Gibraltar.  Breve historia militar y diplomática de la Roca

Gibraltar español: reconquista y pérdida. Batalla militar para su rescate

La vieja Julia Calpe, después de su conquista por los árabes, en el año 711, al producirse la invasión de la Península, se transformó en Gebel-al-Tarik por un castillo que éste (el caudillo árabe Tarik) construyó en el lugar. De Gebel-al-Tarik deriva el nombre cristiano de Gibraltar, y Gibraltar permaneció en manos enemigas durante 751 años. La liberación de 1333 por Alonso de Guzmán no fue duradera. Perdida nuevamente la roca, se recupera en 1462 por Alonso de Arcos, al servicio del Duque de Medina Sidonia, bajo cuyo señorío queda la plaza, hasta que en 1502 es incorporado a la corona.

Gibraltar se convierte en fortaleza y santuario. Barbarroja la saquea en 1540, a pesar de las obras defensivas realizadas por mandato de Carlos, el emperador. En 1607, el almirante holandés Jacob Heemskerk fuerza la entrada en el puerto y destruye nuestra flota.

En el extremo sur, y sobre una vieja mezquita, se alzaba -no lejos del lugar que hoy ocupa el fue construido por los ingleses- el santuario de Nuestra Señora de Europa, bella y dulce advocación del más profundo significado. No había fragata, galera o navío -se nos dice- que al pasar el Estrecho no disparase salvas en honor de la Señora.

Ardía allí, en el Santuario de Punta Europa, la lámpara de plata que regalaron los almirantes españoles, y los candelabros que el Conde de Santa Gadea y don Pedro de Toledo habían ofrecido en representación de nuestros Ejércitos; las lámparas de los capitanes italianos Andrea Doria y Fabrizio Colonna, llevadas al lugar como agradecimiento de victorias difíciles, pero logradas.

Todo aquello quedó destrozado. Los historiadores narran que el Santuario fue objeto de una refinada destrucción; la imagen de la Virgen, brutalmente profanada y el Niño degollado.

Ello ocurría a principios de agosto de 1704. El antiguo deseo de Cronwell, el Lord protector de Inglaterra, formulado en 1656, apoderarse de Gibraltar y hacer a España, desde la Roca, una guerra de corsarios, se iba a convertir para nosotros, ahora, en desventurada realidad.

La ocasión propicia era, nada menos, que la Guerra de Sucesión al trono de España, que provocó la muerte sin descendencia de Carlos II, el Hechizado. A Inglaterra, sin embargo, en el fondo, no le interesaba la sucesión en sí, lo que le interesaba era parar en seco la hegemonía creciente de Francia, que iba a incrementarse si la corona de España era ceñida por uno de los Borbones. Si Inglaterra se opone a Felipe V y presta su ayuda militar al pretendiente austríaco, es sólo y en tanto que aspire a mantener el equilibrio europeo, y a ir afianzando su propia voluntad de dominio, que tiene ya proyectos imperiales para un próximo futuro.

Carlos III, el pretendiente austríaco, carecía de flota, y la flota inglesa se puso a su servicio, ayudada, claro es, por barcos holandeses. Gibraltar fue un acontecimiento que no estaba del todo previsto. Gibraltar fue la consecuencia de un fracaso repetido en Barcelona y en Cádiz. No podía la Armada regresar con esa sensación de estúpida ineficacia, y fue entonces cuando se decidió la toma de Gibraltar.

La escuadra se hallaba a las órdenes del almirante inglés George Rooke, y el ejército todo al del generalísimo austríaco, el Landgrave Jorge, Príncipe de Hesse Darmstadt. El mando español correspondía a don Francisco de Castillo, marqués de Villadarias, el soldado victorioso de Cádiz, y la fortaleza estaba servida por 80 soldados, algunos cientos de milicianos, con escasa o ninguna instrucción militar, y 120 cañones, bastantes de ellos, por desgracia, inservibles, a las ordenes del sargento mayor don Diego de Salinas.

La fuerza enemiga instó a la rendición, hacienda llegar a los defensores la carta del Archiduque de Austria, Carlos III de España, fechada en Lisboa el 5 de mayo de 1704. En esa carta se promete a cuantos quieran quedarse en la ciudad los mismos privilegios que tenían en tiempo de Carlos II, permaneciendo intactos la religión y los tribunales. La guarnición de Gibraltar contestó que seguía a Felipe V. Reiterada y desobedecida de nuevo la orden de rendición de la plaza, a las cinco de la mañana del 3 de agosto comenzó el bombardeo naval. Duró cinco horas, y 900 cañones hicieron 3.600 disparos. las mujeres y los niños se refugiaron en el Santuario de Nuestra Señora de Europa. El día 4 se negoció la capitulación, y la plaza fue ocupada en nombre de Carlos III, Rey de España (el archiduque Carlos).

