¿Qué pasa con el general Rodríguez Galindo?


Por Dr. José Mª Fuster-Fabra Torrellas es abogado

   Cuando en 1995, me hice cargo de la defensa del general Rodríguez Galindo, no le conocía personalmente.
   Había leído mucho sobre él, y teníamos amigos comunes, así que antes de visitarlo por vez primera en prisión, traté de informarme más a fondo sobre la persona a la que quizás tuviese que defender.
   Tanto su impecable e impresionante trayectoria en la lucha antiterrorista como los testimonios directos a los que acudí hacían que mi primera idea sobre el personaje se situara en la de un hombre inteligente, magnífico analista de la información, trabajador y extraordinario estratega. Me impresionó sobre todo la planificación de la desarticulación de la cúpula de ETA en Bidart, en el difícil año 92, la caída de todos los dirigentes de la organización y en el momento oportuno. Sólo Dios sabe cuántas vidas salvo aquella operación.
   Luego procuré instruirme sobre la causa. Varias cosas me llamaron la
atención: la defensa nunca tuvo la oportunidad de interrogar en declaración a los testigos de cargo; siempre la deposición testifical se había hecho en secreto; además, el único abogado defensor por entonces había sido imputado en la causa. La situación era a todas luces atípica. Pero sobre todo un hecho me resultaba incomprensible. No conocía en aquel momento la calidad humana del general Rodríguez Galindo, pero había algo absolutamente inexplicable: si él había dado la orden de secuestrar y matar a Lasa y Zabala, si los restos cadavéricos aparecieron poco después, el hallazgo fue comunicado a todas la comandancias de la Guardia Civil de España, y los restos estuvieron abandonados durante más de diez años en un osario del cementerio de Alicante, sin vigilancia nocturna y en un recinto con puertas de madera carcomida, ¿era posible que el hombre que había planificado hasta el milímetro la desarticulación de la cúpula de ETA en Francia no hubiera hecho nada para hacer desaparecer las pruebas de un crimen tan horrendo, como el que supuestamente había ordenado?
   Posteriormente, visité por vez primera al general en la prisión. Al final de la
comunicación recuerdo sus ojos, y cómo clavándome la mirada, me dijo por vez primera lo que luego repitió en el juicio: «Te juro por mi honor, que yo no ordené ni el secuestro, ni el asesinato de Lasa y Zabala». Le creí, le creo, sé que es verdad.
   En el resto de la instrucción, las defensas seguimos siendo prácticamente convidados de piedra. Nada de lo que decíamos o escribíamos tenía valor. Seguíamos sin poder interrogar a los principales testigos. Poco antes de calificar, sucedió un hecho significativo: el periodista Santiago Belloch publicó, en la revista «Tiempo», la trascripción de una cinta donde un individuo, llamado Pedro Sánchez, le explicaba a José Amedo cómo había participado en el secuestro y asesinato de Lasa y Zabala. En un número posterior, Amedo reconoció la existencia de esa conversación; pedimos que en el juicio declarase el periodista y trajese la cinta. No se nos admitió, como tampoco otras pruebas de descargo, entre ellas la del testigo Fernández Aceña, dado que su versión no estaba contrastada.
   El juicio se centró en dos testigos clave: el 2345, un testigo protegido que había salido en televisión explicando que había cobrado dinero tras su declaración en la instrucción, quien contó de forma confusa que el sargento Enrique Dorado, en una noche de alcohol y otras cosas, en presencia de un tercero (que ni declaró porque estaba acreditado que en esas fecha no se encontraba en San Sebastián) le explicó cómo junto al cabo Bayo y los guardias Hermida y Sandoval, se fueron a Francia a secuestrar a Lasa y Zabala y luego acabaron con ellos. Dorado siempre lo ha negado pero, además, los guardias Hermida y Sandoval acreditaron que esa noche uno estuvo de guardia en la puerta de Correos de San Sebastián y otro, en un curso en Madrid. Ambos proponían decenas de testigos, además de los documentos oficiales acreditativos. El testimonio era, pues, objetivamente falso. Incluso, ese testigo nunca dijo que Galindo hubiera dado la orden. Pues bien. La sentencia dijo que «Rodríguez Galindo dio la orden a personas cuya identidad no consta». (Este párrafo fue muy criticado en el voto particular del Tribunal Constitucional). Otro testigo clave era López Carrillo. En el pasaje central de su declaración, decía que la noche del secuestro de Lasa y Zabala en Francia, a la vuelta de un atentado sucedido en Oñate donde murió un guardia civil, una caravana de vehículos paró en Placencia de las Armas (ayuntamiento controlado siempre por nacionalistas) de madrugada. La caravana la formaban varios vehículos donde iban él, un compañero suyo llamado Vázquez Aira, el gobernador civil Julen Elgorriaga, el escolta de éste y el entonces comandante Rodríguez Galindo. Todos en la vista oral negaron esta parada, incluso los policías municipales de Placencia de las Armas; el dato era importante, porque, según este testigo, allí supo el comandante Rodríguez Galindo que se había producido el secuestro; además, el entonces comandante Acedo, de la Guardia Civil, acompañando un certificado acreditativo de que él en esas fechas estaba en el norte, explicó que a la vuelta de Oñate no hubo ninguna parada y quien volvía con Rodríguez Galindo no era López Carrillo sino el propio comandante Acedo. Un testimonio contra siete.
