INMACULADA CONCEPCIÓN

 

 

EL HIMNO DE LA INFANTERÍA

(HISTORIA)

Quién sabe por qué, en la nómina de la XIV promoción de cadetes toledanos figuraba un hombre que habría de alcanzar notoriedad en un área harto alejada de la castrense: Fernando Díaz Giles. Músico fácil, más inclinado a dejarse llevar por los  vaivenes de la inspiración que por los toques de corneta, recibió del coronel Villalba, conocedor de sus habilidades, el encargo de componer un himno a la Academia de Infantería. El encargo no sería cumplido hasta transcurrido algún tiempo, en ocasión propicia: una breve estancia del compositor en los calabozos del Alcázar. Efectivamente, el plazo perentorio que se fijó a sí mismo inicialmente para escribir la música –siete días- transcurrió plácida y alegremente para el cadete, dispensado adrede de todo servicio u obligación, sin que a su término hubiese escrito una sola nota. Sólo cuando, meses más tarde, al cumplir un arresto por infracción disciplinaria, tuvo oportunidad de enfrentarse a solas con su musa, trasladó apresuradamente a los pentagramas los temas melódicos del nuevo himno, que puliría y armonizaría en seguida con modulaciones infrecuentes en composiciones de este tipo, ante el piano del Casino toledano. Más tarde, le pondrían letra los hermanos Jorge y José de la Cueva.

Elegido un grupo de voces entre las que se contaban las de cuatro futuros generales de la España de Franco: Alonso Vega, Sáenz de Buruaga, Esteban Infantes y Yagüe, para ensayar, aprender y enseñar a los demás el nuevo himno, la ocasión de estrenarlo no tardó en presentarse, aunque en circunstancias dolorosas: el 8 de diciembre de 1908, día de la Patrona del arma, cuando acababa de matarse un cadete, víctima de una cruel “novatada”. Según se cuenta, para probar el  valor de un novato se le hizo columpiarse al extremo de un tablón apoyado por el centro en el marco de una ventana abierta, mientras en el otro extremo, dentro de la habitación, se sentaba un veterano, de modo que el primero quedaba por la parte exterior, balanceándose sobre el abismo. En esto, un “bromista” irrumpió en la sala donde se celebraba la prueba y gritó: “¡El coronel! ¡Firmes!”. El veterano, obedeciendo a hábitos reflejos ya fuertemente arraigados, salto del extremo del tablón en que se sentaba para adoptar la posición de firmes: naturalmente, el desdichado novato, desprovisto de contrapeso, se precipitó en el vacío y pereció estrellado contra el pavimento.

En tal o cual ocasión posterior coincidió la interpretación solemne del difícil himno con circunstancias  adversas, a causa de lo cual ganó por entonces cierta fama de “gafe” entre algunos sectores de la oficialidad de Infantería.

Con independencia de tales auspicios, la composición de Díaz Giles es muy meritoria desde el estricto punto de vista musical; vibrante, alejada por igual de lo pomposo y de lo populachero, dotada de rasgos ostensiblemente españoles, acredita el buen pulso de un músico que habría de dar a la lírica nacional páginas de duradera aceptación, como las de la zarzuela El cantar del arriero, su obra más famosa. Alejado pronto de la milicia, Díaz Giles recibiría un conmovedor homenaje póstumo de sus antiguos compañeros: la interpretación de su famoso himno, en el acto de su sepelio, en 1960.

Apenas nacido, el himno de la Academia se convirtió de hecho en himno del arma de Infantería. Hoy lo entonan a diario millares de soldados en cuarteles repartidos por toda

España, aunque tropiezan con algunas dificultades para aprenderlo, y con más aún para entonarlo tal y como lo escribiera Díaz Giles ... No obstante, aun en esa “versión simplificada” de cuartel, desde las primeras notas parece contagiar su marcialidad a los uniformados intérpretes de cada día, revalidando su propia afirmación:

“Ardor guerrero

vibra en nuestras voces...”


© Generalísimo Francisco Franco. 8 de Diciembre de 2.004.-


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