Después vino lo peor. Rooke tomó la bandera inglesa, arrancó de cuajo la que antes había izado el Landgrave y colocó la suya, haciéndola tremolar tres veces y tomando posesión de la ciudad en nombre de Ana, Reina de Inglaterra. Luego comenzó la destrucción del santuario por los anglicanos, enemigos del catolicismo, la violación de las mujeres y el éxodo de los nuestros, que en masa se trasladaron a la ermita de San Roque, fundando en su contorno una ciudad en la que reside la muy noble y más leal ciudad de Gibraltar, donde se conservan y guardan -en una espera que ya se torna impaciente- la llave de la fortaleza y el pendón bordado en Tordesillas por doña Juana la Loca. ¡Prefirieron abandonar la ciudad en que habían nacido a someterse a una dominación extranjera!

Era necesario lavar la afrenta. Desde aquel mismo día surge la voluntad de rescate. Estamos en noviembre de 1704. Dirige las operaciones el mismo marqués de Villadarias. La operación es como de cine. Hay quinientos españoles voluntarios. Su nombre: "Huestes sagradas". Han jurado la toma de Gibraltar o la muerte. Va a conducirles, de noche, entre las sombras, en silencio, Simón Susarta, un cabrero que conoce como nadie las troches, las hendiduras de las piedras, el peldaño angosto donde apenas los animales aciertan a mantenerse. Van reptando, pegados a la roca, conteniendo la respiración, evitando una caída, un ruido, un desmoronamiento que pueda alertar al enemigo. Había que verlos; el corazón enardecido, los ojos brillantes. Sobre la empinada, el mar al fondo, las nubes ocultando la luna y el silbo del aire en el ventisquero. Los monos les mirarían asustados. Entre los dientes, cuchillos con puntas afiladas. Pistolones al cinto. Cuerdas y escalas de mano para sostenerse, para auparse, para subir por aquella inmensa, resbaladiza e inhóspita cucaña. El primer grupo está arriba, a 426 metros de altura. Un momento de aguante. El puesto de guardia británico está ahí. Se ven los enemigos. ¡Ahora ! Es el privilegio de la sorpresa y de la habilidad y de la audacia. El golpe de mano ha tenido éxito. Hay que pernoctar. Una cueva, la de San Miguel, en la cumbre, les sirve de guarida. Cuando se inicia el ataque, desde; la cima, tres mil españoles atacarán por el valle. Será algo sorprendente. El cielo y la tierra escupiendo fuego, quemando y purificando la humillación. En el momento fijado, los de arriba se descuelgan. Van iluminados por el amor a la patria, por un afán de justicia, por una plena seguridad en el triunfo. Los ingleses miran con terror al monte, cuajado de españoles, que subieron hasta allí por obra de un milagro inexplicable y que bajan con sus gritos de guerra infundiendo pavor. Pero fue inútil el esfuerzo y el sacrificio. Los españoles del valle no llegaron a iniciar la operación combinada. Se lo impide una escuadra inglesa que acaba de llegar, y los nuestros, para ahorro de la fatiga en el ascenso, iban con un puñado de municiones. Luchan cuerpo a cuerpo, hombre a hombre, diente a diente, piel a piel. Nos hacen doscientos prisioneros. Pueden escapar unos pocos, muy pocos. La mayoría han caído en el campo del honor, o han sido despeñados, precipitados al mar desde las rocas abruptas.

La paz de Utrecht -13 de julio de 1713- termina con aquello. En 1727 España rompe con Inglaterra, y Gibraltar sufre un breve sitio de cinco meses, que acaba con el Tratado de Sevilla.

Cincuenta años de paz en torno al Peñón. Ha comenzado la guerra de la independencia norteamericana. Reina en España el Borbón Carlos III y España y Francia ayudan a los que habían de ser los Estados Unidos en su lucha contra Inglaterra. El sitio de Gibraltar dura tres años, siete mesas y doce días.

El duque de Crillon, que ha reconquistado Menorca para España, dirige las operaciones militares. Se había tenido en cuenta la indicación del marqués de Pozobueno: "Con una buena armada de navíos, con buenos oficiales y correspondiente tripulación, se vería en breves años reducida la soberbia inglesa". Se han tomado en esta oportunidad todas las precauciones. Cortada la comunicación por tierra (tropas de Álvarez de Sotomayor), el Peñón no tiene más salida que el mar, y en el mar se hallan las escuadras francesa y española al mando de Barceló, y con ellas unas baterías flotantes, refrigeradas, insumergibles e incombustibles, el último grito del arte militar, debido al ingeniero D'Arión. Todo está dispuesto para el ataque. Incluso hay príncipes extranjeros que han acudido llevados de la curiosidad, entre los espectadores. Nuevamente todo fracasa. las baterías se hunden, se incendian, estallan y llevan por doquier el desastre y el desánimo. Mueren miles de los nuestros. Las aguas enrojecen y hay que levantar el sitio. Mientras, del otro lado del Peñón, en la tierra firme, fue malherido, por una granada, uno de los más grandes poetas y prosistas del siglos XVIII, el autor de Cartas Marruecas, de los eruditos a la violeta y de Canción a un patriota retirado a su aldea, don José Cadalso y Vázquez.

