Advenimiento de la República,

cierre de la Academia de Zaragoza.

Discurso sobre la disciplina.

 

Sobrevino, en 1930, la sublevación en Jaca de los capitanes Galán y García Hernández. Querían proclamar la República. Presidía el Gobierno el teniente general don Dámaso Berenguer. Al recibir noticia de la rebelión Franco situó unas guardias de cadetes sobre la carretera de Zaragoza. Los sublevados fracasaron antes de llegar a Huesca.

Y henos ya en el 14 de abril de 1931. Adviene el régimen republicano. Franco guarda silencio, como tantas otras veces. Su corazón está en el Trono, que se desploma. A lo largo de los años siguientes, dirá muchas veces que en aquella hora la Monarquía y la persona del Rey quedaron abandonadas por quienes tenían el deber de defenderlas. Calló -repetimos-, y nadie requirió su parecer. Había asistido con mucha preocupación al trámite de desaparición del Gobierno presidido por Primo de Rivera. Ahora era un espectador atento de las consecuencias engendradas por una serie importante de errores políticos. Entretanto, la Academia General hacía la vida corriente. Clases, estudio, ejercicios de gimnasia, prácticas militares...

Pero cuatro días después de la proclamación del nuevo Régimen, la Prensa publicó la noticia de que Franco sería nombrado alto comisario en Marruecos. Inmediatamente dirigió al director de "ABC" una carta en que decía:

«Ni el Gobierno provisional ha podido pensar en ello, ni yo habría de aceptar ningún puesto renunciable que pudiera, por algún motivo, interpretarse como complacencia mía anterior con el Régimen recién instaurado, o como consecuencia de haber podido tener la menor tibieza o reserva en el cumplimiento de mis deberes o en la lealtad que debía y guardé a quienes hasta ayer encarnaron la representación de la nación en el Régimen monárquico».

Un Decreto del Gobierno provisional republicano, de fecha 30 de junio de 1931, cerró la Academia General. El 14 de julio reunió el director a los cadetes para despedirse de ellos. La alocución que les dirigió y que se publicó en una "Orden del Día" de carácter extraordinario dio lugar a una manifestación emocionada de adhesión por parte de los cadetes. De ella reproduciremos un párrafo muy leído y releído desde entonces en todos los Centros militares de nuestro país. Trata de la disciplina, y dice así:

«¡Disciplina, nunca bien definida y comprendida! ¡Disciplina, que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera! ¡Disciplina, que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda; cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía, o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del Mando! Esta es la disciplina que practicamos. Este es el ejemplo que os ofrecemos.»

            El cerrojazo de la Academia de Zaragoza dejó a Franco en situación de disponible. Y como no era fácil mantener inactivo y sin destino a un jefe de tan alto prestigio nacional, el ministro del Ejército -Manuel Azaña en aquel momento-, le designó para el mando de una de las brigadas de la guarnición coruñesa. Antes le había semi-soterrado en los últimos lugares de la plantilla de los generales de brigada, negando vigencia administrativa a los méritos profesionales que antes les habían valido reiterados ascensos y posiciones en el escalafón. Es justo dejar sentado que esta medida del ministro republicano de la Guerra no se limitó al caso de Franco, sino que se aplicó a cuantos habían ascendido por méritos de guerra. Ese fue el criterio esencial de aquellas medidas de "degradación" que se adoptaron apenas instaurada la República.

            La actitud que el joven general adoptó ante la realidad del nuevo Régimen fue bastante clara, aunque en ciertos momentos la tuvieran algunos de sus compañeros por excesivamente cauta y elusiva. Franco se sintió siempre, en su fuero personal e íntimo, monárquico. Pero la República era un hecho consumado; y era voz casi unánime, entonces, que su triunfo se debía a la voluntad explícita del pueblo español. El órgano periodístico de la Acción Católica y de las derechas democráticas, dirigido por una persona de tan extraordinario prestigio como don Ángel Herrera, aconsejaba la colaboración, por si resultara posible que los católicos españoles ejercieren un influjo moderador y constructivo en la nueva política. El representante del Papa en España, monseñor Tedeschini, no hacía misterio de su inclinación hacia posibles acuerdos y compromisos tácticos, "a fin de evitar males mayores", según se declaraba. ¿Qué podía hacer un joven militar conocido por su austeridad y su patriotismo sino esperar, observar, estudiar y dar tiempo al tiempo? Estos eran los pensamientos de Franco.

            Al sobrevenir el intento de alzamiento del 10 de agosto de 1932 no era para nadie un secreto que el joven general se negaba, lisa y llanamente toda participación en la rebeldía contra la República. Estaba convencido de que no era llegado el momento; la situación del orden público, pese a diversos episodios graves, no se había deteriorado, hasta el punto de constituir un peligro inminente e intolerable, desde el punto de vista de los supremos intereses nacionales.

            Pasó en la Coruña cerca de dos años. El mando de su brigada llevaba anejo el desempeño de la Comandancia Militar de la Plaza. El nombre de Franco se había replegado hacia un discretísimo silencio. Sólo se volvió a saber de él cuando el Gobierno le nombró, con fecha 16 de marzo de 1933, comandante general de Baleares, en plaza de superior categoría, puesto que se trataba de un destino de general de división. Permaneció en Mallorca un año. Fueron doce meses de trabajo militar constante, encaminado a preparar un plan de defensa del archipiélago balear. De aquel plan han escrito cumplidos elogios plumas militares. Cada monte, cada hondonada, las calas, las playas, los acantilados, fueron sometidos a estudio del Estado Mayor. Franco recordó siempre con mucho agrado sus tiempos mallorquines.

            En marzo de 1934 el ministro del Ejército del Gobierno, presidido por don Alejandro Lerroux, don Diego Hidalgo, "el notario que estuvo en Rusia", decretó el ascenso de Franco a general de división. Era la cota máxima de los escalafones militares republicanos, puesto que había quedado suprimido el empleo de teniente general. Este ascenso le obligó a viajar a Madrid en visita oficial. Coincidiendo con este viaje sobrevino el fallecimiento de doña Pilar Bahamonde, madre del general, a la que éste quiso hasta la adoración. Sus colaboradores le vieron regresar con un punto de aflicción en el semblante. Efectivamente, le había llegado al alma la gran desventura familiar. Por añadidura, venía de Madrid seriamente preocupada acerca de la situación del país, que empeoraba por momentos, hasta el punto de que empezaban a sentir grave alarma incluso los españoles más serenos y más dueños de sí mismos. José Antonio Primo de Rivera se entrevistó con él: le explicó sus proyectos y le expuso la doctrina que estaba difundiendo. Franco escuchó, interrogó mucho y se reservó su opinión.

            Tres semanas después don Diego Hidalgo hizo una visita de inspección a la Comandancia de Palma de Mallorca. En tal ocasión se produjo un hecho que el propio ministro republicano relató complacido: 

- Era mi costumbre -nos refiere- pedir a los jefes de cada región que con ocasión de mi visita pusieran en libertad a los militares detenidos

Se enteró el ministro de que había en prisiones militares un capitán preso.

Pregunté a Franco si pondría en libertad al oficial. Irguiéndose y saludando respondió: 

- Si el señor ministro me lo ordena lo pondré en libertad; pero si sólo se  trata de un ruego me negaré

Dije que debía de tratarse de una ofensa muy grave. 

El general replicó que era la mayor ofensa que podía, cometer un oficial: 

- Abofeteó a un soldado -declaró con sencillez-. Felicité a Franco por su actitud.


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