Marcha sobre Madrid.

Liberación del Alcázar de Toledo.

Designación de Franco como Jefe del

 Estado y Generalísimo de los Ejércitos de

 Tierra, Mar y Aire.


 

      Desde el sevillano palacio de Yanduri, donde instaló su Cuartel General, el general en jefe del Ejército español de África va a tratar de cumplir el designio más urgente y más anhelado por toda la zona nacional: la ocupación de Madrid. No será tarea fácil, aunque los jefes de las distintas columnas se muestran radiantes de optimismo. Igualmente optimista es el jefe inmediato de todas ellas, coronel don Juan Yagiie. A medida que pasan las horas, sin embargo, van surgiendo dificultades inesperadas. Por ejemplo, la zona de Córdoba no acaba de quedar totalmente dominada, pese a los esfuerzos del general Varela. De otra parte, el Alcázar de Toledo, rigurosamente sitiado por diez o doce mil milicianos provistos de buen material artillero, no parece que pueda resistir mucho tiempo. Si el Alcázar se rinde perderá el Alzamiento toda la provincia de Toledo y gran parte de la línea del Tajo. Cierto es que las tropas ata. cantes desde el Sur son muy eficaces, pero la marcha de Sevilla hasta Madrid es larga y sus flancos se hallan muy amenazados.

      El avance resulta, con todo, fulgurante. En muy pocas semanas, luego de ocupar Mérida y Badajoz y de asegurar las comunicaciones con Portugal desde Huelva hasta Tuy, luego de adueñarse de Talavera de la Reina, de Navalmoral de la Mata, de Puente del Arzobispo, de Guadalupe, de llegar hasta Maqueda y las cercanías de Escalona; es decir, cuando las columnas van a dar vista a Madrid, se interpone el episodio de la liberación del Alcázar de Toledo.
                                                                 
       Es un momento en que la decisión se hace difícil. O, por lo menos, dudosa. ¿Suspenderá Franco, por unos días, la marcha sobre Madrid y desviará su ofensiva hacia el Alcázar? ¿O abandonará a los sitiados de Toledo a su suerte, durante una o dos semanas más, para alcanzar pronto la capital? El coronel Yagiie, que manda las columnas desde que salieron de Sevilla, se muestra partidario, según se asegura en Burgos, de continuar avanzando; y así, por Escalona, Navalcamero, Getafe, los Carabancheles, cree que en unas cuantas zancadas finales podrá plantarse en la Puerta del Sol. Pero Franco resuelve otorgar prioridad al Alcázar. Como Yagüe ha dado alguna señal de quebrantos de sa1ud, siquiera sean pasajeros, se le ordena turnarse un breve descanso en Ceuta, y se nombra al general Varela para el mando de la ofensiva. La misión inmediata que Varela ha de cumplir es la liberación del
Alcázar. En una operación memorable alcanza brillantemente esa meta. El 27 de septiembre de 1936, Regulares y Legionarios escalan las ruinas toledanas y levantan el sitio que venía sufriendo el insigne recinto imperial y militar. Franco comenta:

«Yo les había prometido venir en su ayuda. Además, en el Alcázar nos jugábamos una carta psicológica y moral. En definitiva, no parecía razonable, en aquellos momentos, pensar que ocho o diez días de retraso en el avance pudieran frustrar las esperanzas de una rápida entrada en Madrid».

      El razonamiento del coronel Yagüe era, a juzgar por referencias de entonces, el siguiente: 

«Sigamos hasta Madrid. El mero hecho de nuestra llegada a la capital obligará a retirar de Toledo la mayor parte de las tropas o milicias sitiadoras, con lo que el Alcázar podrá alargar su resistencia y nos dará tiempo a enviar luego fuerzas suficientes para decidir el problema de los sitiados».