Siempre las letras y las armas unidas, como en Cervantes, autor del Quijote y manco glorioso de Lepanto; como en Garcilaso de la Vega, el de los sonetos, églogas, elegías y canciones, herido de muerte ante la fortaleza de Frejus.

Inglaterra nunca ayudó a España; se sirvió de España para ayudarse a sí misma. Así ocurrió cuando la guerra contra Napoleón. A los españoles que se replegaban a Gibraltar les abre sus puertas, pero nos obligan a destruir las fortificaciones por si acaso eran ocupadas por los franceses. Fuimos nosotros mismos -ingenuos españoles, siempre embaucados, engañados por el enemigo avieso de la sonrisa por fuera y el látigo por dentro- los que derruimos nuestras defensas, las que habíamos construido con nuestro dinero, con nuestro trabajo y con nuestro sudor.

Cuando regresa Fernando VII y ese peligro ya no existe, intentamos reconstruir lo nuestro. ¡Ah! ya no nos era posible hacer en nuestra casa lo que queríamos. Éramos una nación mediatizada, colonizada-como en parte lo somos también ahora cuando nos imponen películas, anuncios y programas de televisión, donde ya ni siquiera reconocemos nuestro idioma y nuestras costumbres. "Si empiezan ustedes a reconstruir, dice el comandante inglés, dispararé un cañonazo; si continúan, dispararé otro, y si no cesan, lanzaré una andanada."

La historia, la pequeña historia posterior, es bien triste. Por decisión unilateral de Inglaterra, aparece, en territorio que nos es arrebatado, el neutral Groz~n~1 de 1826; el puerto de Gibraltar se extiende a las aguas españolas que bañan la parte Oeste del istmo; en 1899, el embajador inglés exige que garanticemos la no fortificación o el desmantelamiento de las fortificaciones de Sierra Carbonera y de las colinas dominantes; en 1901, Inglaterra, también por su propia y exclusiva voluntad, construye una verja de hierro.

Durante la última guerra mundial, todo incitaba a España para adueñarse del Peñón. Unas potencies europeas, coaligadas y triunfantes; un movimiento de exaltación nacionalista en el país, ofendido por la ayuda prestada por las naciones liberales a los marxistas; un antiguo y ahora renovado sentimiento de reivindicación y de integración de la patria. A ello podíamos añadir las promesas claras y contundentes de los vencedores del primer momento y la necesidad estratégica de arrancar el Peñón de manos enemigas, para evitar, de un lado, que la llave del Mediterráneo continuara interrumpiendo el tráfico militar y mercantil, y de otro, que el Peñón fuera refugio, primero, y base, después, de una armada poderosa de desembarco en cualquier lugar de África o de Europa, dominada por el Eje o inmediata a sus posiciones fundamentales.

La operación "Félix" estuvo seria y totalmente preparada. España dijo que no. España había aprendido aquello de Ganivet: "el rescate de Gibraltar debe ser una obra esencial y exclusivamente española; no puede buscar el amparo de éste o aquel grupo político de Europa, porque este servicio costaría demasiado caro y haría patente nuestra debilidad".

Y que conste, que gracias a la benevolencia y neutralidad española fue posible el desembarco en el Norte de África, como han reconocido militares y dirigentes políticos aliados; y que conste, que España había recibido promesas, como aquélla, luego desmentida por los hechos, firmada por Roossevelt, que empezaba así: "Mi querido general Franco"; o como aquella otra del Foreing Office: "el gobierno inglés está dispuesto a considerar más adelante el problema de Gibraltar"; y que conste, que España pudo ser invadida por el ejército poderoso que estaba en los Pirineos; y que si fuera cierto, como escribió en 1901 el inglés Thomas Gibson, que "el gran peligro para Gibraltar no es España, sino otras potencies que actúan ostensiblemente sin contar con España y hasta desafiándola si a sus intereses conviniera, porque en tal caso, los españoles no podrán hacer respetar su neutralidad", más cierto es que lo que no pudo hacer ningún país de la Europa continental, ocupada por Hitler, ni siquiera la pacífica y fría Suecia, que voluntariamente accedió al paso de las tropas alemanas, lo hizo España a base de serenidad, de habilidad, de nervios de acero y de patriotismo sin reserva y sin tacha.

La batalla diplomática por Gibraltar

Cuando a Inglaterra dejó de convenirle, la guerra de sucesión al trono de España tuvo su término. Ello sucedió cuando el archiduque Carlos, por la muerte prematura de su hermano, se convirtió en Carlos de Alemania. Inglaterra, en 1711, reconoció a Felipe V, y el 13 de julio de 1713 se firmaba el Tratado de Utrecht, a cuyas negociaciones no fueron admitidos los representantes españoles. Todo se hizo a nuestras espaldas. Luis XIV asumió allí y de forma bien peregrina y lacerante los intereses de España, y cuando nuestros diplomáticos quisieron intervenir, todo estaba resuelto.