   En diferentes aspectos de su declaración, hasta un total de veinticuatro testigos de toda índole le contradijeron. Por ejemplo, cuando afirmó ver vigilancia de la Guardia Civil en el Palacio de La Cumbre (donde supuestamente estuvieron secuestrados Lasa y Zabala), cuando constaba oficialmente que la Guardia Civil no vigiló en La Cumbre hasta muchos años después, y que, por entonces, la Policía guardaba allí sus motos, y en dicho palacete había un trasiego de gente, pese a estar deshabitado, usándose la piscina, el teléfono, las pistas de tenis, las habitaciones etc. Extraño sitio para esconder a unos secuestrados.
   Mención aparte merece lo acontecido con el cabo Felipe Bayo. Primero, negó su participación en los hechos en presencia de todas las partes. Luego, bajo secreto, es decir, sin estar los abogados de los otros imputados, cambió su declaración; llegado el día del juicio, explicó cómo esa modificación había sido a cambio de ciertas promesas, y volvió a su versión de origen. La contradicción era imposible. ¿Cómo se interroga a alguien, cuando afirma que lo dicho anteriormente es mentira? Pues bien, se dio por buena la versión dada sin que los abogados de los otros imputados estuviéramos presentes.
   La sentencia fue condenatoria, dictada en un clima de presión mediática impresionante.
   Luego el Tribunal Supremo vino a decir, en resumen, que a él no le correspondía analizar las pruebas; recurrimos al Tribunal Constitucional y allí siete magistrados opinaron como los del Tribunal Supremo, otros cinco dictaron el voto particular mas duro que he leído en mi vida de jurista, con frases como: respecto al testigo 2345, «no se trata de la fragmentación de la valoración de una declaración testifical, aceptándola respecto a unos contenidos, y rechazándola respecto a otros, sino de algo de mucha mayor entidad, como es la sustitución de la declaración del testigo alterando en términos esenciales la identidad de los hechos declarados por él en un concreto contenido de su declaración», o, respecto a López Carrillo, cuando, pese a que lo declarado que sirvió para condenar, infiere con toda claridad «en ese pasaje no se atribuye al testigo que en su declaración imputase directamente a los Sres. Rodríguez Galindo y Elgorriaga Goyeneche una actuación planificadora y directiva respecto a la realización de secuestros de etarras en Francia». Además, habla de «elementos de oscuridad» en la forma de entrar el testigo en el proceso.
   Baste lo dicho como botón de muestra. El caso es que se confirmó la sentencia, contra el criterio del Abogado del Estado, del Fiscal sobre el delito más grave (asesinato), y con el voto en contra de cinco magistrados, sobre los doce en el Tribunal Constitucional, un caso único en la historia de Europa. Así lo he puesto de manifiesto en la demanda ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que está por resolverse.
   Desde el impulso de los familiares de los condenados, y los despachos de los abogados, iniciamos, sin medio alguno y pagándola de nuestro bolsillo, una campaña de recogida de firmas, que, cuando alcanzó las 100.000, fotocopia a fotocopia, las enviamos al Ministerio de Justicia, apoyando la solicitud de indulto. El Tribunal Supremo tardó más de ocho meses en emitir el informe pertinente, y, desde hace más de un año, está la petición sobre la mesa del Consejo de Ministros, pendiente de resolución. Como ellos mismos han reconocido, en otros casos como en los de los Vera y Barrionuevo, hubo más suerte y el indulto se resolvió en apenas un mes. El general cumplía pena en la prisión militar desde la sentencia de la Audiencia Nacional. Se produjo entonces una inaudita controversia jurídica. El juez ordinario de vigilancia penitenciaria no quería hacerse cargo de su expediente por estar en recinto militar; el de vigilancia penitenciaria militar tampoco, al haberse perdido la condición castrense; Rodríguez Galindo era un preso sin juez tutelador de sus derechos. Pidió entonces voluntariamente el traslado a la prisión civil. No quería privilegio alguno, pese a que de su causa iba a conocer el recientemente creado Juzgado de Vigilancia penitenciaria de la Audiencia Nacional. Ya en la prisión civil, reiteró la solicitud de concesión del tercer grado. Todos los informes sobre su conducta fueron favorables. La opinión de la letrada de la prisión apoyaba la concesión. Pese a ello, le fue denegado. Se recurrió al juez de Vigilancia Penitenciaria de la Audiencia Nacional. El informe del fiscal fue favorable. El juez denegó la progresión en grado, aplicando una ley aprobada en el mes de julio, (que además, según nuestra opinión y la del fiscal, a él no le afectaba), cuando la primera petición se hizo en mayo (así lo reconoció también el Ministerio Público), y no se resolvió en su momento porqué en esa fecha Rodríguez Galindo era un preso sin juez al que solicitar tutela. Hoy, el hombre que más ha hecho en la lucha contra ETA sigue en prisión. Como jurista, lo que he vivido en este asunto sólo lo puedo calificar de surrealista e incomprensible. Como ser humano, me duelen él y su familia. Como abogado, no descansaré de acudir donde sea para que se haga justicia. Como ciudadano, me pregunto: ¿Por qué?, ¿qué precio está pagando el general Rodríguez Galindo?

  La Razón. 12 enero 2.004

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