      Tres días después del abrazo de Franco al heroico Moscardó, jefe y símbolo de una resistencia asombrosa, vino la elección de Jefe del Estado español y Generalísimo de los Ejércitos. Los generales de máximo prestigio y responsabilidad, reunidos en la finca salmantina de «San Fernando», propiedad de don Antonio Pérez Tabernero, tras cierta deliberación, acordaron encomendar las supremas funciones del Poder político y militar al general Franco. Desde hacía varias semanas, los generales Varela, Kindelán, Orgaz y Mola, así como el coronel Yagüe, venían declarando la necesidad de un mando único. El presidente de la Junta Nacional de Defensa, general don Miguel Cabanellas, defendía la tesis del mando colegiado. Como la discusión se fuese alargando, Mola dio a su actitud el carácter de ultimátum. «O se decide ese nombramiento o yo digo ahí queda eso, y me voy.» Kidelán fue, en realidad, quien aseguró el trámite; Franco, quien convocó a los jefes que debían decidir; pero lo hizo -afirma el propio Kindelán- «hostigado por mi insistencia». Acerca del candidato no hubo Un momento de duda. Sobreentendían todos que Franco había de ser el elegido, pues ningún otro infundía tanta fe, ni inspiraba tanta confianza. Por él votaron los generales Orgaz, Queipo de Llano, Gil Yuste, Mola Saliquet, Dávila y Kindelán, y los coroneles Montaner y Moreno Calderón. Salvó su voto el general Cabanellas. Es decir, Franco fue nombrado por todos los miembros de la Junta de Burgos, excepción hecha del presidente.

     El día primero de octubre de 1936, Francisco Franco Bahamonde prestó en la Capitanía General de Burgos el juramento de rigor. El Decreto de la Junta, fechado el 29 de septiembre y firmado por el general don Miguel Cabanellas, nombraba, según el artículo primero, «al Excelentísimo señor General de División don Francisco Franco Bahamonde, Jefe del Gobierno del Estado español», y como tal, asumiría «todos los poderes del nuevo Estado». De acuerdo con e1 artículo segundo, pasaba a ser «Generalísimo de las Fuerzas Armadas de Tierra, Mar y Aire, con el cargo de General Jefe del Ejército de Operaciones».

     Cuando empezaron a insinuarse -terminada la guerra y obtenida la victoria- algunas interpretaciones a que luego se aludirá directamente respecto de la política de Franco, uno de los jefes presentes en el aeródromo de Salamanca alegó que el alcance del nombramiento no llegaba hasta las cimas de la Jefatura del Estado, sino al «Gobierno del Estado», con lo que daba a entender que, de hecho, la Jefatura Suprema no había sido objeto de resolución terminante. Franco no creyó necesario refutar públicamente tal aseveración ni procurar esclarecimientos.

    «Quienes me conocen -dijo alguna vez, uno de sus momentos de expansión- saben que jamás hubiera yo aceptado un nombramiento que limitara mi jurisdicción me exigiera plazos. ¡Jamás! Yo no solicité ser elegido. Nadie me vio poner en marcha menor gestión en tal sentido. Los generales convocados en el campo de San Fernando no eran personas dadas a ciertas clases de sutilezas o de habilidades literarias. Decidieron nombrarme Jefe de Estado; sobre esto, nunca tuve la menor duda. Cualquiera que hubiese tenido otros propósitos o tratara de confiarme responsabilidades de menor significación, debió haber hablado allí muy clara y concluyentemente. Si alguien insinuó cosa distinta de la que, en fin de cuentas, se aprobó, acabó por aceptar el criterio de la casi totalidad de los reunidos. Pero me interesa repetir que de todos modos -insisto- no hubiese contado con mi aceptación ningún mando político acompañado de condiciones

        Dado el historial de Franco, parece indudable que ése fue su estado de ánimo en Salamanca; y tampoco ofrece la menor duda que lo fue después de Salamanca.

        El nombramiento de Jefe del Estado ha suscitado, de tiempo en tiempo, ciertas discusiones y discrepancias respecto de la tesis oficial vigente. En el primer proyecto del Acuerdo entre generales y del Decreto de la Junta de Burgos -texto debido a Kindelán- figuraba un artículo tercero por el cual se establecía que la jerarquía de Generalísimo llevaría aneja la función de Jefe del Estado «mientras dure la guerra». Pero el citado artículo levantó vivas protestas y, de hecho, su autor se encontró perfectamente solo al defenderlo. El caso es que en el Decreto firmado por Cabanellas, leído públicamente y publicado en el «Boletín Oficial», no se fijó plazo alguno al nuevo Jefe del Estado. Probablemente, Franco había comunicado a sus compañeros de armas el propósito de renunciar a cualquier jefatura política si la duración no podía extenderse más allá del tiempo que durase la guerra.