El artículo X del Tratado dice así, en cuanto ahora nos interesa: "El Rey católico, por sí y por sus herederos, cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña, la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensa y fortalezas, que le pertenecen y se ha de entender que la dicha propiedad se cede a la Gran Bretaña sin jurisdicción alguna territorial y sin comunicación alguna abierta con el país circunvecino por parte de tierra."

Es decir, que no hubo más, como dicen Castiella y Areilza, recogiendo el estudio de Raúl Genet, que una atribución inmobiliaria referente a construcciones superficiales, pero jamás del suelo que la sustenta; hubo cesión del ius utendi et fruendi, de un usufructo temporal, pero nunca cesión de la soberanía.

Sin duda por ello y por las anómalas circunstancias de la ocupación inglesa, la batalla diplomática, paralela a la militar, comenzó en seguida con el propósito retiradamente frustrado de recuperar el Peñón.

Ordenados, cronológica y sistemáticamente, los episodios de esta labor diplomática tenacísima, pueden sintetizarse así:

Felipe V, desde 1721 a 1728, mantiene como embajador en Londres a don Jacinto de Pozobueno y Belver marqués de Pozobueno. Sus instrucciones son muy concretas: recuperación de Gibraltar, negociando la entrega a cambio de los privilegios comerciales que necesitaba Inglaterra, a saber: confirmación del privilegio del asiento, que le facultaba para importar esclavos a América, y navío anual de permiso, que le autorizaba un comercio limitado, pero bastante, para facilitar y en cierto modo camuflar bajo apariencias legales, su inmenso contrabando. Era mejor así para Inglaterra y para su famosa compañía del Mar del Sur, que el recurso permanente, peligroso e inseguro del filibusterismo; aunque la piratería organizada tuviera bases de protección en Jamaica, conquistada hacía años por Cronwell, y otras islas más pequeñas del archipiélago antillano.

Standhope, el que luego habría de llamarse Lord Harrington, embajador de Inglaterra en Madrid, ayudaba desde aquí al torpedeo de las negociaciones. Cuando se firma el Tratado de Madrid, de 1721 (13 de junio), ya hablamos entregado lo que pedían los ingleses. Nosotros, a cambio de la no recuperación de Gibraltar, nos contentamos con una carta -y ya hemos sabido lo que valen las cartas de los sajones- de Jorge I, en la cual se decía: "No vacilo en asegurar a V. M. que estoy pronto a complacer en lo relativo a la restitución de Gibraltar." La promesa concretaba que la devolución se haría dentro del año 1721.

Al romperse las hostilidades entre España e Inglaterra, en 1727, el marqués de Pozobueno regresa a Madrid, y Standhope abandona España y vuelve a Londres. La promesa austríaca de ayudarnos a la guerra tampoco se cumple y en 1728 firmamos, en El Pardo, el Acta de Confirmación y declaración de preliminares, por la que devolvemos a Inglaterra, incluso con una indemnización por daños, la nave Príncipe Federico, manifestando tan sólo el representante de la Gran Bretaña que su país trataría del asunto del Peñón en un Congreso internacional que se celebraría en Soissons. El Congreso tuvo lugar, efectivamente, en junio del propio año 1728. A él acudieron, por España, el marqués de Santa Cruz y don Joaquín Ignacio de Barrenechea, pidiendo a los ingleses el cumplimiento de la promesa de 1721. Pero de lo dicho, como siempre, nada. Standhope y Walpole, dijeron, simplemente, que no.

La paz quedó al fin asegurada por el Tratado de Sevilla, de 1729. Vientos no favorables soplaban entonces para Inglaterra. Standhope vuelve a España, y en una Convención secreta a la que hay alusiones claras en la documentación de nuestro archivo de Simancas, como dice la doctora Gómez Molleda, se asegura a España la devolución de Gibraltar en un plazo de seis años. Claro es que, a cambio, como era de esperar, confirmamos y restablecimos los privilegios comerciales de los ingleses en América, dándoles una patente de corso para continuar su enriquecimiento y su contrabando.

Pasaron los seis años y muchos más. Don Melchor de Macanaz, en 1747, marcha al Congreso de Aquisgrán, en Aix Chapelle. A pesar de las instrucciones recibidas, son tantas las presiones que actúan sobre Madrid que como nos cuenta José Carlos de Lana, Fernando VI ordena a su representante que abandone el Congreso y marche "para la ciudad libre que de su voluntad fuere, no en los dominios de España, y con un viático para alimentos de ocho mil ducados anuales".


Han seguido después, con machacona insistencia, las frustradas negociaciones o propuestas de rescate.

En 1756, simultáneamente con Francia y con Inglaterra, a cambio de la neutralidad española.

