencia, que es también un factor decisivo de integración y universalidad.

3. En el ejercicio de su propia misión, la Iglesia busca el bien integral de cada pueblo, actuando en el ámbito de sus competencias y respetando plenamente la autonomía de las autoridades civiles, a las que aprecia y por las pide a Dios para que ejerzan con generosidad, acierto y justicia su servicio a todos los ciudadanos.

En efecto, se trata de dos ámbitos autónomos que no pueden ignorarse, pues ambos se benefician de un diálogo leal y constructivo, ya que el bien común requiere con frecuencia diversas formas de colaboración entre ambos, sin discriminación o exclusión alguna. Esto es lo que plasman los Acuerdos parciales entre la Iglesia y el Estado, establecidos inmediatamente después de la aprobación de la actual Constitución española. Los frutos alcanzados y el desarrollo adquirido en su aplicación concreta son resultado también de una constante comunicación abierta, establecida sobre una base firme y duradera precisamente para evitar el riesgo de alteraciones bruscas o alternancias pasajeras, que en muchos casos producen inseguridad y desconcierto respecto a los derechos propios de las instituciones, de la familia y de los ciudadanos.

4. En su acción evangelizadora, la Iglesia se esfuerza en invitar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a construir una sociedad basada en valores fundamentales e irrenunciables para un orden nacional e internacional justo y digno del ser humano. Esto va unido a su misión religiosa y tiene un carácter ético de alcance universal, fundado en la inigualable dignidad de la persona humana, creada a imagen de Dios, de la que nacen sus derechos inalienables, que precisamente las instituciones públicas han de servir y promover, según el clásico principio de subsidiariedad. Así, la convivencia humana, en vez de obedecer únicamente a intereses parciales o pasajeros, se debe regir por los ideales de libertad, justicia y solidaridad.

Desde esta perspectiva, es conveniente poner de manifiesto la incoherencia de ciertas tendencias de nuestro tiempo que, mientras por un lado magnifican el bienestar de las personas, por otro cercenan de raíz su dignidad y sus derechos más fundamentales, como ocurre cuando se limita o instrumentaliza el derecho fundamental a la vida, como es el caso del aborto. Proteger la vida humana es un deber de todos, pues la cuestión de la vida y de su promoción no es prerrogativa solamente de los cristianos, sino que pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y se preocupa por la suerte de la humanidad. Los responsables públicos, en cuanto garantes de los derechos de todos, tienen la obligación de defender la vida, en particular la de los más débiles e indefensos. Las verdaderas «conquistas sociales» son las que promueven y tutelan la vida de cada uno y, al mismo tiempo, el bien común de la sociedad.

En este campo se dan algunas mal llamadas «conquistas sociales», que lo son en realidad sólo para algunos a costa del sacrificio de otros, y que los responsables públicos, garantes y no origen de los derechos innatos de todos, deberían considerar más bien con preocupación y alarma.

Algo similar sucede en ocasiones con la familia, núcleo central y fundamental de toda sociedad, ámbito inigualable de solidaridad y escuela natural de convivencia pacífica, que merece la máxima tutela y ayuda para cumplir sus cometidos. Sus derechos son primarios respecto a cuerpos sociales más amplios. Entre tales derechos no se ha de olvidar el de nacer y crecer en un hogar estable, donde las palabras padre y madre puedan decirse con gozo y sin engaño. Así se prepara también a los más pequeños a abrirse confiadamente a la vida y a la sociedad, que se beneficiará en su conjunto si no cede a ciertas voces que parecen confundir el matrimonio con otras formas de unión del todo diversas, cuando no contrarias al mismo, o que parecen considerar a los hijos como meros objetos para la propia satisfacción.

Entre otros, la familia tiene el derecho y el deber de educar a los hijos, haciéndolo de acuerdo con sus propias convicciones morales y religiosas, pues la formación integral no puede eludir la dimensión trascendente y espiritual del ser humano. En este contexto se plantea el papel de las instituciones educativas vinculadas a la Iglesia, que contribuyen al bien común, así como tantas otras que en diversos ámbitos prestan también un servicio a los ciudadanos, a menudo a los menos favorecidos. Tampoco se debe infravalorar la enseñanza de la religión católica en las instituciones estatales, basada precisamente en el derecho de las familias que lo solicitan, sin discriminaciones ni imposiciones.

5. Señor Embajador, le reitero mis mejores deseos al frente de la Embajada de su País ante la Santa Sede y, en este Año Santo Jacobeo, ruego al Apóstol Santiago que, como lo ha sido durante siglos, continúe siendo un faro luminoso para los pueblos de España y haciendo de sus tierras un camino sembrado de esfuerzos y esperanzas para tantos peregrinos de toda Europa. Muchos de ellos han quedado fascinados por la acogida y la nobleza de quienes han encontrado a su paso; han sido testigos de su laboriosidad, constancia y fidelidad; han descubierto una nación que sabe mirar alto. Éstas son virtudes que han conformado una gloriosa historia y que, con el empuje y la colaboración leal entre todos, hacen esperar también en un futuro prometedor, en una sociedad más próspera, ecuánime y abierta a los valores del espíritu.

Con estos deseos, a la vez que le deseo una feliz estancia en Roma, le imparto la Bendición Apostólica, que extiendo a su distinguida familia y a sus colaboradores.

[Texto original en castellano]

 

Ciudad del Vaticano. 18 de Junio de 2.004.-


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