ODIOS POR LA HISTORIA Por FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR. Catedrático de Historia Contemporánea Universidad de Deusto CUENTA la historia que Américo Castro y Sánchez Albornoz se tropezaron un día en la biblioteca de una universidad americana y que al verles tan españoles, tan castizos y sonámbulos, tan lejanos e invisibles el uno al otro, un estudiante que andaba por allí le susurró a su compañero: «¿Has visto? No se hablan. Ni siquiera se miran. Tiene que ser por la guerra civil»... «No», quiso puntualizar el otro estudiante, seguramente más versado en la querella que enfrentaba a aquellos dos españoles del éxodo de ayer en los remotos e imaginarios paisajes del pasado, «No, te equivocas, es por los reyes godos». El lance entre Américo Castro y Sánchez Albornoz, bermejo de tinta, estremecido de nostalgias y desgarrones, constituye, sin duda, una de las polémicas más intensas, más enconadas, y más histriónicas del pensamiento contemporáneo. El «odiante», decía Castro pensando en su antiguo colega, «el otro de Buenos Aires», es un individuo que ha cerrado su mente ante los documentos que prueban la convivencia de judíos, árabes y cristianos durante siglos e invalidan lo que su rencor le hace apetecible. «Me alzaré y me he alzado contra esa bastardía», exclamaba Albornoz como despertándose de una pesadilla, convencido de que lo español resultaba del cruce entre lo godo y lo castellano, terriblemente angustiado ante aquella España llena de usureros judíos, místicos musulmanes y cristianos conversos que emergía de las teorías de Américo Castro. Tierra de juglares y feroces guerreros, la Edad Media siempre tocó a rebato en la voz de aquellos dos náufragos de la historia -liberales los dos, exiliados los dos, perseguidos por los trágicos muertos de la guerra civil los dos, los dos fantasmas de un mundo que se derrumbaba... -. Lee uno su obra y los ve de pronto en una biblioteca del otro lado del Atlántico, lentos y ridículos, con la soledad tan grande del desterrado, con la desolación del que conoce la persecución, del que posee una experiencia triste de visados y fronteras, los ve lejanos y severos, huyéndose la mirada, el saludo, como dos hombres invisibles destinados a no encontrarse jamás, como dos ciegos forzados a lanzarse estocadas de por vida. Convertir el pasado en un campo de batalla, hacer de una concreta interpretación histórica una cuestión de honor o, más aún, una cuestión patriótica, ha sido y es una costumbre genuinamente española. Sánchez Albornoz y Américo Castro llevaron esta actitud hasta el delirio y la afrenta personal, pero no fueron los primeros historiadores que se distinguieron por su intransigencia, ni tampoco los últimos. Tiempo atrás, hacia finales del siglo XIX se les había adelantado Menéndez Pelayo, quien, enfrentado al liberal Gumersindo Azcárate en la prensa, recorrió la historia de España con el deseo de reducir a brasa a todo antepasado que despertara la más leve sospecha de heterodoxia. El fino tamiz del erudito montañés no perdonó a nadie: las llamas de sus documentadísimos autos de fe envolvieron a supersticiosos, magos, astrólogos, brujas, beatas fingidoras, ilustrados, liberales y krausistas. La obra de don Marcelino se leyó mucho. Hubo obispos que la recomendaron en sus boletines diocesanos. Hubo quien criticó su ferocidad inquisidora pero reconoció su inmensa erudición. Y hubo incluso quien saqueó sus páginas en plena guerra civil para salir en busca de nuevos herejes por las calcinadas tierras de España. Como la poesía, la historia, bien condimentada, puede convertirse también en un arma... aunque en vez de futuro esté cargada de pasado. Jorge Vigón, militar monárquico, fue uno de aquellos españoles que en medio del horror de 1936 agitó el fantasma de los heterodoxos, como, si en lugar de una guerra civil, lo que desangrara