En 1783, al firmarse la paz de Versalles, luego de concluir la guerra de independencia americana, negándose a España Gibraltar, aunque recuperamos Menorca y La Florida.

En 1786, Floridablanca, al negociarse los límites de Honduras, tratando de canjear el peñón por Caracas y Puerto Rico.

En 1795-96, intentando Godoy, de una parte, sublevar la plaza y, de otra, entregar a Francia La Luisiana, si Francia nos ayudaba al rescate de Gibraltar.

En 1870, por Prim.

En 1914-18, por Dato, que ofrece nuestra neutralidad a cambio de la Roca y de Tánger.

En 1925-29, por don Miguel Primo de Rivera, que desea un cambio de Gibraltar por Ceuta.

¡Qué rosario de ruegos y de imprecaciones no escuchadas o, a lo sumo, acogidos con sorna y con desprecio !

¡Basta! Areilza y Castiella lo dijeron: "pedimos limpia y terminantemente la restitución de lo robado en 1704, sin pactos, componendas ni compensaciones".


El problema en el momento actual

Desde que estas palabras se escribieron han pasado muchas cosas, muchísimas cosas por el mundo, y estas cosas han influido en el planteamiento de los problemas, matizándolos, colocándolos sobre una plataforma distinta o arrojando sobre ellos una luz nueva y diferente que los perfila de un modo distinto.

Hoy está claro que Gibraltar ha perdido, para Inglaterra, dos valores fundamentales. Comercial y militarmente, Gibraltar significa muy poco. En efecto, si Gibraltar era una de las posiciones básicas de Inglaterra en su camino hacia Oriente, jalonado por Malta, Chipre, Alejandría y Port Said, es lógico que, desaparecido el Imperio y convertidos en países independientes la India, el Pakistán y Egipto, nación en cuyas manos y bajo cuya soberanía plena se halla el canal de Suez, Gibraltar ya no es el vigía de la ruta comercial inglesa.

De otro lado, y a pesar de que la roca está horadada y perforada por obras de defensa, y de que como aseguraba The Sunday Expres, de Londres, correspondiente al 15 de diciembre de 1963, en un túnel de 22 millas se almacenan toda clase de armamento pesado e incluso aviones dispuestos para emplear la bomba H, es evidente que dada el progreso balístico, la artillería moderna puede alcanzar al Peñón desde la Sierra Carbonera y desde las plazas españolas del Norte de África y que dada la capacidad incrementada de bombardeo por parte de la aviación, Gibraltar puede ser inutilizado con rapidez. Aun suponiendo que no pusiera el pie la infantería, su misión como base aeronaval y como plaza fuerte quedaría inutilizada por completo. Más aún, desde la guerra de 1914 a 1918, está demostrado que en las mejores circunstancias para Inglaterra, el estrecho, como llave del Mediterráneo, funciona sólo con respecto a la superficie, pero nunca o con tremendas dificultades para la navegación submarina. Por si aún fuera poco, el Peñón es una roca de caliza jurásica y pizarra silúrica que se haría pedazos al estallar las bombas explosivas.

Si tal es el nuevo planteamiento del tema de Gibraltar, desde el punto de vista mercantil y desde el punto de vista estratégico, facetas cada vez más nítidas presenta al contemplarlo no ya como usurpación del territorio nacional, como una ofensa permanente a nuestro pueblo y como una afrenta a la soberanía española, sino, además, como un cáncer para la economía del país, como un centro de corrupción, fraude fiscal y de narcotráfico.

Poco importan nuestro plan de desarrollo, nuestros polos de crecimiento y nuestra reforma fiscal, si en el extremo Sur del país, una especie de succión, protegida de un lado y tolerada de otro, absorbe una parte de nuestra riqueza, canalizándola hacia los bolsillos y las cuentas corrientes, no de los modestos y humildes contrabandistas, que salen y entran en la plaza por tierra o por mar, llevando pequeñas cantidades de mercancías, sino de los grandes logreros que utilizan a esa manada de hombres, y que desde Gibraltar, y al amparo de una bandera extraña, han instalado uno de los más pingües y de los más grandes negocios ilícitos que nunca jamás haya conocido la Historia.

Desde este ángulo económico, Gibraltar, en manos no españolas, puerto franco donde todo se vende y almacena, es una fístula que detrae y desangra al Tesoro, que destruye el comercio honrado, que dificulta el desarrollo industrial. La guerra al contrabando, a través del Peñón, debía ser una consigna nacional, difundida y alentada con espíritu patriótico, servida por un cuerpo especial de represión numeroso, eficaz en la vigilancia y rápido en la persecución, expeditivo y enérgico en las sanciones y aún , por qué no, estimulado de alguna manera con cargo a los propios alijos y a las sanciones a los bancos intermediarios.

