Badajoz, Guernica y unos historiadores «profesionales»

 Por Pío MOA

El inesperado éxito de «Los mitos de la guerra civil» ha hecho que se le califique de libro polémico. Y así debiera haber sido, pero en realidad no lo es. En lugar de polémica ha suscitado simple cabreo, imprecaciones y ataques insidiosos. Ha sido tan sorprendente como indicativo que algunos prebostes de la historiografía, digamos oficialista, hayan reaccionado con pueriles desahogos. Hasta han pedido la censura. Así Tusell, Juliá y demás, llevándola incluso a la práctica al impedir, o al menos no hacer nada por evitar, que mis respuestas fueran efectivamente censuradas en los periódicos donde ellos publicaban sus panfletos. Todo un recital de profesionalidad, honestidad intelectual y espíritu democrático.
   Entre la hojarasca de las descalificaciones, llama la atención su coincidencia en dos puntos, a su entender flacos, de mi argumentación, contra los cuales dirigen sus cargas emocionales: la matanza de Badajoz y el bombardeo de Guernica. En esto han destacado últimamente autores como Jorge Martínez Reverte o Helen Graham, una estudiosa británica en la línea de Preston, que en el Times Literary Supplement me acusaba de negar tales sucesos o de minimizarlos en la línea de la propaganda franquista.
   La «matanza de Badajoz», ocurrida supuestamente el 15 de agosto de 1936, siguiente a la toma de la ciudad por Yagüe, debe su fama a esos rasgos de crueldad que hicieron escribir a Zugazagoitia, hombre en general ecuánime: «Las palabras no alcanzan a transmitir los matices increíbles de un clima de horror como el que, en plenitud de mediodía, desarrollaron todas las potencias oscuras del hombre en la plaza de toros de Badajoz». No era para menos. Según las versiones difundidas a diestro y siniestro, se trató de una fiesta concurrida, dice un conocido relato, por «caballeros respetables, piadosas damas, lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kostka, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y mirada humilde», etc., los cuales habrían presenciado alborozados, entre música y vítores, al ametrallamiento en masa de miles de izquierdistas, hombres, mujeres, viejos y niños, muchos de los cuales habrían sido toreados o torturados previamente.
   En cuanto a Guernica, la Legión Cóndor, por orden de Franco, dicen algunos, habría bombardeado una villa sin interés militar, con el fin de experimentar el bombardeo en masa sobre la población civil y destruir unos símbolos muy queridos del pueblo vasco. La villa quedó enteramente destruida, y el número de víctimas habría ascendido a entre 1.600 y 3.000, según versiones.
   No es de extrañar la emocionalidad de esos historiadores, pues se trata de los sucesos más mitificados por la propaganda de la izquierda, donde mejor retratada quedaba la ferocidad fascista y, en el reverso, los sentimientos humanitarios izquierdistas, tan identificados con «el pueblo», tan ultrajados y conmovidos ante la sangre y las víctimas.
   Sin embargo un historiador serio no debe inclinarse ante la fuerza emocional de unas u otras versiones, y debe buscar, aun a riesgo de ciertas incomprensiones, la realidad bajo la propaganda. ¿Fue así, o no, como ocurrieron las cosas? Aunque en un artículo sólo puedo resumir los capítulos del libro, espero dejar claro lo esencial.
   De Badajoz, el principal creador de la leyenda fue Jay Allen, un agente de propaganda del Frente Popular más que periodista propiamente dicho, y muy ligado a los soviéticos. No puedo desarrollar aquí las observaciones que vuelven inverosímil su relato, pero baste señalar que el testimonio decisivo es sin duda el de Mario Neves, periodista portugués de ideas izquierdistas y, al revés que Allen, presente en la ciudad en esos días. Ante los rumores de fusilamientos en la plaza de toros, visitó el día 15 el lugar «donde se concentran los camiones de las milicias populares. Muchos de ellos están destruidos. Al lado se ve un carro blindado con la inscripción Frente Popular. Este lugar ha sido bombardeado varias veces. Sobre la arena se ven aún algunos cadáveres. Todavía hay, aquí y allá, bombas que no han explotado, lo que hace difícil y peligrosa una visita más pormenorizada». Al día siguiente volvió y halló el mismo panorama. Podemos estar, pues, razonablemente seguros de que la matanza de la leyenda no tuvo lugar, aunque el mismo Neves pretendiera, muchos años después, dar una débil cobertura al pretendido suceso: ¿tal es el poder sugestivo de la propaganda!
   Con técnicas también de propaganda y no de periodismo ni de historiografía, se me acusa de que, al negar la matanza famosa, niego en general matanzas en Badajoz. Eso no es cierto. Hubo allí gran número de fusilamientos, pero básicamente como los realizadas por uno y otro bando en numerosas localidades.
   Con respecto a Guernica, existen estudios muy precisos, y entre ellos he elegido, por parecerme el más minucioso, el de Jesús Salas Larrazábal. De él, y mientras no se demuestre otra cosa -algo muy difícil a estas alturas-, se deduce con claridad que:

 

 a) El ataque no tuvo relación con los símbolos vascos, los cuales no sufrieron ataques, pese a haber instalado los nacionalistas muy cerca de ellos, y con notoria imprudencia, varios cuarteles. Ni los alemanes ni los italianos -que también participaron en pequeña medida en el bombardeo- conocían, probablemente, aquellos edificios simbólicos.
   b) Guernica no sólo tenía interés militar por sí (fábricas de armas y cuarteles), sino porque su toma inmediata habría permitido copar a grandes unidades del ejército izquierdista y nacionalista, precipitando quizá el fin de la campaña de Vizcaya. Este era un valor estratégico de primer orden en aquellos días.
   c) El bombardeo lo efectuó la Legión Cóndor bajo el mando inmediato de Von Richthofen, con vistas, en apariencia, a cortar la retirada al enemigo. Pero Mola había mandado avanzar sobre Durango y no sobre Guernica, y eso privaba de utilidad a la operación aérea. No obstante Richthofen, conociendo la decisión de Mola, persistió en ella. En sus diarios dice vagamente haber acordado con el general Vigón un avance sobre Guernica, pero no era Vigón quien podía dar la orden, sino Mola, con quien el alemán nunca hizo buenas migas.
   d) Teóricamente el ataque se dirigía contra un puente, que no fue alcanzado, mientras sí lo fue buena parte del pueblo, quedando en llamas un 18% de él. Debido al viento, a las características de los edificios y, muy posiblemente, a una deficiente actuación de los bomberos, el incendio terminó consumiendo el 71% del caserío. Sin embargo el número de muertos no pasó de 126, probablemente algunos menos. Esto se debió a que antes del bombardeo principal había habido otros tres ligeros, ante los cuales la mayoría de la población se había puesto a salvo.
   e) No hubo orden de Franco al respecto, que se conozca. Sí, en cambio, una orden suya anterior y otra posterior prohibiendo bombardear objetivos civiles.


  
   El libro de Salas tiene un interés añadido porque permite entender cómo se gestó el mito a través de escritos como los de Steer, Southworth, etc.
   Así pues, yo no niego, como afirman falsamente mis críticos, el bombardeo ni la matanza. Me limito a sacarlos del fangoso terreno de la propaganda y situarlos en el más firme de la historia. Ello no hace forzosamente correctos todos mis datos e interpretaciones, pero atrae las cuestiones al campo del debate racional, al que se resisten con uñas y dientes los Tusell, Juliá, Graham, Martínez Reverte y tantos más.
   Termino con tres observaciones. Mis críticos emplean el truco de fingir indignación por mi supuesta indiferencia hacia las víctimas, comparándola implícitamente con su extrema sensibilidad hacia ellas. Podremos creerles cuando les veamos rasgarse igualmente las vestiduras ante las matanzas realizadas por el Frente Popular, o cuando recuerden que los bombardeos sobre la población civil fueron empezados por las izquierdas, y realizados a menudo con jactancia, como en Huesca y Oviedo.
   En segundo lugar, esos autores debieran reflexionar un poco sobre la curiosa coincidencia básica entre sus tesis y las elaboradas por la propaganda stalinista.
   Finalmente, tienen la costumbre algo obtusa de respaldar sus asertos con el argumento de autoridad de ser «historiadores profesionales». Lo son, claro, si se dedican profesionalmente a estudiar la historia. Pero eso ¿les convierte automáticamente en buenos profesionales?

La Razón 9 de Febrero 2.004.-


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