el país fuera el asalto de Trento contra Lutero. Peleó del lado de Franco y lo hizo con un libro bajo el brazo, una historia de España fiel a don Marcelino, tan fiel que la había escrito al modo que aquel personaje de Borges decía haber redactado, en pleno siglo XX, el Quijote. Para entrar doblemente en combate, Jorge Vigón se travistió de ultramontano del XIX, guerreó contra erasmistas, alumbrados, ilustrados y liberales, olvidó la travesía cultural de España entre 1900 y 1936 y se convirtió, de espíritu no de nombre, en el polígrafo de Santander, en Menéndez Pelayo. El presente es turbio, el futuro incierto, pero el pasado, paradójicamente, es impredecible, sobre todo en aquellos lugares donde los políticos luchan por crear una nación. Hay quien se sumerge en la historia para recoger en el fondo restos de antiguos naufragios y regresar a su siglo con el fin de contar los hechos no como debían ser, sino como fueron, sin quitar al anhelo de verdad cosa alguna, y hay quien, por el contrario, abre el pasado a su fantasía nacionalista y teje su propia realidad, su propia necesidad, su espacio, su tiempo. Cuando me viene a la cabeza aquel encuentro entre Sánchez Albornoz y Américo Castro pienso en dos grandes historiadores que terminaron creyéndose dueños del enigma de España. Cuando recuerdo las frases de Menéndez Pelayo surge la figura de un historiador que viaja entre manuscritos, que lee sin cansancio y no renuncia a nada -palabras, imágenes, alusiones, declaraciones de principio, citas, excomuniones- pero también brota la sombra de Jorge Vigón y de inmediato, como por trasparencia, la escena rusa que describe Danilo Kis en «El libro de los reyes y los tontos», y veo, sentados alrededor del fuego, a los soldados del ejército zarista reunidos en torno a un oficial que les lee con voz ronca los protocolos de los sabios de Sión. En el silencio que se forma entre las palabras, sólo se oye el susurro de los grandes copos de nieve, y a veces, como llegado de muy lejos, el relincho de los caballos de los cosacos. ¿Cómo albergar ilusiones sobre el futuro si el ayer no deja de traernos batallas, si el pasado no cesa de invadir el presente con los fantasmas y quimeras que fabricamos en sus paisajes remotos? El mal de Sánchez Albornoz y Américo Castro es un mal que a fuerza de desvaríos se ha hecho muy ancho en los viejos campos de España. El disparate es unánime. Todos, políticos de derecha o de izquierda, nacionalistas y no nacionalistas, funcionarios y contorsionistas, cineastas y periodistas, encuentran en la historia su lugar de batalla, su prueba de limpieza de sangre. Hace tiempo que el pasado, engullido por el agitador de utopías o el demagogo nacionalista, se despeña entre la crónica negra y la reseña de circo. Europa, la inmigración, la economía global... nos llevan con urgencia a un mundo mestizo y sin fronteras, pero en España seguimos encallados en la batalla por el pasado, en los lances medievales, en los duelos de honor y en la quema de disidentes. En vano los historiadores profesionales vindican un pasado libre de ensoñaciones milenaristas. En España sigue habiendo quien confunde las letras con las armas y está dispuesto a dar lanzadas a todo aquel que se atreva a poner en duda sus conclusiones sobre el temperamento nacional de sus abuelos. En España sigue habiendo ciertas regiones donde escribir historia puede convertirse en la profesión más peligrosa del mundo... Ocurre al igual que en la tragedia Antígona, en la que el rey de Tebas le pregunta a la heroína no sólo por qué ha desobedecido una orden que va contra la voluntad de los dioses, sino también cómo se atreve a pensar de una forma distinta a los demás. El espíritu de Torquemada, por desgracia, continúa latiendo entre nosotros. La hoguera, en esta tierra de Europa, aún no se ha hecho brasa. ABC. 10 diciembre de 2.003 |