Ahora bien, si como afirmaba, quizá con alguna razón, Mr. Geoffrey Adam, del Foreing Office: "si los españoles se resienten por prácticas ilegales de comercio que puedan perjudicar a sus intereses, es asunto de ellos el impedirlo", sigamos su consejo. Más aún, si se sanciona a quienes dentro del territorio nacional no cumplen con las leyes fiscales, ¿no será un incentivo para evadirse de tales sanciones y vivir en la más alegre impunidad, una política transigente para el contrabando que realizan quienes han montado su ilícito negocio al amparo del pabellón que cubre la vergüenza de Gibraltar?

Con ello, todavía, el problema de Gibraltar no se perfila del todo en la nueva situación. A ello puede añadirse otro dato, y éste de suma importancia. La cuestión de Gibraltar se ha internacionalizado. Y se ha internacionalizado porque, de conformidad con lo dispuesto en la Resolución 1.514, punto 6.°, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas: "Todo intento conducente a la desintegración total o parcial de la Unidad Nacional o de la integridad territorial de un país es incompatible con los objetivos y principios de la Carta de las Naciones Unidas."

Como decía un editorial de A B C, "la bandera británica izada en el extremo meridional de la Península, ya no es tanto una provocación a nuestra soberanía, cuanto un atentado a los principios de la Carta y al espíritu descolonizador que tan impetuosamente anima a la comunidad internacional".

Alberto Martín Artajo, al que alguien llamó con acierto el canciller de la resistencia, es decir, el canciller del tiempo duro y difícil, en 1952, apuntaba ya, en este orden de ideas y tratando de hacer viable la discusión amistosa con Inglaterra: "Hemos distinguido sabiamente entre la soberanía del territorio y el uso de sus instalaciones marítimas. Lo que nos interesa a los españoles es la reintegración de la Plaza a la soberanía nacional, que ondee sobre ella la bandera bicolor y que sea regida por su legítimo Ayuntamiento. Lo demás, es decir, las instalaciones marítimas, son bienes cuya explotación acaso conjunta o bien arrendada por un tiempo puede ser negociado con Inglaterra."

En 1957, ya en la O. N. U., Martín Artajo decía en su discurso ante la Asamblea General: "La punta Sur de la Península ofrece ejemplo de una de esas anacrónicas supervivencias a la que nuestro país presto dolorida atención. El gobierno español, celoso tanto de su derecho imprescriptible como de la paz y el equilibrio universales, confía en el sentido jurídico de la otra parte, que ha de facilitar la solución por vía bilateral de este permanente conflicto, sin verse obligada a acudir ante las Naciones Unidas para buscar en ellas el apoyo moral y jurídico que le ofrecen las disposiciones de la Carta."

Desgraciadamente, esta instancia a las Naciones Unidas se ha producido ya, y ello como consecuencia del planteamiento ex officio del problema ante la famosa Comisión de los 24, que se ocupa de los asuntos referentes a territorios no autónomos.

Fernando María Castiella, en su discurso ante la XVIII Asamblea General, de 24 de septiembre de 1963, decía: "Tenemos un problema colonial limitado, pero grave... (un) cáncer que perturba la economía de nuestra región Sur y se nutre exclusivamente a su costa."

Por su parte, Jaime de Piniés, en su informe ante la mencionada Comisión, afirmaba que la misma incluyó en su agenda de trabajo el tema de Gibraltar, no porque España lo reivindicara, sino porque la Roca es un territorio colonial, reconocido expresamente por Inglaterra, que ha venido enviando a la Secretaría General de las Naciones Unidas la documentación pertinente que se exige a los Estados miembros cuando de tal clase de territorios se trata.

Piniés, en su brillante informe, ponía de relieve cómo Gibraltar no puede vivir sin su Campo, compuesto por los municipios de La Línea, Tarifa, Algeciras, los Barrios y San Roque, de los cuales se lleva hasta el agua que los 26.000 habitantes del Peñón necesitan y ni que decir tiene, su población obrera. En Gibraltar no hay prácticamente industria, ni pesca, ni agricultura, no hay más que la nómina de la Administración militar inglesa, el tráfico ilegal de divisas y el negocio ilícito a través de las ciudades vecinas. En Gibraltar la vida es imposible; la claustrofobia asfixia a los que allí moran y necesitan biológicamente salir a la zona circundante para desentumecer las piernas.

Creo que la postura española podría sintetizarse así: Devolución de Gibraltar a la soberanía española; declaración de puerto franco y arrendamiento a Inglaterra por un plazo a convenir de las instalaciones navales.

Para un diálogo en cuestión tan espinosa no puede pedirse mejor postura de arranque. Pero, ¿cuál ha sido la actitud de los otros, de la otra nación interesada en el problema ?

Yo os lo diré: con alguna excepción, silencio o sorna. Con alguna excepción, como la de Cobden que clamaba: "Inglaterra tomó posesión del peñón sin hallarse efectivamente en guerra con España, y lo retiene actualmente contra todos los principios de la moral." Pero con éstas y otras, muy pocos, excepciones, el silencio o la negativa.