          El otoño y el invierno de 1936, así como la primavera de 1937, se señalaron por el afán, casi obsesivo, de la toma de Madrid. Aún no aparecía la guerra como una lucha prolongada y compleja. Octubre fue el mes del avance de las columnas desde Toledo y Maqueda hasta los suburbios madrileños. La entrada en la capital debía producirse en la primera decena de noviembre. Pero a medida que las tropas atacantes se iban acercando al Manzanares, los jefes empezaron a darse cuenta de que sus efectivos se habían desgastado y menguado durante la marcha desde el Sur. Eran dos meses de actividad sostenida y de combates incesantes. Cuando los asaltos a la Moncloa, al Parque del Oeste y a la Ciudad Universitaria demostraron que no se podría conquistar la capital en el plazo previsto, Franco advirtió que tenía delante de sí un problema extraordinariamente difícil y que su solución exigiría mucho tiempo. Vinieron entonces los intentos de penetración por Las Rozas, por la Cuesta de las Perdices, por las líneas del Jarama. Tampoco se alcanzó el deseado objetivo. En el Jarama, el Ejército de la República hizo un esfuerzo muy grande y libró con buen espíritu una serie de fuertes combates defensivos. La presencia de las primeras Brigadas Internacionales, bien mandadas, nutridas en buena parte con veteranos de otras guerras, fue un acontecimiento. La moral de los defensores de Madrid subió de punto. El partido comunista, poniendo en juego sus métodos, infundió a los milicianos un nuevo ánimo de resistencia. La entrada de las tropas nacionales en Madrid no era posible. La ofensiva de Guadalajara equivalió al último intento fallido de un ciclo de maniobras destinado a rodear Madrid y conquistarlo.

      A fines de 1936, la preocupación central de Franco era ya la organización de un Ejército poderoso; tarea que suponía un esfuerzo gigantesco y en la que, para las jefaturas iniciales, contó con los generales Orgaz y Kindelán y con el almirante Moreno. El Ejército de que la España nacional disponía en los primeros meses de 1939, poco antes de la terminación de la guerra, fue, sin la menor duda, el más importante de cuantos han servido los intereses de nuestro país a través de la Historia. Negoció Franco, para alcanzar esos resultados, apoyos y suministros alemanes e italianos de mucha consideración, a fin de equilibrar, y si era posib1e superar, las ayudas que la República recibía de la Unión Soviética, de Francia, de Méjico y de Checoslovaquia. Los obstáculos que hubo de vencer parecieron muchas veces insalvables. Logró dejarlos atrás sin que en ningún momento, ni siquiera en los de apremiante y angustiosa necesidad, cediera la menor parcela de su mando y de su autoridad, ni comprometiera ,un solo interés nacional, o pusiera en riesgo la soberanía y dignidad del Estado español. Los ensayos -que no faltaron- de interferencias extranjeras en asuntos reservados a la voluntad de España, fueron cortados firme y secamente. Entre las críticas que puedan alcanzar a la personalidad histórica de Franco no figurarán dudas, y menos reproches, acerca de la integridad y tenacidad con que puso coto a los proyectos de compromiso que hipotecaran la independencia nacional o la libertad de decisión del Jefe del Estado.

      A lo largo de cerca de treinta y tres meses de guerra, tuvo que apelar a todos sus! recursos de calma, energía y paciencia. Comunicó a sus planes estratégicos un directo sentido económico. Dejó a un lado, hasta suscitar por ello comentarios desfavorables, cuanto supusiera aventura maniobrera, genialidad brillante, brindis espectacular a la opinión pública nacional y a las naciones extranjeras. Se atuvo sistemáticamente al criterio de la seguridad sin sorpresas. Para ello era indispensable contar con una retaguardia firme, libre de reacciones nerviosas. Lo consiguió aplicando con rigor sus principios sobre la Unidad de Mando. El mando único, indiscutible e indiscutido, ha sido siempre para Franco, tanto en materias militares como en las políticas y administrativas, condición esencial de la victoria. La verdad es que apenas necesitó acudir a medidas sensacionales para mantener su línea de pensamiento y de acción; pero en caso extremo, no hubiese vacilado.

