SIETE ATAÚDES Por JUAN MANUEL DE PRADA En la que sin duda ha sido la frase más desafortunada de su mandato, José María Aznar aseveró, refiriéndose veladamente a los socialistas, que algunos estaban deseando que empezaran a llegar ataúdes de Irak, para obtener un rédito electoral. El enconamiento político, ya se sabe, favorece el exabrupto; y supongo que el propio Aznar, pocos minutos después de lanzar esta enormidad, ya se estaría arrepintiendo de haberlo hecho. Yo más bien creo que los socialistas estarían dispuestos a renunciar a cualquier beneficio electoral obtenido gracias a la muerte de compatriotas; y las palabras consternadas de Zapatero, llenas de limpia emoción, así lo demuestran. Claro está que siempre habrá carroñeros y ventajistas que aprovechen la tragedia para lanzar sus pullitas e intentar sacar tajada, pero los ciudadanos no suelen premiar estas marrullerías, sino que, por el contrario, las distinguen con su desprecio y su repugnancia. Ante los siete ataúdes que ahora nos llegan de Irak afloran sentimientos diversos, pero todos se resumen en un dolor escueto, sin recámaras ni recovecos; un dolor ensimismado que es una muestra de respeto hacia los familiares de los difuntos y hacia nosotros mismos, pues, como bellamente dijo Zapatero, esos compatriotas asesinados son nuestros hermanos y nuestros hijos. Es inevitable, sin embargo, probar una reflexión sobre la esterilidad de estas muertes. Toda vida cercenada nos transmite una sensación más pujante que la rabia, la congoja o el desconsuelo: es la sensación de inutilidad, la conciencia de una pérdida vana. Es cierto que hay muertes fecundas, cuyo ejemplo nos infunde esperanza y bríos para seguir en pie; muertes que nos ennoblecen, como la del soldado que se inmola en defensa de unos ideales. En estos casos, por lo que tienen de martirio generoso, sobre esa sensación de inutilidad que conlleva la muerte se alza una suerte de orgullo que nos conforta y nos incita a perseverar en nuestras convicciones. Ante los cadáveres de estos siete agentes asesinados al sur de Bagdad tratamos de rescatar, entre las simas del dolor, este orgullo reconfortante, pero nos topamos con severas dificultades, salvo que apelemos a abstracciones demasiado vagas y retóricas. Podemos consolarnos afirmando que estos agentes han muerto en acto de servicio. Pero servicio, ¿a quién o a qué? Las imágenes que nos han servido los reporteros de Sky News, en que unos jóvenes iraquíes vejan los cadáveres de los siete agentes, propinándoles patadas y pisotones, contribuyen a acrecentar esa sensación de esterilidad a la que me refería. Las muertes de estos siete agentes plantean, en fin, otra reflexión más peliaguda. Han sido asesinados a plena luz del día, en una de las carreteras principales del país, por emboscados que pudieron retirarse tranquilamente, una vez perpetrada la escabechina. La zona, según añaden con involuntario sarcasmo las crónicas, estaba controlada por las tropas de los Estados Unidos. No hace falta ni siquiera leer entre líneas para concluir que el atentado podría haberse evitado, a poco que dicho control fuese efectivo, y no meramente nominal. Y es que, por mucho que se esfuercen en disfrazar esta verdad incontrovertible, Irak se ha convertido en un avispero que las soldados americanos, seguramente desmoralizados y al borde del desistimiento, no pueden dominar. Esta constatación ensombrece nuestros augurios, ante los siete ataúdes que ahora recibimos con escueto dolor, suplicando a Dios que no se multipliquen. ABC. 1 de diciembre de 2.003 |
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