Para el pueblo inglés, ha escrito Thomas Gibson, fuera de las islas británicas no existe territorio alguno en todo el planeta que tenga más importancia ni sea tan valioso como Gibraltar (pues) representa a la vez que la gloria del pasado, su fuerza del presente y la seguridad del porvenir.

Su pérdida, dice Ablot (en Introduction to the documents relating to the international status of Gibraltar, Nueva York, 1934), representaría un golpe tal para la moral y el prestigio de la nación que pocos o ningún gobierno podrían resistirlo.

En idéntico sentido, pero ahora con tono oficial, las propuestas españolas han merecido estas sencillas y categóricas contestaciones: En 1959 (17 de abril) ante una interpelación hecha en el Parlamento, sobre Gibraltar, replica el Subsecretario de Colonias, Julián Amery: "No se trata de que consideremos ninguna modificación en el Estatuto de Gibraltar"; en 1961, en el curso de otro debate, el diputado laborista Wyat se expresó así: "Creo que el general Franco tiene pleno derecho a Gibraltar, pero tengo confianza en nuestra fuerza para oponernos a su pretensión".

Con más desparpajo lo había dicho ya Sir Alexandre Godley: "De España no tiene Gibraltar nada que temer."

Ya lo sabéis, españoles. Mientras, Inglaterra no ha dejado de moverse en el interior de Gibraltar, modificando ligeramente su status jurídico-administrativo. Sin dejar nunca de ser Crown Colony, se la dotó de Ayuntamiento en 1921, y en 1950, ascendiéndola un grado en la rigurosa Jerarquía colonial, y equiparando el Peñón a Tanganika, se estableció un Comité Ejecutivo y otro legislativo. Más recientemente, y con ocasión del debate en las Naciones Unidas, se ha solicitado por los ingleses un plebiscito, olvidando que el tema del Peñón no puede sustraerse a su Campo, que los que pernoctan en Gibraltar, salvo las fuerzas armadas, son ingleses de pasaporte y de última categoría a los ojos de la propia Inglaterra, y que de admitirse la petición se incitaría, para ganar las votaciones, a expulsar a los naturales -como se hizo con los linajes del Gibraltar auténtico, refugiados en San Roque- para poblar la zona con extraños. ¡Bonito manera de cosechar votos e inhumar la vida !


Pero, ¿qué hacer ante el silencio, la sorna o la negativa? Castiella, que en 1941 escribía: "quizá no haya a estas alturas solución pacífica viable para el problema de Gibraltar", vislumbra esa posible solución pacífica cuando ya investido canciller ha proclamado ante la O. N. U. que para resolver la cuestión "solamente nos hemos cerrado un camino: el de la violencia", sin duda, porque como ya había dicho el Jefe del Estado, "Gibraltar no vale una guerra".

Ahora bien, si Gibraltar, ciertamente, no vale una guerra, es decir, la violencia armada para recuperar lo que es nuestro, lo que nos pertenece y nos fue arrebatado, no hay razón alguna que nos impida tolerar la situación de coloniaje en que viva, en cierto modo, la zona del Campo de Gibraltar y la nación entera.

Si en aras de la buena voluntad -decía Piniés en su informe- el gobierno español ha tratado de poner sordina a la justa irritación de nuestro pueblo, la verdad es que este acogotamiento de la indignación nacional no ha conducido ni ha servido para nada, como no sea que se intente aguar nuestra rebeldía y nuestro patriotismo.

Se recuerda aquella manifestación universitaria de proporciones gigantescas en Madrid, Recoletos y Castellana arriba, pidiendo y exigiendo la devolución de Gibraltar, y recuerdo también a la policía armada disolviendo a los manifestantes ante la embajada inglesa. Aquello no ha vuelto a producirse. Había demasiado temor y demasiados intereses en juego. Pero os aseguro que la juventud universitaria española, que estaba dispuesta y que había sido predispuesta, sufrió una decepción muy amarga; y es que hay sentimientos sagrados con los cuales no se puede jugar con infantil alegría.

La situación, ha dicho Piniés -fijaros que utilizo textos oficiales- no puede continuar. El Sindicato de trabajadores españoles de Gibraltar, la posibilidad de instalar un puerto franco en Algeciras, la acción de nuestra juventud necesitada como nunca de horizontes e ideales, la restitución del famoso día de Gibraltar, que celebraron nuestras Organizaciones Juveniles, la represión del contrabando a que antes hicimos referencia ¿no serían armas que sin llegar a la guerra y que respaldando la acción diplomática de nuestro gobierno, obligarían al usurpador a devolver lo que hace tiempo nos debe?

Esta es nuestra política, nuestra gran política, a la que tendríamos que supeditar muchas cosas accidentales y superfluas .