     La guerra desplegó sus grandes alas. Ya no eran aquellos avances desde Sevilla a Getafe, o desde Pamplona a Irún. Ni las heroicas acciones de Somosierra, en las colinas ,de Aragón, en el páramo ,de la Lora. El año 1937 fue el de la conquista de todo el norte, desde Guipúzcoa hasta Oviedo, ciudad ésta en cuya defensa descolló una figura eminente de nuestro Ejército: el coronel don Antonio Aranda. La mayor parte de Andalucía pasó también a la jurisdicción de Franco. Tres episodios de turbadora adversidad estallaron, como estallan las tormentas: la fuerte ofensiva republicana en Brunete, liquidada en veinte días; la de Belchite, que costó al Ejército nacional la posesión de esta ciudad aragonesa, luego de una defensa heroica, y la de Teruel, coronada por un triunfo inicial de las divisiones rojas que entraron en la capital del Bajo Aragon. Tres momentos que pusieron a prueba la solidez del sistema militar y político que Franco iba creando. En Brunete y en Belchite se pretendió impedir que Franco se adueñara de Vizcaya, Santander y Asturias. No se logró ese resultado. En Teruel se quiso y se consiguió interrumpir o frustrar en flor una gran ofensiva nacional destinada a caer sobre Madrid siguiendo las líneas del Tajo y del Henares.

       El año 1938, tras la batalla del Alfambra y la reconquista de la ciudad de Teruel, se significó por la operación llamada «batalla de Aragón», que culminó en la llegada de las vanguardias nacionales a Vinaroz, cortando así en dos la España republicana y aislando el Centro y el Sudeste de toda comunicación con Cataluña.

      La batalla del Ebro -la más importante, la más sangrienta y la de carácter más decisivo a lo largo ,de toda la campaña- fue el acontecimiento militar que confirió al año 1938 un carácter resolutivo. Fue planeada la ofensiva del Ejército republicano con su imaginación, con mirada certera y con medios nada desdeñables; aunque, en última, instancia, resultaran insuficientes. Cuando las Unidades dirigidas por el general Rojo tuvieron que repasar el río y volver a la posiciones de partida, podía darse por seguro que el fin de la guerra no estaba muy lejos. A fin de que no se perdiera ninguno de los frutos de la victoria obtenida en las sierras de Caballs y de Pandols, los mandos de los Cuerpos de Ejército no vacilaron en sugerir una rápida marcha sobre Barcelona para llegar lo antes posible a la frontera hispano-francesa. El día primero de abril de 1939, Franco comunicó al pueblo español que «cautivo y desatado el Ejército rojo», la guerra había terminado.

     El caudal de autoridad y de prestigio personal de Franco en aquel momento fue extraordinario en la España nacional. Las reacciones populares equivalían a un permanente referéndum confirmatorio de los plenos poderes. Aparte de los títulos militares, Franco afrontaba con energía la realidad de un pueblo arruinado, destruido en buena parte, exhausto, necesitado de todo, abruma- do por las pesadumbres de un sufrimiento tan largo y tan profundo como nadie podía sospecharlo el día 18 de julio de 1936. La reincorporación del alma y del cuerpo de la nación a una vida normal, la reparación de los enormes daños sufridos, pedían un mando tan fuerte y único como el que había exigido la guerra: una voluntad de hierro, un carácter a la altura de cuantas pruebas pudieran sobrevenir; en suma, un Caudillo a quien se le entregaba el timón, sin condiciones. De este estado del ánimo público y de esta realidad de las cosas, nacieron los años de Gobierno de una sola voluntad, de la responsabilidad máxima de un solo hombre, de un régimen monárquico con decisiones absolutas.


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