Nuestra Reina católica, ante el Notario don Gaspar de Gricio y los siete testigos que entonces exigía la Ley para otorgar testamento abierto o nuncupativo y que, simbólicamente, como dice mi ilustre compañero Francisco Gómez Mercado, representaban al pueblo español de todos los tiempos, expresó su voluntad decidida y solemne: "mando a mi hija e al Príncipe e a los Reyes que después de ella sucederán en estos mis reinos, que siempre tengan en la Corona e Patrimonio real dellos, a la ciudad de Gibraltar, con todo lo que le pertenece y no lo den ni enajenen, ni consientan dar ni enajenar, ni cosa alguna della".

Si el hecho de que poseyera esa Plaza un grande de España -agrega Gómez Mercado- era ya un menoscabo de la nacionalidad, ¿cómo consentir que se halle en poder de un pueblo extraño?

Tal ha sido la línea del pensamiento tradicional y revolucionario.

Tal es nuestra historia, nuestra pequeña y a la vez grande historia de Gibraltar. Os la he contado apasionadamente porque este tipo de histories sólo pueden contarse así. La única historia fría, aseguraban Areilza y Castiella, no hace mucho, al ocuparse del Peñón, es la historia natural; y aquí hablamos no de historia natural, sino de la historia de España.

Yo os he hablado en español, sintiendo hasta la médula los versos de Rubén:

"Yo siempre fui por obra y por cabeza español de conciencia, obra y deseo y yo, nada concibo, ni nada veo, sino español por mi naturaleza. Con la España que acaba y con la que empieza canto y auguro, profetizo y creo."

Por otro lado, creo que es llegada la hora de romper la sordina y de que pongamos en práctica y en acción aquello de nuestro ilustre polígrafo don Francisco de Quevedo:

"No he de callar por más que con el dedo ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Son casi 300 años de espera. La paciencia ha sido larga. Ha llegado el momento de la decisión. Castiella decía en la 0. N. U.: "Solamente nos hemos cerrado a nosotros mismos un camino: el de la violencia. Pero nadie entienda por ello que ni en la reivindicación de Gibraltar ni en ninguna otra cuestión que como ésta afecte a los intereses nacionales, vamos a tener debilidad."

La aclaración era obligada y urgente. Ya el marqués de Pozobueno, el encargado por Felipe V de gestionar en Londres la devolución de la plaza, advertía: "No les usemos un trato tan obligante y halagüeño como hasta ahora, pares siempre lo interpretarían como un obsequio y sumisión", (por ello) sin deponer la afabilidad de buenos amigos, la acompañaremos siempre con un estilo y con los modos de lo que puede llamarse gravedad española."

Si Gibraltar, la roca, el peñón, sigue siendo, como decía Manuel Aznar, honor y deber de los españoles España, en frase de Fernando María Castiella, silenciosa, compacta, firma, erguida, espera liquidar esta vieja cuenta que tiene pendiente con el Reino Unido.

Nunca se les deparará a dos hombres la posibilidad de poner en ejercicio, desde los altos puestos que hoy ocupan, embajador de España en las Naciones Unidas, y ministro español de Asuntos Exteriores, lo que predicaron y exigieron como simples españoles.

Pero no es solamente España la que confina con Gibraltar, es decir, con una vergüenza, es todo el mundo hispánico el que tiene en sus entrañas quistes semejantes; como si para hacer más patente la unidad, la solidaridad, la identidad de nuestros pueblos, lleváramos en nuestra carne los mismos infamantes estigmas: la isla de Guam y el Norte de Borneo, en Filipinas; Belice, en Honduras; las Guayanas., en Venezuela y Brasil; las islas Malvinas, llamadas Falkland por los ingleses, en la República Argentina; un trozo de la Antártida, en Chile, y en la propia Argentina; Guantánamo, en Cuba, y la zona del Canal, en la nación panameña.

He aquí uno de los argumentos básicos para urgir la unidad de acción de las naciones hispánicas. Nada conseguiremos en este orden -ni por supuesto en ninguno- mientras permanezcamos divididos, atomizados, comidos por querellas intestinas, a merced de los otros más inteligentes o más sagaces que nos uncen al yugo de su voluntad, de su interés o de su ideología. Para ocupar el puesto que en el mundo nos corresponde, lo primero es afirmarnos en nosotros mismos, reconocernos en nuestra historia, dar fe de nuestra conciencia nacional y trazarnos un quehacer para el futuro, un plan de acuerdo con nuestra propia idiosincrasia, con nuestra vocación y nuestro estilo.

Como dijo Ganivet, que Gibraltar es un hecho de fuerza para Inglaterra, mientras España sea débil, porque sólo sobre los países débiles se puede ejercer impunemente la alta piratería política.

España quiere salir de una época de postración y de debilidad. Queremos la unidad de las tierras de España que no estará hecha en tanto subsista la amputación de Gibraltar; queramos una España libre, que no existirá completa mientras un trozo de España esté subyugado por una nación extranjera.


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© Generalísimo Francisco Franco. Julio de 2004.-


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